El aburrimiento de los Dioses

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Acostumbrados los dioses a intervenir en los asuntos de los hombres, el cielo era un lugar entretenido: cuando no había una guerra en el mundo, algún científico luchaba contra su conciencia o un filósofo decidía olvidarse de sus creadores y era necesario darle una lección. Incluso la naturaleza vivía atemorizada por la cólera divina. Pero con las nuevas tecnologías, más lucrativas que lo sobrenatural, los hombres se olvidaron poco a poco del Olimpo. Hablaban de sus habitantes como quien piensa en lémures o en historias fantásticas. Debido a que el proceso se dio muy lentamente, los dioses no hicieron nada para evitarlo. Y así fue como, un monótono día de entretiempo, se encontraron el Dios de lo Inapelable y el Dios del Equilibrio. El ocio los había obligado a buscar nuevas actividades; su mayor distracción consistía en intercambiar caracoles que los remolinos subían del mar. Rara vez miraban hacia la tierra donde ahora los humanos les habían perdido el respeto al grado de caracterizarlos con ridículos atuendos en películas infantiles. Pero el día en que se encontraron los dos amigos, una idea había tomado forma en la mente del Dios de lo Inapelable.

—Hagamos un experimento ‒sugirió‒. Escojamos a un hombre común y corriente y veamos cómo reacciona si le apagamos, una a una, las luces del entendimiento. Quizás cuando se sienta despojado, se acerque a nosotros.

Al Dios del Equilibrio no le gustaba jugar con los seres humanos, pero conociendo la testarudez de su compañero, prefirió no discutir. Además, él también se aburría. Después de observar la tierra un momento, eligieron a un hombre que leía en una casa rodeada de árboles. Antes de empezar el juego, el Dios del Equilibrio insistió en averiguar acerca de su vida. Descubrió que era un escritor de cuentos para niños que vivía con su mujer y dos perros. Lo tranquilizó saber que sus cincuenta y tantos años de vida habían sido felices.

Aburrimiento de los dioses
“Estudio de rostro de dos hombres viejos” de Philippe de Champaigne, 1626 (Fuente: FineArt America).

I

En la biblioteca, Felipe dejó a un lado su libro y se dedicó a mirar a través de la ventana a los colibríes que extraían miel de un artefacto diseñado para ellos. El jardín se recuperaba de los meses de sequía, las flores del aguacate eran una promesa de abundancia. Del corredor le llegaba la voz de su mujer regañando al cachorro, el otro perro era más listo. Si Felipe y su mujer hubieran tenido hijos, serían unos niños perfectamente educados por ella. Él agradecía haberse casado con una mujer llena de vitalidad a quien además debía la publicación de sus cuentos.

El cachorro interrumpió sus reflexiones entrando estrepitosamente a la biblioteca. Felipe le permitió esconderse detrás del sofá y puso cara de inocencia cuando su mujer fue a buscarlo. Encendió su pipa con un suspiro de placer, pero después de unas cuantas fumaradas, la dejó sobre el escritorio. Últimamente, tanto el tabaco como la comida habían perdido el sabor. Seguramente le iba a dar gripa.

Unas semanas más tarde, Felipe llevó a vacunar al cachorro y mientras el veterinario lo revisaba, fue a la farmacia a preguntar si tenían un jarabe para recuperar el olfato. El encargado le recomendó ir al doctor.

De nuevo a su casa, Felipe comió sin ganas la comida que le habían dejado lista y el resto de la tarde se dedicó a terminar un cuento sobre un niño que las malas artes de un hechicero habían convertido en luciérnaga. Le gustaba escribir junto a la ventana abierta hacia el jardín. Tantos años de vivir en la misma casa, de llevar a cabo las mismas acciones y percibir los mismos colores lo habían convertido en un ser rutinario. Sin embargo, conservaba la capacidad de disfrutar de los detalles diarios. Ahora, mientras el niño-luciérnaga descubría cómo mantener encendida su pequeña luz amarilla, Felipe extrañaba el perfume del naranjo.

Su mujer regresó poco después de que la luciérnaga decidiera que no quería volver a ser niño. Sólo entonces Felipe se acordó del cachorro en el veterinario.

A partir de ese día, tuvo una serie de olvidos que él y su mujer tomaron por distracciones, hasta que empezó a confundir el nombre de sus amigos. Fue un proceso largo, de consultas a infinidad de especialistas, todos ellos con distintas explicaciones, pero el mismo pronóstico de un futuro aterrador. Finalmente, tuvieron que aceptarlo: Felipe perdería, una a una, sus facultades.

Pánico. ¿Quién cuidará de mí? Ella se quedará a mi lado por caridad, esperando todos los días que amanezca muerto o que tenga un accidente. Amaneceré mojado y me dirán que no me preocupe, como a los niños. Mi mundo se hará cada día más pequeño, se irá una luz, después otra, hasta quedarme en una oscuridad surcada por relámpagos, sin ninguna posibilidad de encontrar la salida. No tendré nada qué decir. Me perderé en mi propia casa. Y me sentiré más solo que un condenado a muerte. ¿Hasta cuándo reconoceré mi cara?

Alzheimer.
Recreación de un fotograma de la película “Amour”, de Michael Haneke (Fuente: El Español).

—Yo te diré quién está en el espejo.

—Prefiero morir. Pero no aún. No cuando todavía puedo ver los naranjos. O mejor sí, mejor ahora que puedo decidir. Después será demasiado tarde y pasarás años junto a un desconocido.

—Iremos al jardín y tus ojos recordarán la forma de los árboles, aunque tú no lo sepas.

—Mis ojos verán figuras que no entenderán y tú serás una de tantas, aunque me lleves de la mano.

—Una parte de ti siempre me querrá.

—Me despierto pensando que estoy bien y luego recuerdo lo único que quisiera olvidar. Todavía sé lo que significa la palabra demencia. Me levanto de la cama con cuidado porque no quiero ver el reflejo de mis ojos en los tuyos. Me acerco a la ventana y a cada paso pienso en la maravilla de ir donde yo quiera, de que mis pies me obedezcan. Tomo el vaso y estoy consciente del agua. Tragué. Los músculos de la garganta siguieron mis instrucciones. Sin darme cuenta, estoy en el baño. Exprimo la pasta de dientes y me asombran los movimientos coordinados de cada dedo. Hace apenas unos días, mis movimientos eran automáticos, ahora no parpadeo sin agradecer a mis ojos que obedezcan. Pienso: hoy tengo yo el control sobre mí mismo, quizá mañana lo tenga ella. ¿Lo ves? La parte de mi cerebro que dices que te seguirá queriendo vivirá aterrada de tus acciones. Y te odiará.

El camino fue un desbarrancadero entre piedras afiladas. Dolían las ausencias. Primero el olfato. Después era difícil recordar acontecimientos, nombres, caras. Después la dificultad de saber para qué sirven las cosas. Un paraguas era un objeto extraño que probablemente tendría un uso. Pero, ¿cuál? Las calles se volvieron laberintos y su casa, una cárcel. El cachorro dejó de ensuciar las alfombras y el perro grande se hizo viejo viendo a su amo cambiar de mirada. Una época de bendito autismo para volver a empezar. Porque no era una decadencia lineal, sino un ir y venir impredecible. A veces sostenía conversaciones lúcidas con su mujer y ella luchaba entre la alegría de recobrarlo y la angustia de esperar el momento en que desapareciera detrás del desconocido. Quédate un poco más… Finalmente, contrató a una enfermera y ella se dedicó a obras altruistas para alejarse de su casa. Regresaba al anochecer, le daba un beso al cuerpo del hombre con quien había compartido su vida ‒era importante esquivar su mirada‒ y se refugiaba en la televisión. Cuando se escurría algún recuerdo especialmente penoso, se consolaba pensando que, gracias a Dios, su marido no sufría dolores físicos. Luego las imágenes de la televisión la liberaban. Felipe no podía liberarse de sí mismo.

A la puerta de la eternidad
“A la puerta de la eternidad”, de Vincent Van Gogh, 1890 (Fuente: Cultura Colectiva).

II

Concentrado en el desarrollo del experimento, hacía mucho que el Dios de lo Inapelable no se ocupaba de los caracoles. Para que su colección fuera perfecta sólo faltaba uno, de un gris azulado por fuera, rosa intenso por dentro, de textura suave, sin ninguna rugosidad. Llevaba al mar consigo, un sonido fuerte y tranquilizador a la vez. Cambiaría todos los demás por ese único. El problema era que la codiciada concha le pertenecía al Dios del Equilibrio. Buscaba entre sus mejores objetos algo con qué comprar el caracol, cuando apareció el dueño. Tenía una expresión acongojada y se aclaró la garganta antes de hablar. Conocía bien al Dios de lo Inapelable. Aunque no tan bien como suponía.

—Creo que deberíamos dar por terminado el juego ‒dijo‒.

—¿Te refieres al experimento? Apenas empieza.

—Es suficiente. Toda la felicidad de su vida anterior se esfuma al lado del sufrimiento actual.

—Yo puse en juego la idea y la daré por terminada cuando lo crea conveniente.

—Déjale, al menos, una luz encendida.

El Dios de lo Inapelable se asomó a ver al hombre que habían escogido. Era de madrugada en la tierra y Felipe dormía junto a su mujer. La deidad lo observó un momento antes de pedir el caracol perfecto a cambio del ruego del otro dios.

Y así fue como apagó pacientemente, una por una, cada luz en la mente de Felipe hasta dejar encendida una sola, una pequeña rendija a través de la cual se alcanzaba a ver el Olimpo en donde los dioses, aburridos de su poder, se acercaban al mundo de los hombres.

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Este cuento, con otro final, forma parte de los libros “A machetazos”, ganador del VI Premio Internacional Vivendia de Relato y publicado por Ediciones Irreverentes en España, y de “El huésped silencioso… y otras historias” publicado en México por Ediciones Felou.
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Raúl

Una historia ficticia de cuento. Y es la triste realidad del hombre y a veces no importa, que este sea rico, poderoso o famoso.
Y esto sucede por igual. ¡ OKEY NO EN TODOS LOS CASOS !
¡ PORQUE LA VIDA ES INJUSTA Y TIENE SUS PRIVELEGIADOS !
Cuando la juventud acaba y es mas triste y mas calamitoso, para aquellos qué aun en su juventud tuvieron la dicha de ser personas activas que su vida giro siempre en actividades deportivas.
Y hoy les aqueja la artrosis degenerativa que les impide caminar o algunas otras enfermedades, que aparecen sin motivo.
La litiasis renal, la hipertensión, la diabetes, la disfunción, el astigmatismo, la gota, fiebre reumatoide.
Y hasta para bajar de la banqueta te cuesta bajar, porque tus rodillas duelen.
Cuando jamás fumaste o ingeriste alcohol.
Magnifica historia la triste realidad, de cuando llega la vejez y hasta parece cruel porque, parece pasarte la factura de enfermedades y achaques de vicios que jamás tuviste.
Y lo más doloroso es necesitar de otros y cruel momento y decepción, ésas personas que dicen amarte. También se llegan a cansar. de ti.
P.d. ¡ NO SEAN CABRONES, HASTA EL MAS MACHITO , SE ARRUGA. YA ME PUSO TRISTE., HASTA PARECE MI HISTORIA.

Susana Corcuera

Hola, Raúl:
Muchas gracias por haber dejado un comentario. Ojalá el cuento no te hubiera entristecido, pero es lo que pasa con la literatura, de pronto te identificas con un tema o con un personaje. Te cuento rápidamente que escribí el cuento cuando mi papá pasaba por el peor momento del alzheimer. Lo interesante es que después su enfermedad cambió y el final fue bueno, por difícil que sea creerlo. Y me dio esperanza de que la vida siempre puede dar un giro hacia algo mejor. Te mando un saludo.

Alejandro Romero

Excelente cuento, solo 2 observaciones: La primera, al referirte a los 2 “dioses” su escritura debe ser con “d” minúscula porque no se refiere al Dios universal; y la segunda es cuando inicia la entrada en escena del personaje del escritor dice que “leía” en una casa rodeada de… Creo que debe decir “vivía”. Gracias por compartir tu creación con la humanidad.

Susana Corcuera

Gracias a ti tus comentarios, muy acertados. Alejandro.

Susana Corcuera

Fe de erratas:
Quise decir: “Gracias a ti, Alejandro, por tus acertados comentarios.”
Susana.

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