Las prendas confeccionadas poseían
la milagrosa virtud de ser invisibles.
“El traje nuevo del emperador”.
Los inviernos en Nueva York teñían la ciudad de blancos y grises, la ciudad luce de colores sombríos y se sienten las bajas temperaturas. Desde lo alto de los rascacielos aparece como una ciudad de juguete. Los puntos negros son gente caminando; los puntos amarillos pertenecen a los famosos taxis. Ellos dan color al blanco y gris del invierno. El aire frío y las calles llenas de nieve transforman el entorno en un lugar distinto, con diferentes habitantes, con vestidos oscuros: abrigos largos, botas, bufandas y guantes, gorros y orejeras que no permiten vislumbrar los cuerpos. Ojos y labios que llevan dentro una historia por contar. El color los uniforma, pero también ese andar como de prisa, casi corriendo, ausentes. La viejita que desciende con pasos indecisos, escalón por escalón, a las entrañas del metro; el veterano de guerra sentado en la acera mirando unas cuantas monedas en el interior de su lata de sopa Campbells; el joven tocando con su trompeta las roncas notas de una melancolía que nadie quiere oír. Todas estas infinitas puertas invitan a salir de la inercia.
Desde esta pequeña ventana en el piso 38 con vista al Río Hudson, se puede describir cada edificio del horizonte. Unos más imponentes que otros. Sus cúpulas, diferentes unas de otras, les dan su identidad. Cada uno ofrece, al que lo sabe reconocer, el espectáculo de lo grande y lo pequeño. Tienes que imaginarte que allí vive gente, que tiene historias en las que uno puede o no reparar. Quién sabe de qué depende. No hay actitudes o juicios, cada uno hace lo que puede.
Los 15 años de Valentina reflejan un rostro ojeroso y demacrado. Usa un abrigo que la hace sentir legal. Era muy apropiado como refugio y resguardo, para pasar desapercibida entre la gente. Hoy, después de tantos años, el abrigo sigue siendo útil a los migrantes en su camino. Calladita, temerosa, Valentina fingía poca inteligencia y ocultaba su cuerpo bajo grandes suéteres, adoptando una postura desgarbada pretendiendo que no le dolía no ser tomada en cuenta. Dueña de una imagen etérea, en el sótano de sus días gustaba de estar alegre, leer y prepararse para ser alguien. Se sentía una impostora viviendo dos vidas paralelas sin pertenecer a ninguna.
Conocí a Valentina en un edificio de Nueva York donde su padre trabajaba haciendo la limpieza. Nació en Estados Unidos, aunque sus padres mexicanos llegaron de “mojados” desde jóvenes. Apoyados por vecinos de Puebla, consiguieron trabajo y un modesto departamento que compartían con otras familias en las afueras de la ciudad.
“Estoy en una disyuntiva”, pensaba Valentina. Nací en este país y sin embargo tengo nostalgia de la tierra de mi familia. Me gustan las hamburguesas y el mole. “No soy de aquí ni soy de allá”. Si tengo que describir esa sensación, es como estar dividida entre mi herencia y el país en que nací. Soy la mayor de cuatro hermanos, cuido a mis padres. Les enseño inglés, los impulso a conocer lugares. Ellos, siempre atemorizados, piensan que se arriesgan, que nos va a pasar algo malo, desconfían de la gente. El peligro acecha desde el momento en que ven nuestros rostros indígenas. Todo lo que yo quiero hacer resulta delicado: tener amigos, estudiar, comer, salir en la noche fuera del barrio, tener éxito en lo que emprenda. Ser diferente a ellos es desleal. Mejor dicho, hablar en otro idioma es desleal. Las costumbres de mis papás son tan lejanas… Si por ellos fuera seríamos incorpóreos, sin facciones. Ser una minoría en un lugar foráneo tiene sus costos. Mis papás no tenían otra opción. ¿Mi generación la tendrá? ¿Podremos un día ser visibles?
“Si vivo como gringa, la familia y los paisanos creen que los traiciono y no me lo perdonan. ¿Para construir se deben romper los cimientos? O acaso, como hicieron los españoles en la Conquista, sepultar los templos primeros para construir encima nuevas catedrales, aunque sigan allí abajo sin ser vistos.”
“Pienso que vivir es una constante migración que emprendes al nacer. Toda la vida está llena de partidas. Las fronteras geográficas son arbitrarias. Desde el momento en que salgo de casa (el lugar cómodo y seguro) para crecer, para iniciar algo desconocido, migro a elecciones diferentes, migro a relaciones diferentes, migro a sueños diferentes. Migrar, migrar, migrar. Es como si caminara sobre arena, diera muchos pasos y volviera involuntariamente atrás. Todavía no llegas, pero ya empezó el viaje y no sabes cuál es el destino. Habrá varias paradas en el camino.”
“Ser invisible al ponerme el abrigo ha sido una salida fantasiosa, puedo creer que, como en el cuento de El abrigo del emperador, no sólo los colores y los dibujos son de una insólita belleza, sino que el abrigo posee la milagrosa virtud de convertirme en invisible”.
“Renunciar al papel de salvadora e invisible es una transgresión a sus peticiones: ideas, saberes, mitos familiares de un grupo que ha luchado por su identidad, su presencia. Tengo miedo de dar el paso. El otro lado es también incierto.”
Luego de varios meses, Valentina consiguió hablar de las ventajas y desventajas de la invisibilidad:
“—Me ampara ante el peligro, como quien se mimetiza. Es que soy como una delincuente, tengo miedo de firmar algo y que me descubran, temor de decir “aquí estoy”, pánico de pertenecer, de que piensen que soy incapaz o poco inteligente. Me siento sola. Pienso que nadie me reconoce, que no se acuerdan de mí porque, como no soy de la familia ni del grupo, no soy vista.”
Varios años después me encontré de nuevo con Valentina. En plena primavera, acordamos vernos en una banca de Central Park al lado del lago: los árboles ya no estaban desnudos. Por los rincones florecían los colores.
La gente de todas partes del mundo caminaba por la misma calle. Carriolas, bicicletas y perros llevaban a sus dueños a pasear. A lo lejos, el sonido de un dúo. Flauta y guitarra tocaban música latinoamericana. El parque declaraba la alegría de que la vida proseguía. Valentina se me acercó. Llevaba tacones que la hacían verse estilizada. La envolvía un impermeable ligero color rosa mexicano realzando su frescura. Sonreí al verla.
—¿Cambiaste tu abrigo?
En los años en que no nos vimos Valentina se atrevió a exponerse a nuevas experiencias y oportunidades. Elaboró historias alternativas.
—¡Me niego a ser invisible toda la vida, migrantes somos todos!
Hoy Valentina es una profesionista. Trabaja haciendo que los ilegales sean conscientes de los poderes y abusos de los abrigos invisibles.
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Preguntas de introspección:
- Como un viajero que recorre el territorio de su vida, ¿qué te impulsa a emprender el viaje?
- ¿Qué equipaje has decidido llevar en tu recorrido?
- ¿Has deseado alguna vez un abrigo que te haga invisible?
- ¿Qué necesitas para hacer de tu viaje un recorrido significativo?
- ¿Entiendes qué es lo que estás soltando?
- ¿Has usado un abrigo como el de Valentina para protegerte? ¿Qué crees que ha hecho poderoso al abrigo para mantenerte fuerte?
- Cuando usas el abrigo, ¿qué momentos eliges para quitártelo y hacerte visible? ¿Qué te invita a dejar de usarlo?
Una triste realidad que nos lleva a reflexionar todos los dias.
Me gusto mucho como expones el problema y llamas a la accion