Más de siete mil millones de personas se hacen esta pregunta, como espejos, unos frente a otros, otras miles de veces a lo largo de sus vidas, ¿qué he hecho yo para merecer esto?, ¿por qué a mí?, ¿cuál es el sentido de todo esto?
Exigimos explicaciones en tiempos difíciles y dolorosos, desde luego, pero también lo hacemos en momentos de alegría y bienestar. Creamos hipótesis sencillas y teorías rebuscadas, indistintamente, para entender, superar, terminar o mantener lo que nos está ocurriendo. Todo sirve: Dios, el destino, la suerte (buena o mala); atributos o culpas personales, la naturaleza, teorías conspirativas, factores externos; la propia historia y la de quienes nos rodean, nuestras parejas o la ausencia de ellas; socialismo, capitalismo, nacionalismo, cualquier -ismo sirve; el trabajo que tenemos; la (in)justicia humana o divina, la familia en que nacimos, la salud física y emocional; la situación económica personal o del país en el que habitamos, nuestros padres –desde luego–, ¿quién no ha culpado a sus padres por lo que es? Y ahora último, cómo no, la peste del nuevo milenio.
Vivimos tiempos únicos. Tiempos de profunda incertidumbre, de quiebres de paradigmas, de desorientación temporal, de pérdida de brújula.
Un torbellino llamado COVID-19 nos atrapó, arrasando con nuestra noción de normalidad y nos lanzó hacia el siglo XXI, hacia no la “nueva normalidad”, sino hacia una “nueva realidad”.
Mientras todo se sacude en nosotros y alrededor nuestro, no como un terremoto de unos pocos minutos, sino como un movimiento simultáneo, oscilante, centrípeto, centrífugo y parabólico, de meses de duración y sin un final claramente determinado, nosotros nos preguntamos casi al unísono: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.
Sin duda, estamos siendo protagonistas del fin y el comienzo de una forma de vida. Nunca la humanidad había sido alineada para vivir, al mismo tiempo, una transformación social, política, económica, cultural y, sobre todo, tecnológica, como la que estamos experimentando.
Vemos y somos protagonistas de un reality show y no, no somos Truman, somos nosotros, no es una película, vivimos nuestro propio Día de la marmota. Los que estamos en cuarentena y los que han salido de ella, todos sabemos que esto no ha terminado. Y nos volvemos a preguntar una y otra vez: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.
Lo que viene nos dará la respuesta, no será un concepto único, será, que duda cabe, un arcoíris de nuevas maneras de continuar la cadena evolutiva del ser humano. No seremos peores, ni mejores que en ese pasado, que ya nos parece, tan lejano. Seguiremos siendo ambiciosos y creativos, miserables y geniales, atormentados y vengativos, lúdicos y soñadores, valientes y tozudos para intentar quebrarle la mano al destino, a la naturaleza y a nuestras pulsiones.
A veces echaremos de menos el impresionante siglo XX en el que la mayoría de nosotros nacimos. Lo haremos con nostalgia y alivio. Lloraremos a los familiares y amigos que habrán sido víctimas de esta pandemia; haremos el duelo con cada una de sus etapas: negación, rabia, tristeza, negociación y aceptación. Visitaremos recursivamente cada una de ellas, hasta que de pronto miraremos a nuestro alrededor, nos sentiremos nuevamente en casa y asombrados y esperanzados diremos: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.
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