Hace unos días, quizá con una buena intención, el Fiscal General de la República planteó la eliminación en los códigos penales del delito de feminicidio con objeto de remplazarlo, en un código penal único, por el delito de homicidio calificado, ante la dificultad técnica que tiene el Ministerio Público para probar el primero y ante el creciente incremento (135%) en la estadística de ese delito.
La acalorada respuesta no se hizo esperar, llovieron las críticas y descalificaciones por doquier a la propuesta y a su autor, cuyas explicaciones poco o nada han ayudado a aligerar la indignación de sectores diversos, particularmente activistas y organizaciones feministas. Definitivamente, el momento no fue el más oportuno para sugerir tal medida, dado el ambiente de reclamo generado desde hace meses, siguiendo el ejemplo chileno, en un contexto de violencia y acoso contra mujeres, que ha tenido efectos naturales en otros sectores como el de la Universidad Nacional, en donde la demanda estudiantil contra la violencia de género se ha visto enrarecida por el vandalismo con una motivación e intencionalidad aún incomprensibles.
Si la propuesta por sí misma no fuera suficiente para el encendido rechazo social, la reciente filtración de imágenes en redes sociales sobre el macabro y brutal asesinato de Ingrid Escamilla el fin de semana pasado, vino a incentivar la ferocidad de la oposición a la propuesta exponiendo una vez más, con crudeza, la realidad de un fenómeno delictivo que va al alza.
El objetivo de reformar los códigos para dar una nueva tipificación, tal como se entiende, sería el de mostrar una reducción en las estadísticas, toda vez que los agentes del ministerio público tienen dificultad para diferenciar el homicidio de una mujer que no se comete por razón de su género, del que si se comete por esta razón y aportar la evidencia necesaria para judicializar los casos. Ello implica que se clasifique como feminicidio, cualquier caso en que sea asesinada una mujer, lo que incrementa la estadística.
La pregunta es si lo que se busca es dar más certeza y contundencia a las acciones de prevención y persecución de estos delitos y en su caso al castigo de los culpables o simplemente mostrar la eficiencia de los órganos responsables de procurar y administrar la justicia mediante cifras menos preocupantes.
Lo primero es, desde luego, lo deseable, la contundencia y eficacia en la aplicación de la ley, evitando la impunidad de los criminales y, consecuentemente, el incentivo perverso para delinquir. Lo segundo, significaría, sencillamente, la edulcoración de la realidad a través de números pretendidamente más amables, la exhibición de una eficiencia aritmética que muestre resultados a la baja en la violencia de género, útil quizá para la comunicación política, pero no para la transformación práctica de la realidad social que enfrenta la mujer en nuestro país.
El tema subió tanto de tono que el Jefe del Ejecutivo tuvo que salir a declarar enfáticamente que la sugerencia de reforma del fiscal no se realizaría, la razón es que, fue explícito, aun cuando se lleve a cabo una reforma buena, “se puede mal interpretar” por lo que se mantiene, porque si se tiene esta “situación especial en la universidad… que las cosas queden como están”, señaló el mandatario, aunque el debate ha continuado.
La tentación reformadora está en el ADN de la política mexicana, no es una novedad. La proclividad a modificar la norma en cada administración es añeja, tal vez sea ése el origen de muchos de los males que hemos padecido como sociedad al tratar de amoldar la ley a los intereses personales o de grupo en el ejercicio del poder antes que cumplirla y hacerla cumplir a cabalidad.
El espíritu de la ley, desde el marco constitucional, es establecer las reglas del juego para orientar el intercambio social en un ambiente de armonía razonable, al brindar certeza y límites sobre los derechos y responsabilidades de las personas y las entidades públicas, así como las sanciones a quienes transgreden el pacto social; modificarla continuamente ocasiona desarreglos, incertidumbre y miedo.
El justo reclamo de las mujeres por una vida con respeto y libre de feminicidio y violencia, no puede atenderse con un sencillo cambio de tipo penal ni con la negación de la realidad, sino con acciones reales, patentes y contundentes desde la cúpula hasta la base ante un fenómeno social y cultural complejo.
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