Santa Úrsula es un caserío que se formó al pie de la presa del mismo nombre. Gracias a ella, las tierras son fértiles y por las tardes el clima fresco. Antes llovía de junio a septiembre. Ahora ya no sabe.
En la época del tiempo predecible, llovió como si el cielo estuviera de luto. Al principio la gente se dijo:
—Ha de ser culebra, no dilata en irse. Pero no era culebra. Era una lluvia sin viento ni truenos. Constante. Pasaron días y noches sin que las nubes se alejaran. La tierra de las laderas se deslavó, cubriendo zonas enteras, y el sonido del agua se volvió desesperante. Cuando la gente empezaba a creer que nada peor podía pasar, se oyó el crujido.
No hubo tiempo ni de correr. Dicen que lo peor fue el ruido porque no dejaba pensar. Primero, un murmullo de cascada lejana, luego el estrépito de una manada enloquecida. Y así, como caballos cegados por el celo, entró el agua, llevándose a su paso los linderos. No respetó a los santos que en ese entonces había en la iglesia. Mucho menos a los viejos. Se ahogaron las vacas, los niños se pusieron amarillos por el susto, las mujeres parieron a destiempo y la tierra cambió para siempre de color. Agua hedionda de lodo, lodo lleno de piedras. Después, la pura desolación.
El pueblo fue reconstruido por obreros desganados que habían perdido todo y no tenían ganas de volver a empezar. Cada casa, cada lienzo de piedra, se hizo llorando. No es raro que todavía se oigan gemir los callejones. Como las lágrimas no dejan ver de frente, el pueblo quedó torcido.
Entre los escombros, el padre puso a la gente a rezar. Pero los hombres tenían otros planes. Y mientras las mujeres rezaban, ellos fueron al bordo la presa que iban a alzar de nuevo. El que caminaba al frente llevaba un bulto sin forma.
Regresaron de noche, cabizbajos. No quisieron comer. Sentían ahogarse. Se frotaban las manos contra los pantalones. Algunos lloraban con sollozos roncos que se quedaban en la garganta. Otros se estremecían en silencio. Ninguno miraba a los ojos.
Con el paso del tiempo, la vida en Santa Úrsula se normalizó, aunque los ahogados reacios a irse al otro mundo siguen atormentando los sueños de los vivos.
En el bordo hay una cruz de piedra. Se han inundado otros pueblos y revenado otras presas. Han caído culebras, trombas, las peores tormentas… pero los hombres de Santa Úrsula duermen tranquilos porque saben que, si hay peligro, el llanto del niño enterrado bajo la cruz de piedra les avisa que abran la compuerta.
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Este cuento forma parte de “A machetazos”, publicado en España por Ediciones Irreverentes y de “El huésped silencioso… y otras historias”, publicado en México por Ediciones Felou.
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Bonitas historias de la señora Susana Corcuera