Para el filósofo francés de origen italiano, el hombre es muy distinto de lo que Jean-Jacques Rousseau sostuviera a finales del siglo XVIII. En la actualidad – y su teoría sin duda contradice la del filósofo suizo porque sus efectos son perfectamente susceptibles de retrotraerse a cualquier época en que el ser humano se haya organizado socialmente – el hombre no existe sino por el reconocimiento que obtiene de las tribus a las que pertenece, de forma permanente o (más común en nuestros tiempos) de manera coyuntural y temporal.
El factor de cohesión en los tiempos del homo estheticus –como él llama al ser humano de la contemporaneidad – es, parece ser, el narcisismo colectivo. Michel Maffesoli nos resulta temerario al afirmar que existe un error histórico en la comprensión del narcisismo como el amor por uno mismo: en una sociedad en la que el ser humano solo existe cuando es reconocido en el prójimo o por el prójimo, el narcisismo se vuelve forzosamente grupal.
Sir Kenneth Robinson, el gran teórico contemporáneo de la revolución educativa, el iconoclasta del sistema pedagógico tradicional de Occidente, de alguna forma está de acuerdo con Maffesoli en lo que hace a la importancia de la pertenencia. Para el académico inglés, el hombre solamente podrá estar en su “elemento” cuando encuentre a la tribu con la que se identifique, y se desarrolle entonces en el grupo en el que podrá trascender en toda su magnitud..
Y es precisamente gracias a las identificaciones sociales, a las simpatías y empatías que experimenta el homo estheticus con otros de su especie, que surge la trascendencia de la obra de arte. No existe el arte por el arte para efectos de un grupo: el arte significa algo en la medida en que es reconocido – así como el individuo obtiene de igual forma su significación – por un grupo determinado. Pero esa significación es para ese grupo en lo concreto, y en ese momento determinado. De esta manera, una obra de arte puede ser relevante para una tribu hoy, pero carecer de valor para el mismo el día de mañana… o para otro grupo en ese mismo instante.
El valor del arte para Maffesoli, por último, corresponde innegablemente a este narcisismo colectivo. Para Chéjov el arte era, simplemente, aquello que le gustaba. Para Maffesoli este gusto por algo tiene que venir acompañado del consenso grupal, y en la patología que sufrimos los seres humanos de esta incurable enfermedad del borreguismo, no podemos más que conceder que Maffesoli tenga algo de razón.