La vida íntima de los barcos

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Los barcos tienen una vida íntima, lo mismo que los trenes o los aviones. Los autos no alcanzan a tenerla porque se reproducen en serie y por millares. Un barco en cambio tiene a menudo un hacedor y un propósito, requiere destino y destinatarios. Hay hombres que nacieron para surcar las aguas y hombres de tierra adentro; hombres que vuelan, como el Mr. Vértigo de Paul Auster y hombres que albergan a diario una íntima incertidumbre hacia los trenes, como el Guardagujas de Arreola.

Yo soy un hombre de tierra adentro, y por eso respeto a quienes se hacen a la mar sin tener claro si llegarán a buen puerto o los encontrará en altamar la marejada. Me gusta esta idea de Sergio Pitol en El arte de la fuga: de una sola cosa tendrá certeza el viajero, del momento de la partida. Pitol parece comprenderlo bien, porque fue un viajero perpetuo, una suerte de judío errante por el mundo.

Hacia 1965, Pitol traducirá uno de los libros claves en la narrativa del siglo XX, al que se le ha hecho muy poca justicia: Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski. El libro, que consta de solo dos párrafos, el primero ­–extenuante sin puntos ni puntos y comas– de más de cuarenta mil palabras, y el segundo de solo cinco, cuenta la Cruzada de los Niños –sobre la que también escribió Marcel Schwob–, y es, por decirlo de manera escueta, un canto de esperanza en la humanidad, que glosa el sufrimiento, el candor, el deseo, la fe en dios, los asideros de los migrantes que nada saben del lugar hacia el cual se dirigen. Un grupo de niños peregrinos caminan hacia Jerusalén, sin mayor certeza que el momento de la partida.

Barco de exiliados.
Fotografía: La Opinión Austral.

Todas las migraciones duelen, aunque no le duelan a todos los hombres en todo lugar y en todo tiempo. Menuda paradoja es celebrar los ochenta años del desembarco del Sinaia –buque emblemático del exilio español– justo por estos días en que Trump endurece su demanda hacia México para contener la migración centroamericana. Los niños migran como quizá nadie más puede hacerlo, porque haciendo mías las palabras que le dijo Roberto Bolaño a Mónica Maristáin en la ya mítica entrevista para Playboy, “creo en los valientes que luchan como niños y en los niños que follan como valientes”.

Vale la pena detenerse en la historia de otro barco, y de otros niños que partieron de España rumbo a México el 27 de mayo de 1937, exiliados bajo el único crimen de ser hijos de republicanos que enfrentaban al golpista Franco. Los niños que zarparon en Burdeos, desembarcarían en Veracruz con la sombra protectora y hospitalaria del general Lázaro Cárdenas. Venían a bordo del mismo barco que tres años atrás había repatriado a Carmelita Romero Rubio: El Mexique. Luego viajarían en tren hasta Morelia.

El gobierno de Lázaro Cárdenas los acogió, educó y alimentó hasta 1948. Muchos no volvieron nunca ni supieron más de sus padres, cuyo contacto fue imposible con el triunfo franquista y el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Algunos se perdieron en la clandestinidad del paisaje mexicano. No hay un registro puntual de todos los que fueron y en dónde están o estuvieron. Muchos de ellos han muerto ya, otros quizá son hoy ancianos que guardan en la memoria recuerdos distantes de sus padres, de sus hogares, de los territorios que alguna vez fueron suyos en sus juegos y que hoy, quizá, ya no alcancen a serlo siquiera en sus más horrísonas pesadillas.

Lázaro Cárdenas conocía en carne propia el dolor de la guerra. Había perdido casi todas sus batallas. No se distinguió por su genio militar sino por su alma grande. Y es probable que por esa alma grande de padre, de Tata –como aún le llaman los indios viejos en muchos pueblos de México–, acogiera a quienes padecían los dolores de la guerra. Y es probable también, que Cárdenas comprendiera que ser republicano o liberal, o burgués o descastado, en este caso daba igual, si se era doliente, doloroso.

Tata
El presidente en turno, Lázaro Cárdenas, junto con los niños que viajaban en El Mexique (Fotografía: Notimérica).

A principios de 2018, buscando libros para mis hijas encontré uno que se llamaba Mexique. El nombre del barco. Con ilustraciones crudas y enternecedoras de Ana Penyas. María José Ferrada se pregunta: “¿Guardará el mar el nombre de todos los barcos?”. ¿Tiene sentido que los niños lean historias tristes? Monterroso habría dicho que sí porque todo buen cuento es un cuento triste, como la vida misma. Me dije que una vez más había llegado tarde a una frase que me habría gustado escribir, y como ya estaba escrita, no me quedó más que consignarla: “¿Guardará el mar el nombre de todos los barcos?”

¿Cuántas historias contaría el Mexique si pudiera? O el Sinaia, que cumple por estos días 80 años de su llegada a costas mexicanas con niños exiliados. Apenas 12 años después de haber sido construido, el 19 de junio de 1940, el Mexique se hundió en el puerto de Le Verdon, en el estuario del Gironde, al explotar una mina magnética.

En los años de la guerra, todo fue efímero, todo pasó, como pasan los siglos, muy fugazmente. Otros barcos acabaron hundidos en arrecifes, o torpedeados en alta mar, llevándose consigo la memoria de mucha gente. Me gusta pensar que hay un sitio especial que guarda la memoria íntima de los niños que migran y que por alguna razón no alcanzan a llegar a destino, que caminan toda la noche sin perder la esperanza, aunque de la humanidad, ya no haya mucho que esperar en esta triste noche de los tiempos.

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