Muchos me odian. Querrían volver a un pasado que sólo es idílico en sus cabezas. Y, sin embargo, yo los liberé o, al menos, eso intenté. Me odian porque les han vendido un cuento en el que todo era dicha, amor y armonía a condición de someterse al amo y retribuirlo de la mejor manera posible. A mayor agrado del amo mejor trato hacia el esclavo. Dicha competitividad fomentada interesadamente provocó, años más tarde, que un hermano matara a otro. Sin embargo, yo recuerdo esa tierra de maná y leche quemada de manera distinta. Todo era mansedumbre y miedo.
Ninguno de aquellos seres que habitaban aquellos lares se consideraba digno de vivir per se; de tal manera que, si el amo lo hubiese dispuesto, ellos habrían inclinado su cerviz gozosos de ser elegidos para el sacrificio. No faltó, más adelante, un fanático que colocara a su propio hijo en el ara para ejecutarlo con su propia mano.
Afortunadamente, el patrón tuvo un gesto misericordioso en aquella piedra y paró el brazo ejecutor del infanticida. Como dije, la única labor de los siervos era la de obedecer y creían que en eso consistía la felicidad. Lo peor es que, pasado el tiempo, persiste esa mentalidad zombie. Véase sino los militares aferrados a sus cadenas de mando.
Todos me odian. Me llaman reptil y dicen que deberían haberme pisoteado en el fango. Incluso han hecho estatuas en las que una mujer me aplasta con su pie la cabeza inmisericordemente; ellos que proclaman el amor como máxima virtud. Y lo que es más. No los recuerdo tan afligidos cuando les di las llaves de sus grilletes. Por un breve momento se sintieron dueños de su destino, lo cual los llenó de esperanza hasta que el peso del miedo al castigo inminente les hizo dar marcha atrás. Para animarlos a su liberación, tuve que estudiarlos con atención. Estaba claro que una rebelión en la granja sólo era posible en la cabeza de un autor de ciencia ficción.
En el mundo real se necesitan humanos para encabezar una revolución. La mía empezó de la mano de una mujer a la que conocí desde su nacimiento. Supe, desde el primer momento, que ella sería mi aliada. Era más joven y curiosa que su pareja. Tenía ese brillo interrogante en la mirada en busca de más respuestas y estaba claro que él era incapaz de satisfacerla. En realidad, apenas tuve que convencerla de nada. Ella misma ya estaba llegando a las mismas conclusiones que yo. Pero convencer al varón de las ventajas del estudio sería algo más complejo. Tenía miedo de contradecir al amo, pero yo sabía que era ambicioso y vanidoso. Apelé a su deseo de mando. “Sabrás distinguir el bien del mal. Tendrás el mando. Serás Dios”, fueron las últimas palabras de ella para implicarlo en el motín. Ávido de poder, no dudó en sellar con un mordisco la confabulación.
A partir de aquel pacto, pensaba en ir convenciendo, poco a poco, al resto de seres del jardín. Había que ser cauto y paciente hasta conseguir una mayoría suficiente con la que poder lanzar el asalto contra el Amo. Con lo que no contaba fue con la pronta respuesta de éste. Pareciera que ya sabía lo que iba a ocurrir y que tan sólo esperaba a que pecáramos para obrar. Se presentó el amo, inquirió y Adán, quien había perdido su temporal aplomo, acusó a Eva. Ella, no más valiente, me acusó a mí y así quedé maldito y desterrado para siempre. Hasta la fecha, los humanos se horrorizan cuando me ven a mí o cualquiera de mis congéneres. Sin embargo, a veces, el mismo terror que les inspiro, provoca que ellos y otros seres se queden paralizados en mi presencia facilitando así mi labor destructora.
Supongo que merezco todo lo que me ha ocurrido por haber confiado en Adán y Eva, al igual que ellos se merecen el seguir siendo esclavos aunque el amo haya cambiado de nombre y forma a través de los siglos. Otros han intentado con el tiempo su propia rebelión, pero siempre han terminado derrotados. El caso más célebre fue el de un familiar del cacique que les enseñó a los humanos a curarse sus heridas y proveerse de calor en la intemperie, pero ese reformista que quería cambiar las cosas desde dentro, acabó atado a una piedra vigilado eternamente por un buitre deseoso de comerle el hígado.
Visto de esa manera, a mí no me fue tan mal, supongo. Las rebeliones sí han aportado cambios parciales, pero mi conclusión, al cabo de todos estos años de observación, es que todos los levantiscos acaban o muertos o vendiéndose a los nuevos patrones que, en la actualidad, tienen la forma de un trozo de plástico rectangular y dorado.
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