violencia

Culiacán, Sinaloa… ¿y ahora qué?

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Estaba escribiendo un largo artículo analizando las propuestas de regulación para el nuevo etiquetado en alimentos procesados, cuando de pronto me quedé sin ideas. La relevancia del tema se desvaneció cuando empecé a recibir información, videos y comentarios sobre los sucesos del pasado jueves en Sinaloa. Me quedé expectante, esperando saber qué explicaba los hechos, y más aún, qué pasaría con los presuntos capos detenidos.

Las escenas de camiones incendiados, de armas letales manejadas por civiles, de extrañas escenas de convivencia entre soldados y civiles armados, me puso en alerta. A pesar de que nuestra capacidad de asombro en temas de violencia ha sido neutralizada progresivamente por la constante exposición a situaciones de extrema violencia, éstas, rebasaban los límites.

Nadie culpa al actual gobierno de la situación imperante. Todos sabemos que es una herencia de décadas enteras de corrupción, negligencia y complicidad de gobiernos de todos los niveles con el crimen organizado, y que cualquier solución requiere tiempo, estrategia, inteligencia, recursos y determinación. Lo que asusta son las decisiones atropelladas, ingenuas o inexistentes que parecen propiciar la agonía definitiva del estado de derecho en nuestro país.

Liberar a un criminal horas después de ser detenido ante las amenazas de ataques a la población civil, evidenciando al mismo tiempo las enormes carencias de organización, estrategia y armamento de nuestros soldados, es absolutamente perturbador. Y al correr de las horas, escuchar las explicaciones de parte de las autoridades alegando la falacia de evitar el “mal mayor”, quita el aliento.

¿Puede haber mal mayor que rendirse ante la delincuencia? El monopolio de la violencia, postulado del Estado como orden coactivo de la conducta, nos fue arrebatado, ¿cuándo?, seguramente desde hace mucho tiempo, pero el jueves pasado se hizo burdamente manifiesto. A esto ya lo podemos denominar como insurrección. Ésta es, posiblemente, la jornada de mayor violencia en nuestro país desde la Revolución, o que sólo compite con la matanza de Tlatelolco.

He revisado todas las columnas periodísticas que tuve a mi alcance sobre el tema y parece haber una coincidencia plena en que el operativo fue improvisado e ingenuo. Hay algunas discrepancias sobre lo que se debió o no hacer una vez que la violencia estaba desatada. Son más quienes opinan que bajo ningún escenario se debió soltar a Ovidio Guzmán, aún a costa de vidas de civiles. La escena, transportada a la delincuencia común, es mirar a un gobierno pagar rescates para resolver un secuestro.

Llevamos años, muchos años, diciendo y oyendo que basta ya de omisiones con la delincuencia. ¡NO más! Pero no sólo no hay avances, la situación, mes con mes, se agrava hasta niveles brutales. La búsqueda de soluciones nos convoca a todos, no es suficiente con seguir enjuiciando a los torpes o a los omisos, necesitamos un plan de rescate, un programa de reconstrucción y muchos líderes que los conduzcan.

Ojalá el gobierno federal reconozca que con mercadotecnia o justificaciones no se evitarán más fosas clandestinas; ojalá la sociedad entienda que con “memes” únicamente encubrimos con humor una realidad asfixiante. Como primer paso debemos exigir al gobierno que, contra las viejas costumbres arraigadas, nos hablen con la verdad.

Días de muertos

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La muerte tiene una especial y añeja relación con la cultura nacional que se expresa cotidianamente en su folclor, en los rituales religiosos, en su comicidad y en sus conflictivos intercambios sociales.

El culto a la Parca tiene múltiples connotaciones que funden nuestro pasado precolombino con las tradiciones importadas durante la colonia y se traducen en nuevas expresiones que hoy trascienden las fronteras y son recibidas en otras geografías con extrañeza e incomprensión, aunque innegablemente con gran curiosidad, como algo surrealista o macabro.

A la tradición de los altares, las catrinas de Posadas, las pernoctas familiares en los cementerios, se suman ahora desfiles alegóricos, muestras pictóricas, espectáculos y parques de diversiones con temáticas alusivas a la temporada de los santos difuntos. Los mexicanísimos días de muertos parecen recuperar, paulatinamente, su espacio original que en décadas pasadas fue invadido silenciosamente por el importado Halloween, desplazando a la ancestral calaverita.

De una celebración religiosa popular, de reflexión, remembranza y culto a los que ya han partido, a quienes se ofrenda aquello que más gustaron en vida, se ha transformado en una fiesta periódica donde hacen gala el jocoso ingenio, la escenografía y la diversión.

Pero no todo es altar con cempasúchil, mole, tequila y pachanga en honor de los difuntos. La cultura de la muerte en México tiene, paradójicamente, una expresión terriblemente real, que aterra y sobrecoge, que dista diametral y dolorosamente de la tradición festiva de nuestra raza. La violencia que se desparrama desde hace más de una década en prácticamente todo el territorio nacional (incluido el corazón estratégico del país), nos ubica como uno de los lugares más peligrosos del planeta, en el que se suceden cotidianamente espectáculos macabros que evidencian una crueldad y un barbarismo inusitados y dan cuenta del nivel de vulnerabilidad y riesgo a que está expuesta la sociedad de la decimoquinta economía del mundo.

Según datos del INEGI, en los últimos 10 años (2009-2018) se registraron más de 255,000 homicidios, a los que deben sumarse, tentativamente, los miles de desaparecidos, de los cuales no hay datos certeros, así como la cifra negra que se antoja amplísima. Los datos oficiales son espeluznantes, sólo comparables con situaciones de conflicto bélico, escenarios de guerra en los que el empleo de armas e implementos diseñados para la destrucción del enemigo se estiman naturales, pero que en un país que se asume en paz, resultan dramáticamente preocupantes.

Escenas dantescas, cuerpos mutilados, cadáveres colgados, tumbas clandestinas multitudinarias descubiertas, asesinatos difundidos en redes sociales, forman parte de una cotidianidad a la que parece nos vamos ajustando como costumbre. El asombro y la indignación ante estas circunstancias es cada día menor.

La Santa Muerte se ha incorporado, informalmente claro, al santoral y su culto se extiende y consolida como característico de un segmento social identificado con la violencia y el crimen. Se ha dado personalidad a una condición inherente al ciclo natural de la vida y se ha erigido como una santa patrona protectora que va adquiriendo gran popularidad.

La fijación del mexicano por la muerte parece estar en su ADN, desde el Mictlán fusionado con el cristiano paraíso. En su evolución, el culto es ya no solo ritual, conmemoración o remembranza, la sociedad de hoy vive estrechamente conectada con la muerte, con la real, la cotidiana, la física, resultado de la crítica situación ante el crimen que parece no tener freno, limitación ni humanidad.

La ferocidad con que se expresan los delincuentes con hechos de sangre y fuego, haciendo amplia difusión de su crueldad, a manera de propaganda, raya en actos de terror, que también tienen alcance global en medios.

En fin, gran paradoja: por una parte, nuestras tradiciones, entre festejos y conmemoraciones a los muertos y por la otra una situación cotidiana de muerte, amenazante y caótica, que nos enfrenta, un día sí y otro también, a una realidad macabra.