Me saqué a la playa

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Amigos queridos:

Tal como les decía en la columna anterior, viajé a Mazunte. Más allá de lo hermoso del lugar, la experiencia que viví conmigo cimbró mi alma.

 

Trato de aprovechar los feriados cortos en escapadas con mi tío a Zihuatanejo, usualmente pasamos todo el día en la playa. El hombre domina el movimiento con una destreza espectacular y hasta el peor día de la semana santa encuentra un espacio razonable para explayarnos con lo que parece una mudanza. La verdad me divierto mucho pese a los tumultos que llegamos a encontrar (de los cuales no dejo de quejarme), hasta que logro mimetizarme con ellos para ser un Burrón* más.

 

De algún modo este anhelo común por mar, sol y arena, favorece la adaptación de la psique individual para aceptar: la clara reducción del espacio vital, ruido, gente, niños, perros, ambulantes, en fin, casi todo con la finalidad de pasar un rato amable. Tan amable que tiendes a la búsqueda impetuosa de la repetición del mismo, festivo tras festivo.

 

Se imaginarán cuál sería mi sorpresa al llegar a un hotel ocupado por mí y una amable pareja, los Rodríguez. Más aún al bajar a una playa prácticamente desierta. El primer pensamiento fue “al fin se me hizo.” Tras instalarme en una enramada fui a caminar por la playa. Una de las experiencias más sensuales que he vivido. El sol acariciando suavemente la piel, la arena como una alfombra mullida bajo los pies, el mar besando mis piernas con espuma juguetona, el oleaje dando una sinfonía, el olor de la sal que lo inunda todo, mis sentidos estaban de fiesta ante tal recepción.

 

Por supuesto tras una larga caminata quise refrescarme en lo que podríamos denominar el final de aquélla playa, en dónde sí, no había un alma. Sentí el abrazo cálido del agua que me envolvía para permitir que me fundiera en ella por un instante perfecto hasta que una ola gigante me sacó de la ensoñación, haciéndome dar una brusca pirueta, perdí el top, una ligera corriente no me permitía salir, con un poco de desespero respiraba agua. Tras lo que me pareció una eternidad, alcancé tierra firme y traía arena hasta en… las orejas. Me recobré más o menos rápido y armándome de valor fui a recuperar la prenda perdida.

Un miedo absurdo me asaltó… no a la muerte, esa la tengo garantizada. Ni siquiera a la muerte ahogada, que imagino poco agradable. No… miedo a que nadie supiera que había muerto. Miedo a un cadáver descompuesto por el que nadie reclama o que nunca se halla. Ya sé, es un sin sentido, seguro estando muerto ese es el menor de los problemas, pero me agobió tanto que hasta eché de menos a mis Burrones.

 

Con mucha más precaución seguí disfrutando del lugar, noté que estaba feliz. En una felicidad perfecta, sin muestras de euforia o afectada por estados de ánimo que tiendo a pensar son más endócrinos que circunstanciales, no una felicidad plena. En primera instancia pensé que era el ambiente, tras reflexionarlo me di cuenta que era yo, este estar conmigo en un contacto íntimo.

 

No sé ustedes pero yo tiendo a narrarme a mí misma, en algunas ocasiones inclusive a ordenarme: “te saco a la playa temprano, prepara la maleta (con un estricto check list mental)  bloqueador, gafas de sol, libro, etc.” Otras tantas me clavo en algún recuerdo o algún pendiente. Aquí estaba sin pensamientos de por medio, ciertamente los había, pero los dejaba pasar, así como a los sonidos o los colores, el todo se fundía en una bruma borrosa que está y se desvanece, sin afectación alguna. Por primera vez deje de concebirme como Claudia, un individuo plantado en el Universo, y empecé a sentirme un universo en mí misma, inmerso en Universos. Y conste que no fumé nada.

 

Tal vez la clave esté en pensar menos y sentir más. He llegado a pensar que esta fabulosa civilización que nos hemos inventado nos convierte en seres inmersos en el afuera y desconectados del adentro. Tendemos a privilegiar al raciocinio que nos diferencía de otras especies, pero hemos menospreciado la emoción y la sensación que también nos son propias. Quizás el juego estribe en buscar el equilibrio, no olvidar que al fin y al cabo sólo somos unos primates súper sofisticados.

 

Les mando un fuerte y apretado abrazo,

 

Claudia.

 

*La Familia Burrón: historieta creada por Don Gabriel Vargas en 1948, para mi gusto un ícono de la familia típica mexicana.

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