vidas pasadas

Vidas paralelas

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Nací el día en que el sargento Shōichi Yokoi regresaba a la civilización. Había sido capturado por unos pescadores a los que había atacado, creyendo que aún seguía en la guerra. Al igual que yo, él retornaba de un gran exilio. Yokoi había estado confinado en una isla; yo en dos. Él se había enfrentado a las bestias de una jungla inhóspita, yo había tenido que lidiar con los bestias de mis captores. Él era un veterano de la Segunda Guerra Mundial; yo también luché en otras guerras, ciertamente no tan aberrantes, pero donde se derramó mucha sangre. Al igual que él, pienso que la guerra no ha terminado, por más que ya no se oiga el estruendo de los cañones. Sin embargo, no apruebo su famosa frase: “es con mucha vergüenza que regreso”. De lo único que él debería estar avergonzado es de haber sido sometido por dos pescadores, pero, después de más de un cuarto de siglo, quizá se dejó capturar.

Quiero decir, ¿de qué sirve estar listo para el combate si no hay nadie a tu alrededor? Yo supongo que pensaría que era mejor enfrentar su destino, así fuera la ejecución, que seguir languideciendo en la isla. Además, si él hubiese sido soldado mío, yo lo habría condecorado, pues nunca hizo caso de lo que fácilmente se podía considerar mentiras del enemigo. Me refiero a los folletos que soltaban los americanos desde los aires, anunciando el final de la guerra. Cierto que era verdad, ¿pero él cómo podía saberlo? Cualquiera que fueran sus motivos al atacar a aquellos pescadores, creo que mereció el homenaje que le rindieron. De hecho, he de reconocer que yo no habría podido aguantar tantos años viviendo en una cueva. Y la prueba es que sólo resistí seis años en condiciones materiales mucho más propicias. Eso se llama disciplina.

shoichi yokoi
Shōichi Yokoi, sargento del Ejército Imperial Japonés (Fotografía: El Diario del Pueblo).

Yokoi era un buen soldado, pero no tenía talento para el mando. Nunca buscó escapar de la isla a diferencia mía. Mi fuga apenas duró un poco más de tres meses y, cuando me volvieron a apresar, me mandaron al fin del mundo para evitar que me volviese a escapar. Pero esos fueron los años finales de mi otra vida. Mi historia reciente asemeja en ciertos aspectos mi vida pasada. Nací nuevamente en una isla. En este caso, Puerto Rico. Me dirigí a Nueva York; la actual capital del mundo con una beca fullbright para hacer mi carrera en economía. Ahí conocí a Josephine Stewart, una de las hijas del multimillonario de los medios de comunicación.

Pronto me di cuenta de que lo mío era mandar sobre los hombres. Ya no podía ser en el campo de batalla; un trabajo mal visto en nuestros días. Ya no se podía adquirir ni la gloria ni el poder a través de esta noble profesión. La sociedad se había vuelto pusilánime en doscientos años y se asustaba si se topaba con un cadáver en la calle. Supongo que Yokoi coincidiría con mi diagnóstico. A fin de cuentas, acabó repudiando a la sociedad de su tiempo y luchando por el ecosistema. Yo, en cambio, me di cuenta de que los negocios eran una forma de hacer la guerra por otros medios. Adquiriría tal fortuna que, a su debido tiempo y con un mensaje populista plagado de invectivas contra los inmigrantes, conseguiría la Presidencia de Estados Unidos.

Por ello, mi primera decisión, tras la boda, fue convertirme en americano de pleno derecho. Y la segunda, crear esa fortuna en la Bolsa de Valores. En algo sí se parece la Bolsa a un campo de batalla, las consecuencias. Los resultados de una decisión bursátil pueden conllevar a la pérdida de trabajo de miles de personas, suicidios colectivos o el hundimiento de un país entero. Además, ya no es necesario demostrar la superioridad intelectual o la mayor fuerza. Tan sólo es necesario esparcir un rumor y esperar a que cunda el pánico en las filas enemigas. Da igual que se trate de una mentira, acabará convirtiéndose en realidad.

emperador de wall street
Imagen: Cairopolitan

Al igual que en mis antiguas campañas, mis operaciones eran veloces e imprevistas. Veía el objetivo y ordenaba el ataque a mis soldados-funcionarios. Pronto me gané una fama universal y, cuando alcancé los mil millones, el mote de “El emperador de los negocios”. Qué dulce y querido era ese apodo. Qué tiempos tan bellos me recordaban al lado de mi Josefina.

No obstante, cometí un error garrafal de cálculo que me costó una derrota tan amarga como la que sufrí en Bélgica tiempo atrás. Invertí grandes cantidades en bonos de las hipotecas o, como todo el mundo las conoce, acciones subprime. Nunca pude probarlo, pero sé que fue un plan urdido por mis enemigos los ingleses y sus primos; los americanos ingratos. No les importó destruir Grecia y otros países con tal de destruirme. Perpetraron una tormenta perfecta de los mercados que llevaron bancos y aseguradoras a la quiebra. Ése fue mi Waterloo moderno. Y ahora me encuentro atado en esta lóbrega habitación, esperando ser rescatado.

—Ten mucho cuidado con ese paciente –le dijo el celador a su relevo novato–. Es un ex-millonario que perdió toda su fortuna en la última crisis y se cree la reencarnación de Napoleón


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