Sergio tenía tos, por eso lo hospitalizaron. “¿Qué tiene de raro un niño de 11 años que tose?”, dirán ustedes, “seguramente tendría pulmonía”. Pues no; era un simple carraspeo en la garganta, una especie de gruñido callado por instantes. Como en la música, los silencios marcan y deseamos que llegue la siguiente nota. Así una tos constante, aunque moderada, no como cuando parece que los pulmones van a salir expulsados. El esfuerzo continuo ulceró la laringe. Su voz ya estaba enronquecida. Bueno, nos habríamos dado cuenta si hablara, pero casi no lo hacía. Cada vez que se disponía a platicar, la tos acudía para liberarlo. ¿De qué? De la necesidad de decir algo inteligente: seguramente sería corregido por su padre.
Sergio provenía de una familia de famosos deportistas. Gozaban una posición social privilegiada en muchos aspectos: dinero, fama y abolengo. Su hermano Julio de 18, Luis de 16 y Carlos de 14 años, conquistaban las montañas de nieve esquiando, además de pertenecer al equipo nacional de jockey. El menor de los hermanos, Sergio, creció aplaudiendo a sus hermanos en distintos países, ciudades y competencias. A menudo ostentaban brillantes trofeos y portaban, junto con galardones y maletas, el orgullo y la vanidad propios del triunfador. Los trofeos eran de tres colores –oro, plata y bronce– y tres eran los hermanos que los ganaban. Estos reconocimientos a su excelencia, se acumulaban en las repisas del estudio, se atropellaban unos a otros disputándose el lugar de honor en ese espacio limitado. Tan limitado era el altar de los honores que no quedaba terreno para Sergio. Desde chico jugó un papel distinto en la celebración: también él se llegó a sentir como un trofeo cuando sus hermanos lo cargaban en hombros y gritaban juntos “ganamos, ganamos”.
Apenas tenía cuatro años cuando sus padres lo inscribieron en clases de jockey, seguros de que también sería un campeón. Las irrevocables expectativas, vestidas de gala, acudían exigiéndole que marchara al son del himno familiar.
A su tierna edad, la presión empezó a atenazarlo cuando no fue seleccionado para el preequipo: ¿cómo? ¿Había un Hernández que no destacaba en los deportes? Los rumores del fracaso se esparcieron en la familia y en la escuela, seguidos de consejos que iban adoptando aspecto de sermones: “práctica y concéntrate”, “deja de ver tanto a los amigos”, “tal vez si entrenaras horas extra…”. Para todos era una verdad indiscutible que en sus genes llevaba decretado el éxito. Si no había destacado seguro era por perezoso, indisciplinado, malagradecido, desmotivado y consentido. Sobre su espalda cargaba cada una de esas frases, como inscritas en losas, que socavaban su identidad. El padre, vuelto un energúmeno, no conseguía entender su mal desempeño en el deporte. Ni las calificaciones cada vez más deficientes: Sergio era llorón y, para colmo, en los entrenamientos empezó a orinar sus pantalones.
Unos meses antes de llegar al hospital, Sergio tuvo una gripe fuerte. La fiebre le impidió asistir a clases. Su madre se preocupó: “Si dejas de hacer ejercicio, tu cuerpo se acostumbra; es como volver a empezar”. La gripe desapareció pero la tos se quedó, impidiendo que regresara a sus entrenamientos. Una tos necia, rebelde, desesperante para quien la oyera, empezó a formar parte de su vida.
El médico, extrañado, lo hospitalizó. Entre otras consultas, pidieron mi opinión como psicóloga, aunque los padres no entendían cómo podría ayudarlos. Entré a la habitación. La sala de visitas estaba siempre llena de amigos y familiares. Había globos, regalos y chocolates para distraerlo de la tos, pero ésta se imponía, impedía toda conversación. Sergio yacía en la cama, silencioso y abandonado en esa multitud. Cuando nos quedamos él y yo solos, conversamos. Expresó su tristeza por haber decepcionado a su familia, pero no podía evitar toser.
—Debe de ser muy cansado no poder hablar de corrido.
—Sí, la tos me cansa mucho el pecho y la garganta, pero me permite descansar otras partes del cuerpo.
Asombrada, pregunté a qué se refería.
—A las piernas, que no tienen que correr; a mi corazón, que muchas veces late muy rápido, y a mi cabeza, que produce tantos pensamientos.
Lo que él llamaba pensamientos eran las críticas que constantemente recibía de su familia: “eres un tonto”, “deberías jugar mejor”, “eres adoptado”, “si fueras de esta familia, serías un ganador como los demás”.
—¿Y si se quitara la tos? —pregunté.
—Me gustaría, pero no quiero volver a lo de antes.
—¿Qué es lo de antes?
—Pensar que me van a correr de mi casa, del equipo y de la escuela; que se burlen de mí… no quiero más de eso.
No le gustaba estar enfermo, pero al menos así estaba tranquilo. Los pensamientos negativos y su corazón ya no se aceleraban. Como los doctores le prohibieron hacer ejercicio, pasaba tiempo en casa diseñando planos de “edificios inteligentes del futuro”. Sergio sabía que de grande debía ser jugador profesional de jockey, como sus hermanos mayores, pero le encantaría ser ayudante de arquitecto.
En una sesión lo sorprendí con un juego de construcción y le sugerí que trabajáramos en silencio para que su garganta y la tos descansaran. Quizá después de un rato podría aclarar la voz y liberarse de la ronquera.
El juego le pareció divertido, pero lo que más disfrutó fue romper la regla del silencio para decidir cuándo hablar sin toser. Era él quien tomaba la decisión. Construía mientras me contaba lo que estaba haciendo. Él era el protagonista, el arquitecto, y yo presencié la construcción de un gran edificio.
Subió muros escalonados, formó terrazas en los techos de los departamentos de abajo, creó huertos en las paredes, ingenió estacionamientos interiores, albercas, iluminación con focos de Navidad, bodegas y jardines secretos.
Construir, desbaratar y reconstruir, eso hacíamos con la tos como música de fondo. Crecían grandes ciudades y en un instante se demolían. ¡No, no sirven!, “tonto”, se castigaba. Pero poco a poco surgieron ideas e intenciones. Éstas se transformaron en edificaciones que llevó a su casa y coleccionaba en el librero del estudio.
Cuando le propuse poner en pausa la tos, hablamos de ella. No para criticarla, sino para comprenderla. Para entender cómo la tos le ayuda a rebelarse contra el lugar que le han asignado, cómo puede ser un recurso que colabora, lo protege, habla por él, es su aliada, logra que sus papás lo cuiden en vez de regañarlo y de exigirle. Ya no están enojados con él.
—Yo quisiera jugar jockey con la misma facilidad con la que puedo construir, que mis papás sonrían cuando me ven; que no me digan que soy flojo y tonto… Me gustaría jugar, pasarla bien como los demás niños que no van a entrenamientos. Me encantaría ser como cualquiera, no tener la obligación de ser un campeón, ni de ganarle a los demás. Cuando sea grande quisiera dibujar y pintar, construir edificios en un país en el que nadie me conociera.
—¿Cómo sería tu vida si vivieras en otro lado y en tu familia no hubiera campeones de jockey?
—Sería más niño. Niño, ¿sabes? En la calle jugaría a la pelota, a las canicas, a escupir desde el balcón y ver cómo cae sobre la cabeza de alguien, jugar con los cojines a hacer cuevas y dormir adentro. Jockey sólo cuando me dieran ganas. Pasaría tiempo con amigos y tomaría clases de dibujo. Sacaría buenas notas, pero no las mejores. Podría comer helado en las tardes.
—¿Y qué le pasaría a la tos que ya lleva viviendo más de seis meses contigo?
—No me gusta tener siempre tos y estar enfermo. Tampoco ser el payaso, el debilucho, el chillón, el bruto, la vergüenza de la familia.
—Parece que cuando la presión o la tos no están contigo piensas en cosas como ir con tus amigos al cine, pintar, construir. ¿Crees que todo eso también describe a Sergio? ¿Qué dicen los demás de ti?
—Mis amigos creen que soy muy chistoso y que invento buenas travesuras. Mis tíos siempre dicen que soy el más cariñoso de mis hermanos.
—¿Y tu maestra?
—¿Yoli? Diría que no soy buen alumno porque estoy harto, cansado, exprimido, como si me sacaran todo el jugo y quedara seco y estropeado, sin dar sabor a lo demás. Yo quiero estar mejor en la escuela.
Las expectativas, creencias y etiquetas familiares provocan una presión que obliga a asumir identidades ajenas, donde la voz del otro define quién soy yo y lastima el respeto por uno mismo.
—Sergio, veo que la presión ha sido fuerte. Aunque la tos dio una pausa, a ti no te gusta ser el enfermo. Todo el tiempo muestras la intención de ser el constructor de las cosas que son importantes para ti. ¿Quién crees que podría ayudarte a desbaratar las etiquetas que te presionan y no permiten llevar a cabo tus intenciones?
—Quiero que mis papás me den permiso de ser diferente a mis hermanos y se enteren de todas mis intenciones y mis planes. Me gustaría ser respetado, elegir lo que se me antoja sin que me insulten, que pueda ser valorado como soy sin tener que ser como ellos.
Voy a construirles un librero enorme donde quepan los trofeos de mis hermanos y además mis construcciones de edificios inteligentes.
¡Yo puedo ser un súper Hernández!
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Preguntas narrativas:
- ¿Identificas en tu historia algunas expectativas familiares?
- Si tuvieras un aliado para luchar contra las expectativas, ¿cuál sería? ¿Cuál es tu “tos”?
- ¿Has descubierto momentos en los que no te dejas encerrar por las expectativas? En esos momentos, ¿qué haces diferente?
- ¿Qué sueñas para tu vida, más allá de lo que digan las expectativas?
- ¿Has pensado en qué cosas haces tú que le dan sabor a la vida de los demás?
- ¿Has notado algo de ti que te invita a definirte de una manera que te haga sentir más cómodo o exitoso?
- ¿Quién alrededor tuyo ha reconocido tu trabajo y tus logros cuando haces lo que te gusta?