“Esto sólo lo pudo haber pintado un loco”, y sólo lo pudo haber visto y sentido un loco, ése el que está caminado solo en un puente, el que se toma la cara entre las manos y aúlla. La voz reverbera en anaranjados, azules, amarillos, grises, verdes, ondulantes, no se detiene, un aullido largo, doloroso, que nadie escucha. Estaba melancólico, palabra divina que los psiquiatras cambiaron por la bastarda y acomodaticia “depresión”.
Melancólico, es más que triste, más que solo, más que una incontrolable sensación de insatisfacción que carcome la voz y la expulsa, así, en ondulaciones amargas y azules. Munch escribió con lápiz una frase, unas palabras, en la esquina izquierda de su pintura, de su eterno alarido, dijo que lo pintó un loco, y ese loco es él, en la contra esquina de su firma trazada en rojo, E. Munch, 1893, ocultar y declarar, abajo firma el artista, arriba afirma el alma. Qué impudicia haber mostrado ese escrito, qué violación tecnológica, dejen los secretos en la paz de la oscuridad.
El artista, el dibujante, el hombre abandonado en un puente, lugar de tránsito, entre la cordura y la demencia, entre la muerte y la eternidad. El ocaso vomita un cielo rojo, se desangra, y estallan las venas del ser que grita, la voz brota y nada dice, no hay palabras, no existen. La boca aullante, para escuchar su propia voz, para saber que está ahí, se abre desorbitada, es un túnel, es un abismo. En el extremo del puente dos siluetas indiferentes, dan la espalda, caminan, no escuchan, ese grito es sordo, no ven los colores que emana, no ven esas ondulaciones que son el alma, esas oleadas que marcan y marcan y marcan, una vez, otra vez, cubren el paisaje, trastornan el sonido. El grito sigue gutural, profundo, mueve el agua fría, y es una piedra que rompe el espejo, mueve el puente y es viento que arranca árboles. Munch estaba loco, él lo dijo, y dijo verdad, por eso tuvo la lucidez de pintarlo, es “el autorretrato de su alma”, es la descripción más clara de la condición humana: estamos solos, y ningún grito será escuchado.
Miedo de llevar en la sangre la locura, miedo de que los doctores lo juzgaran, miedo de pintar, grita, miedo de arrojarse desde ese puente, al agua que lo espera para tragárselo. “Es mi autorretrato” escribió, es nuestro autorretrato, el de todos, el de la tristeza, el del vacío. No hay pastillas, no hay medicinas, no hay doctores, nada cura ese grito, nada lo calla, porque nadie lo escucha. Al que grita un día lo “curaron” y su pintura cambió, imágenes “felices”, curaron el estremecimiento, la angustia, la pelea, pintura sin revelaciones, sin pasiones. El Grito se quedó ahí, en el puente, la reverberación eterna, expansiva, cada ocaso, nunca cruzaremos ese puente, jamás conoceremos la otra orilla, la vida se queda ahí, sin retorno.