La semana pasada, en toda España se armó un verdadero revuelo, que alcanzó tintes de distanciamiento diplomático y mereció la intervención de las instancias más altas del gobierno ibérico, por el hecho de que la señal privada de televisión francesa Canal Plus sacó al aire una serie de sketches en los que varios guiñoles con la imagen de los figuras más representativas del deporte español —Íker Casillas, Pau Gasol y Rafael Nadal, entre otros— canturreaban una suerte de himno en el que reconocían que muchos de sus logros se debían a la práctica del dopaje (aspecto que, por cierto, provocó la descalificación del ciclista Alberto Contador, varias veces ganador de las tres grandes vueltas de Francia, Italia y España).
Sorprendió a propios y extraños la virulencia con la que medios y autoridades españolas reaccionaron a la mofa televisiva, convirtiendo este episodio en una especie de jornada patriótica y antigala. Sorprendió, desde luego, no sólo porque en buena medida evidenció el grado de intolerancia hacia el humor de una sociedad que se considera avanzada, sino también por exhibir hasta qué punto situaciones de crisis profunda —como la que actualmente atraviesa España— pueden exacerbar la incapacidad social para asimilar críticas y, peor aún, autocríticas.
Ahora bien, si volteamos hacia nuestro terruño, a este México que se dice dicharachero, alegre y burlón, descubrimos que en realidad ni la sociedad, ni la clase política y ni los medios de comunicación hemos fomentado mecanismos de humor verdaderamente autocrítico y que, tal como el reciente caso español, también nosotros solemos reaccionar con virulencia hacia las expresiones de crítica ácida y la sátira de nuestros defectos.
Hace poco menos de un año, montamos en cólera porque un par de individuos se mofaron —en un programa de la BBC— sobre la supuesta displicencia y holgazanería del mexicano. El episodio no sólo se volvió tópico nacional durante varias semanas, sino que incluso hubo un extrañamiento diplomático por parte de nuestro gobierno y no paró hasta que las autoridades inglesas, y la propia BBC, externaron una disculpa pública al respecto.
Pero, ¿no somos conscientes de cuánta hipocresía encierran estos arranques de indignación? Por principio, deberíamos estar conscientes de cuán racistas, intolerantes y xenófobos resultan los comentarios y chistes que, casi invariablemente, expresamos sobre otras nacionalidades: en plena televisión se elaboran rutinas supuestamente cómicas en que se compara a un africano con un simio (como los deplorables sketches difundidos durante el Mundial de Futbol pasado), bien pintamos a los estadounidenses como estúpidos o a los franceses como pedantes y afeminados… y la lista podría ocupar varias páginas más. No imagino a Hillary Clinton o a Alain Juppé expresando sentidos reclamos por nuestras expresiones irrespetuosas. No cabe duda que son sociedades que han desarrollado mayor capacidad para asimilar la crítica, la sorna y las expresiones más ácidas de humor, aunque linden en la falta de respeto.
Afortunadamente gana cada vez mayor reconocimiento el hecho de que uno de los aspectos fundamentales que distinguen al ser humano en relación con el resto del reino animal, es nuestra capacidad de reír, de reírnos de nosotros mismos y de cuanto nos rodea. Ahora, para definirnos, no basta decir que somos “animales racionales”, sino “animales racionales con capacidad de desarrollar el humor y reír”.
A tal punto el humor es concebido como elemento consustancial del desarrollo humano, que desde Homero hasta Descartes, de las reflexiones de San Agustín a los textos filosóficos de Kant, la capacidad de cuestionar con sorna e ironía la realidad circundante —es decir, de desplegar el humor— es directamente asociada con valores como la humildad, el sentido de crítica y autocrítica, así como con la inteligencia, ya sea de un individuo en particular o de todo el colectivo al que pertenece.
Desde tiempos inmemoriales, se han desarrollado modalidades tan variadas de entender el humor como culturas. Éste constituye el verdadero y más eficaz puente entre el mundo racional, perceptible y real, con nuestra subjetividad, con nuestra capacidad de sabernos parte y, al mismo tiempo, ajenos a ese corsé cuadriculado que la realidad nos impone.
Por todo ello, además de resultar un elemento liberador es, al mismo tiempo, un recurso formidable para abordar los temas que resultan más difíciles de asimilar… es ahí donde el humor se desdobla y, del divertimento, transita a la crítica y, con ello, a la toma de conciencia.
Ahora bien, cada sociedad tendrá mayor o menor capacidad de aproximarse al humor, de explorar sus límites y —claro está— intentar agotarlos, en la medida en que haya superado su complejo de inferioridad. Es decir, un individuo o una comunidad que se muestran extremadamente sensibles ante la burla propia o ajena, por lo general, adolece de un profundo sentido de debilidad y sometimiento. Por el contrario, en la medida en que una sociedad es madura y fuerte, no sólo acepta el humor —incluso aquel ácido e hiriente, como en ocasiones puede llegar a serlo el inglés, por mencionar un ejemplo, sino que incluso lo fomenta.
¿Qué clase de sociedad somos?… ¿qué clase de sociedad queremos ser? Sólo si desarrollamos la verdadera capacidad para reírnos de nosotros mismos, para asimilar la ironía ajena y servirnos de ésta para reflexionar, podremos pensar que —en verdad— estamos creciendo. Nos hace falta mucho más humor, para comenzar a tomarnos
en serio.