Internet como herramienta articuladora. Lenguajes transversales, identidades fluctuantes, redes flexibles, son algunos de los elementos que, en todo el mundo, forman parte del entretejido de las formas que han tomado los movimientos sociales.
Se trata de agentes sociales que, en determinado momento y bajo demandas muy puntuales, conforman una malla, si se permite el término, sobre la cual se articula un colectividad que responde, a la vez, a sentimientos y acciones.
Queda claro, en los últimos días, que hay un desfase cada vez mayor entre la manera en que muchos sectores, ya no sólo jóvenes, visualizan la dimensión simbólica de la vida en comunidad, respecto a las respuestas que encuentran a nivel de lo materia, y, aun más, de las respuestas que encuentran de la autoridad.
Marcado este tiempo como está por los sistemas complejos, cualquier diagnóstico que no asuma esa condición estará condenado de antemano al fracaso.
En las demandas y consignas, tanto como los modos de organización y acción, que los movimientos sociales recientes adquieren, particularmente el que representa a las mujeres, lo que se observa de manera nítida es el crujir de las viejas estructuras y lógicas de poder, que encarnan naturalmente las figuras de autoridad.
En ese terreno es que el lenguaje juega un papel protagónico. En él se transparenta, por un lado, el desfase ya no digamos de vocabularios y referencias, sino con aún mayor contundencia, el de usos prácticos y representaciones simbólicas.
Mientras en el uso y asunción de los lenguajes antiguos se reproducen asimetrías, abismos, invisibilidades, omisiones, brechas, las comunidades emergentes que se movilizan hacen del lenguaje un fluido de expresiones y acciones lingüísticas, justo a contracorriente de aquellas expresiones, representaciones y lógicas del decir y hacer con las que se topan.
En el lenguaje, se sabe bien, se aprenden y reproducen, se transmiten valores, percepciones, costumbres y un sistema de ideas que en conjunto llamamos ideología. El uso de la lengua es, ni más ni menos, lo ha sido siempre, el reflejo de la sociedad que lo asume, lo usa, lo acepta como válido en sus principios, reglas y exigencias.
Así, en lo que constituye la presentación del magnífico Manual para una comunicación no sexista de Claudia Guichard Bello, se lee: En las sociedades patriarcales, el lenguaje está plagado de androcentrismo que se manifiesta en el uso del masculino como genérico, lo que produce un conocimiento sesgado de la realidad, coadyuvando a la invisibilidad y la exclusión de las mujeres en todos los ámbitos.
El punto de partida, pues, no es lingüístico en el sentido estricto, sino político, en el sentido amplio. El principio básico de constitución y reconocimiento, el primer derecho de una persona para asumir que lo es plenamente, es el derecho a ser nombrada.
¿Es entonces una cuestión de que la comunicación se ha roto? Sí, pero aún más. La noción de una comunicación rota entre una autoridad que encarna el uso antiguo de las categorías y las representaciones y las comunidades emergentes, significa el resquebrajamiento de la legitimidad de las estructuras sociales sobre las que ya no digamos está cimentada la autoridad de la autoridad, sino la cohesión social misma.
La lengua, el uso de las palabras, la construcción de las imágenes que van a asociadas a ellas, se mueven entre el mundo material del uso mismo, de la posibilidad de emitir un mensaje y que el receptor lo reciba y entienda.
Pero no menos importante es la dimensión simbólica en la que las palabras adquieren sentido y trascendencia. El carácter histórico de la lengua como vehículo, pretenderían unas para cambiar la realidad; o, asumen otros, para perpetuarla.
Dice Rosa Cobo en la “Introducción al trabajo” de Gichard: Las sociedades están formadas por estructuras materiales y simbólicas. Ninguna comunidad humana puede existir sin entramados institucionales e imaginarios colectivos. Ambas realidades son la condición de posibilidad de la existencia de cualquier sociedad.
Luego, la propia Cobo subraya cómo son las definiciones sociales, ésas que están expresadas en hechos, por supuesto, pero antes en palabras, las que deben ser aceptadas, no cuestionadas, puestas en duda o francamente sustituidas por la colectividad.
Dice Cobo: Entre esas dos realidades sociales, la simbólica y la material, tiene que existir congruencia, pues si no hay coherencia entre las estructuras sociales y los imaginarios colectivos sobrevendrá una crisis de legitimidad. Y con ello, los conflictos sociales. En efecto, cada realidad social tiene como correlato ideas que sirven para justificar su existencia. Si no existiese esa dimensión simbólica, las estructuras aparecerían desnudas y los individuos las interpelarían críticamente.
Tal cual lo que hoy sucede de modo intensivo y expansivo, en particular, con los movimientos que encabezan y conforman, en su inmensa mayoría, mujeres cuyo horizonte de simbolización tiene en el lenguaje, por una parte, y las herramientas digitales con el que lo propagan, asumen y enriquecen una fuente de legitimidad abrumadora.
Aquello que se identificó bajo el concepto de “La voz del padre”, idea, enunciación y representación de un mundo que ya no es, se mira, así, sin nostalgia alguna y, aún peor, sin interlocución posible.
Sola.
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