Hace muchísimo tiempo en una tierra ya olvidada vivieron dos hombres que eran íntimos amigos. Uno se llamaba Poseidón, y era inmensamente rico; el otro sólo poseía sueños y su nombre era Prometeo.
Poseidón era dueño del oro y tenía en su poder todos los medios, pero era ciego para los fines. Prometeo, cavilando siempre, siempre soñando, creía ver lo que nadie ve, pero no veía lo que podían ver todos.
Sus respectivas cegueras fueron de naturaleza opuesta. Poseidón caminaba por la sombra y percibía muy bien la tierra que pisaba, pero jamás supo que sobre su cabeza brillaban las estrellas. Prometeo, como los antiguos filósofos, avanzaba extasiado contemplando los astros y no reparaba en los hoyos abiertos bajo sus plantas; cayó muchas veces en los baches del camino, esto es, antes de que fuera amigo de Poseidón. Infinidad de veces oyó la burla a su paso: “¿Cómo quieres saber de los astros si ignoras lo que tienes en el suelo, ante tus mismos pies?”.
Prometeo no veía la tierra que pisaba, pero en el brillo de los mundos celestes distinguía cuándo las estrellas le sonreían y cuándo lloraban con él. Poseidón no las vio nunca, jamás las buscó ni le importaron, mas su paso fue siempre seguro sobre el polvo y no hubo hoyo que no lograra evitar, ni zanja que no consiguiera salvar.
Prometeo era rico en arte y en ciencia; encarnaba todo lo bueno y lo bello que existe en el mundo. Su riqueza era espiritual y fluía en un río sin fin que lo hacía uno con todo y con todos. Con frecuencia se detenía en el camino y, cavilando siempre, se perdía en el mundo maravilloso de su interioridad -el lugar donde se gestaban sus sueños- para ser renovado: fijaba de nuevo el rumbo y proseguía en su andar sin límites y sin medidas.
Poseidón no soñaba nunca y no conocía el deleite de la espiritualidad, pero estaba siempre atento a las necesidades materiales de Prometeo: su mente fija en salvar los obstáculos del camino para llegar a la meta fijada por su amigo, cuidando a la vez celosamente de la imagen ‒importante en la realidad social de esos tiempos‒ porque temía el rechazo de los demás, y le aterraba hacer el ridículo.
Mientras el uno soñaba, el otro todo lo planeaba, todo lo organizaba. Prometeo, en cambio, iba por la vida sin advertir las humillaciones de quienes no le comprendían; no conoció la inseguridad, y sus ojos jamás perdieron el brillo de la sabiduría y de la bondad. Embriagado por el elixir de la libertad interior, caminaba tarareando melodías que le arrancaba al cielo y que después fácilmente olvidaba. Sin embargo, Poseidón era precavido: anotaba con suma fidelidad con tinta china cada nota que salía de los labios de Prometeo: éste cantaba para el amigo el ritmo que existe en todo el universo, pero jamás pudo regalarle el oído que capta la melodía, ni la voz que la repite.
Poseidón, versado en la ciencia de los números, hablaba del mundo de los pesos y de las medidas, pero no logró acercar a él a Prometeo. Dicen que la visión de un hombre no presta sus alas a otro hombre. Cada persona tiene su propia comprensión y su propia interpretación de las cosas de la Tierra.
Poseidón respetaba a Prometeo y era correspondido. En su amistad compartían aún sin palabras los deseos, ideas y esperanzas en alegría silenciosa. Dejaban volar libremente sus pensamientos y, por la intuición que generaba esa amistad, lograron una profunda comprensión de sus respectivos anhelos. Entre música y sueños, planeación y organización, le arrancaron los secretos a la vida, los compartieron y llegaron muy lejos. Uno sabía por qué y hacia dónde caminar, y el otro conocía el cómo, y el con qué. Así nació el primer equipo de trabajo.
La historia de dos hombres cuya amistad naciera de la diversidad y del respeto ilustra la forma en que lograron grandes descubrimientos y enormes satisfacciones en su peregrinar por el mundo: un valioso legado para las sociedades excesivamente conflictivas de nuestros días.
Nos hemos enamorado de los conceptos de pluralidad, globalización, tecnocracia, pero urge trabajar en equipo: compartiendo nuestros respectivos dones en un marco de respeto, justicia y armonía. Unos podemos proponer y soñar con un México próspero, justo, generoso, y otros pueden aportar sus talentos, recursos y compromiso personal para lograrlo.