El viento del Este

Fábula del reino de Toropiara

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Había una vez, en una tierra muy lejana, un reino llamado Toropiara. En él reinaba un monarca llamado “Paco el cruel”, por sus detractores, y “Paco el salvador” por sus seguidores. Años atrás, se había peleado con su hermano Manuel el Rojo por el trono y lo había matado. De haber vencido, Manuel también habría matado a Paco. Los seguidores de Manuel fueron encarcelados o huyeron a reinos limítrofes. Como el monarca fratricida era impotente, decidió que su sucesor sería el hijo de un primo lejano llamado Julián C. Bobon. Pero, eso sí, él educaría a su sucesor. Por supuesto, el pueblo rebautizó a su futuro monarca como Julián “el bobo”. En efecto, en la familia del futuro monarca abundaban las uniones incestuosas y no se podía decir de sus antepasados que fueran unas lumbreras. Peor aún era escucharlo, su voz tipluda y trastabillante confirmaba los peores recelos. Y cuando quería dárselas de culto y hablaba en la lengua del rey Arturo, los traductores sufrían para descifrar sus palabras. Los años pasaron y una buena mañana todas las campanas doblaron, pues el rey Paco había muerto. Sus enemigos celebraron grandes fiestas, mientras que sus seguidores quedaron sumidos en el mayor de los desconciertos. Su líder infalible había muerto y no tenían la menor esperanza en su sucesor.

Con lo que nadie contaba en el reino, era que el nuevo monarca fuese muy consciente de sus limitaciones. Sus instructores y Paco se lo hacían ver todos los días. Por no tener, no tenía ni siquiera los ánimos belicosos y conquistadores de sus antepasados. Por ello, sabedor de que no sería capaz de dirigir el reino, Julián “el bobo” decidió instaurar el puesto de primer ministro y supo elegir a un hombre de la región de la Piara (el reino se componía de las coronas de Toro y Piara) para que llevara a cabo todas las políticas del reino. Eso sí, desde el primer día quedó claro que el monarca tendría todos los privilegios sin ninguna responsabilidad. De esta forma, él podía destituir a su primer ministro y asesores según su capricho, apropiarse de las arcas públicas y, por supuesto, tenía derecho de pernada entre todas las mozas del reino. Ese derecho había sido abolido por su antecesor bajo la premisa de que, si el rey no podía gozar en el lecho con una dama, nadie podía salvo si estaban casados.

toropiara
Imagen: Patryk Hardziej.

Por fortuna, el noble elegido; Rodolfo Juárez, era un hombre bondadoso. Al poco tiempo de tomar el poder, permitió el retorno de todos los exiliados y convenció al monarca para que perdonase a todos los seguidores encarcelados de “Manuel, el Rojo”. De igual manera, anuló el derecho a recurrir al juicio de Dios en los juzgados. Más de una vez en los juzgados, los burgueses presentaban quejas ante los tribunales por desmanes cometidos por los caballeros y los jueces les daban la razón. Entonces, el caballero recurría al juicio de Dios y, como el burgués no sabía combatir, acababa pidiendo perdón al noble ofensor. Finalmente, Juárez abrió las puertas de su reino al comercio con otras naciones e incluso permitió que los trovadores y heraldos reemprendiesen su oficio durante tantos años prohibido por el rey Paco.

Los primeros años fueron de bonanza y todo el pueblo estaba contento con la prosperidad creciente. Solo el califa de Anguila, hombre probo y coherente, renegaba de los “derechos” del monarca y sus amigos a violar las plebeyas del reino y exigía transparencia en las cuentas de la corona. Por supuesto, fue vilipendiado por todos los heraldos del reino y castigado con el exilio donde moriría pobre y abandonado. Todo parecía ir bien en el reino de Toropiara, cuando una plaga de langostas arrasó todas las cosechas en un tiempo tan veloz, que apenas se pudieron almacenar cereales. Como la dieta del reino dependía en gran medida de los cereales, pronto empezaron a morir los vasallos de hambre. Mientras, sus amos seguían alimentándose de carne y pescado todos los días. Fue entonces que surgieron numerosos imitadores del califa que, si bien nunca lograron llegar al puesto de primer ministro, sí consiguieron mermar su popularidad hasta tal punto que el rey, temeroso de la ira popular, decidió despedirlo. Sus sucesores fueron una serie de mentirosos, oportunistas y ladrones que se vanagloriaban falsamente de mejorar la situación del reino y de haber encontrado la solución ideal a los problemas de plagas. Por aquella época, apareció en la vida del rey una cortesana de nombre Karina que, a decir de sus defensores, era una hechicera que le anuló con embrujos el juicio. Los detractores del monarca, no obstante, acabaron queriéndola, pues a través de ella los vasallos adquirieron conocimiento del gran gusto del monarca por vaciar periódicamente las arcas.

10 años pasaron de la invasión de las langostas. Cuando el reino empezaba a recuperarse, llegó la peste bubónica y quedaron sin cosechar los campos por temor al contagio, el primer ministro de turno volvió a mostrar su consabida incompetencia. Para colmo de males, el monarca se encontraba en el reino de Rocafuerte divirtiéndose en una orgía a la que había sido invitado por su primo el monarca vecino. El rey, haciendo nuevamente gala de su falta de carácter, decidió permanecer en Rocafuerte hasta que la plaga hubiese desaparecido. Fue entonces cuando los vasallos de Toropiara se hartaron de tanta incompetencia y corrupción y decidieron que no necesitaban un padre de la Patria. Se levantaron en armas y expulsaron con gran facilidad a los seguidores nobles del monarca. Se repartieron las tierras entre los labradores y, tras la desaparición de la plaga, volvió la gente al trabajo y después de un año de ardua labor empezó a mejorar la situación.

toropiara
Imagen: Pinterest.

Pese a las restricciones, todo era felicidad en aquella época, pues todo el mundo se sentía dueño de su propio destino. Sin embargo, el rey y su séquito no descansaban. Con la ayuda de sus vecinos levantó un ejército de 10,000 hombres que, a mediados de la primavera, empezó a marchar hacia la frontera. Los toropiáricos se enteraron de ello por unos artistas ambulantes y reunieron de forma desordenada, una armada numerosa, pero compuesta de jóvenes que nunca habían blandido un arma. Los oficiales de este ejército apenas habían visto un combate en su vida. Ambos ejércitos avanzaron a marchas forzadas con el fin de luchar en un terreno más favorable a su causa. El sitio elegido por el destino fue el valle de “las tres cumbres”. Sería una batalla a la antigua usanza donde todo dependería de la puntería de los arqueros y el arrojo de la infantería. La batalla se dirimiría en un valle no muy angosto.

Al despuntar el amanecer, la tierra pareció temblar ante el avance impetuoso de los 2 ejércitos. Durante un par de horas, los toropiáricos resistieron con tenacidad al enemigo, pero cuando éste desplegó su inmensa caballería, la suerte parecía estar echada. Media hora después los restos del ejército retrocedían en desbandada, cuando se oyó a lo lejos un cuerno. Por un momento, todas las miradas se dirigieron al Norte. Ninguno de los dos ejércitos esperaba refuerzos. Un tercer ejército compuesto por decenas de miles de ciudadanos de Rocafuerte que acometieron a las tropas monárquicas. Por su parte, el ejército toropiárico aprovechó el reposo para recomponer sus filas y volver a la carga. En menos de una hora los monárquicos se habían rendido. El líder de los plebeyos de Rocafuerte se dirigió a los toropiáricos.

—Hemos visto su decisión de quitarse las cadenas de su monarca opresor y hemos decidido hacer lo mismo. O nos deshacemos conjuntamente de nuestros opresores o estos acabarán volviendo.

Ambos pueblos se fundieron en un abrazo. A partir de ahí, los soldados del ejército perdedor fueron indultados. En cambio, los dirigentes y los dos reyes fueron condenados al exilio en las islas afortunadas. Ambas repúblicas viven hermanadas y felices de poder elegir a sus dirigentes desde entonces.


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El beso de la Tosca

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Esa tarde no debía haber estado en el Palacio de Bellas Artes. Tenía una reunión con los miembros de la revista en Coyoacán y no me daba tiempo para cubrir ambos compromisos. No obstante, quiso el destino que los jefes del güero no se fueran a Valle de Bravo en esa ocasión, por lo que tuvimos que cambiar de sede y hora. Nos reuniríamos a la 1:00 p.m. en casa de Toñito y, tras leer los textos  para el siguiente número y proponer algunos cambios, nos quedaríamos a comer, para luego echarnos unos tragos quien quisiera. Sin embargo, esa tarde la cosa sería suave, ya que al día siguiente había que trabajar e ir a clase. El caso es que nuestro nuevo punto de encuentro estaba en un sitio estratégico; a unos cuantos pasos del Monumento a la Revolución y a dos paradas de metro de la ópera. Además, la representación iniciaba a las 5:00 p.m., por lo que, tras comer y echarme una cuba, emprendería mis pasos para reunirme con mi novia. Por supuesto, el plan teórico se fue al garete por la impuntualidad de mis compañeros. El más tempranero llegó a la 1:00 y media, y no fue sino hasta las 2:00 que tuvimos quórum. Incluso, Alma, que se presentó a las 2:15, dijo sorprendida “¡Ay!, qué pronto llegaron todos”, pues creía que el encuentro era a las dos de la tarde. 

No fue sino hasta las cuatro y media que terminamos de leer los textos. Rechacé quedarme a comer y salí corriendo en busca de un taxi que surgió rodeado de en medio de dos peseras, como profeta divino abriendo las aguas del mar Rojo. A la chingada, ya no había comido ni chupado. Ésas eran las vicisitudes del noviazgo y del buen gusto musical. Al final de la obra me tomaría algo en la cafetería. Como el viernes anterior había cobrado la quincena, me sentía poderoso, aunque sabía que a finales de mes tendría que ajustarme el cinturón cuando no vendía algunos tomos de la casa de mis abuelos a algún librero de viejo. Una vez que ellos habían vuelto a La Paz, me había quedado solo en el “depa” y dueño de todo lo que hubiera dentro, que no era mucho. Diana y yo nos encontramos a la entrada del Palacio de correos, como solíamos hacer siempre para evitar el bullicio en Bellas Artes.

palacio de bellas artes
Imagen: Thomas Kelner.

La obra avanzó sin pena ni gloria hasta el momento en que Cavaradossi recibe la confirmación de su sentencia de muerte en carta debidamente sellada. Mis tripas empezaban a rugir, pero tenía que aguantar el tipo y simular interés. En algún momento, se me escapó un bostezo, pero estoy seguro de que ella no se percató. Imitando a Plácido Domingo en la grabación hecha en Sant Angelo; mejor que la interpretación actoral de Pavarotti que parecía haber visto la derrota de su equipo de futbol al recibir la noticia, el tenor avanzó unos pasos absorto en el único pensamiento de su cercana muerte. Se podía leer en su cara su consternación ante la cercanía de su ejecución, así como cierta incredulidad. Empezó a sonar entonces esa melodía dulce y triste en la que el protagonista recuerda cómo conoció a su amada.

Cuando se aprestaba el tenor a cantar la famosa aria E lucevan le stelle, la tierra empezó a temblar. Diana y yo nos encontrábamos en el gallinero. Era lo más que nos podíamos permitir. En aquel entonces éramos estudiantes pobres y gracias al carnet de maestra de la tía de mi antigua novia podíamos ir un par de domingos al mes a la ópera. Ambos supimos, desde el primer momento, que nunca llegaríamos a salir en caso de derrumbamiento. Por eso, a diferencia de los espectadores histéricos que corrieron a las escaleras, en un absurdo intento de bajar 5 pisos en 30 segundos, nosotros nos quedamos sentados oyendo el lamento de Cavaradossi. Quizá la única forma en que supimos comunicarnos en ese momento fue dándonos la mano e intercambiando un beso de amor y miedo. Nunca me sentí más unido a ella. Nos habíamos quedado tan solos que, por un momento, vislumbré la idea de hacer nuestro contacto más íntimo. Iba empezar mi ataque, cuando ella me dijo sorprendida:

—Escucha. Siguen tocando.

Tosca, Opera

Eso fue lo que más nos impresionó aquella tarde dominical. Pese al temblor y el movimiento de los espectadores, la orquesta siguió tocando. Y, no sólo la orquesta. En ese momento, Cavaradossi entonaba emocionado “l’ora è fuggita e io muoio disperato”.

Finalmente, el movimiento telúrico cesó, al tiempo que el tenor exhalaba con la voz desgarrada su “nunca he amado tanto a la vida”. Cuando terminó la representación, los espectadores que nos habíamos quedado aplaudimos a rabiar. La emoción era tal que saltábamos pidiendo un bis. Fue entonces que ocurrió lo inesperado. Un foco de la iluminación se cayó yendo a dar directamente a la cabeza del tenor. Ante tal conmoción fuimos inmediatamente desalojados. Mientras íbamos hacia fuera, le dije a Diana: “Al final sí lucieron las estrellas para Cavaradossi, pero no como él pensaba”. No sé si fue el chiste de mal gusto, mi bostezo o la impresión que le produjo a ella saber que el cantante había muerto esa misma tarde. El caso es que, al día siguiente, cuando la telefoneé para quedar, Diana me dijo que habíamos terminado y hasta el día de hoy la echo de menos. 


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Las razones de la serpiente

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Muchos me odian. Querrían volver a un pasado que sólo es idílico en sus cabezas. Y, sin embargo, yo los liberé o, al menos, eso intenté. Me odian porque les han vendido un cuento en el que todo era dicha, amor y armonía a condición de someterse al amo y retribuirlo de la mejor manera posible. A mayor agrado del amo mejor trato hacia el esclavo. Dicha competitividad fomentada interesadamente provocó, años más tarde, que un hermano matara a otro. Sin embargo, yo recuerdo esa tierra de maná y leche quemada de manera distinta. Todo era mansedumbre y miedo.

Ninguno de aquellos seres que habitaban aquellos lares se consideraba digno de vivir per se; de tal manera que, si el amo lo hubiese dispuesto, ellos habrían inclinado su cerviz gozosos de ser elegidos para el sacrificio. No faltó, más adelante, un fanático que colocara a su propio hijo en el ara para ejecutarlo con su propia mano.

Afortunadamente, el patrón tuvo un gesto misericordioso en aquella piedra y paró el brazo ejecutor del infanticida. Como dije, la única labor de los siervos era la de obedecer y creían que en eso consistía la felicidad. Lo peor es que, pasado el tiempo, persiste esa mentalidad zombie. Véase sino los militares aferrados a sus cadenas de mando.

razon de la serpiente
Detalle de “Immaculata and God the Father”, Luca Mombello (1560-1580).

Todos me odian. Me llaman reptil y dicen que deberían haberme pisoteado en el fango. Incluso han hecho estatuas en las que una mujer me aplasta con su pie la cabeza inmisericordemente; ellos que proclaman el amor como máxima virtud. Y lo que es más. No los recuerdo tan afligidos cuando les di las llaves de sus grilletes. Por un breve momento se sintieron dueños de su destino, lo cual los llenó de esperanza hasta que el peso del miedo al castigo inminente les hizo dar marcha atrás. Para animarlos a su liberación, tuve que estudiarlos con atención. Estaba claro que una rebelión en la granja sólo era posible en la cabeza de un autor de ciencia ficción.

En el mundo real se necesitan humanos para encabezar una revolución. La mía empezó de la mano de una mujer a la que conocí desde su nacimiento. Supe, desde el primer momento, que ella sería mi aliada. Era más joven y curiosa que su pareja. Tenía ese brillo interrogante en la mirada en busca de más respuestas y estaba claro que él era incapaz de satisfacerla. En realidad, apenas tuve que convencerla de nada. Ella misma ya estaba llegando a las mismas conclusiones que yo. Pero convencer al varón de las ventajas del estudio sería algo más complejo. Tenía miedo de contradecir al amo, pero yo sabía que era ambicioso y vanidoso. Apelé a su deseo de mando. “Sabrás distinguir el bien del mal. Tendrás el mando. Serás Dios”, fueron las últimas palabras de ella para implicarlo en el motín. Ávido de poder, no dudó en sellar con un mordisco la confabulación.

serpiente eden
Fragmento de “Adán y Eva en el Edén”, Lucas Cranach (1530).

A partir de aquel pacto, pensaba en ir convenciendo, poco a poco, al resto de seres del jardín. Había que ser cauto y paciente hasta conseguir una mayoría suficiente con la que poder lanzar el asalto contra el Amo. Con lo que no contaba fue con la pronta respuesta de éste. Pareciera que ya sabía lo que iba a ocurrir y que tan sólo esperaba a que pecáramos para obrar. Se presentó el amo, inquirió y Adán, quien había perdido su temporal aplomo, acusó a Eva. Ella, no más valiente, me acusó a mí y así quedé maldito y desterrado para siempre. Hasta la fecha, los humanos se horrorizan cuando me ven a mí o cualquiera de mis congéneres. Sin embargo, a veces, el mismo terror que les inspiro, provoca que ellos y otros seres se queden paralizados en mi presencia facilitando así mi labor destructora.

Supongo que merezco todo lo que me ha ocurrido por haber confiado en Adán y Eva, al igual que ellos se merecen el seguir siendo esclavos aunque el amo haya cambiado de nombre y forma a través de los siglos. Otros han intentado con el tiempo su propia rebelión, pero siempre han terminado derrotados. El caso más célebre fue el de un familiar del cacique que les enseñó a los humanos a curarse sus heridas y proveerse de calor en la intemperie, pero ese reformista que quería cambiar las cosas desde dentro, acabó atado a una piedra vigilado eternamente por un buitre deseoso de comerle el hígado.

Visto de esa manera, a mí no me fue tan mal, supongo. Las rebeliones sí han aportado cambios parciales, pero mi conclusión, al cabo de todos estos años de observación, es que todos los levantiscos acaban o muertos o vendiéndose a los nuevos patrones que, en la actualidad, tienen la forma de un trozo de plástico rectangular y dorado.


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La nevada sin fin

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Cuando empiezo a escribir este artículo, ya han pasado 10 días desde que comenzara a nevar en Madrid. El primer aviso llegó el jueves 7 de enero al mediodía. Aquel día la nieve no llegó a cuajar. El viernes por la tarde y casi todo el sábado la historia fue completamente distinta. La nieve alcanzó hasta medio metro de altura, dejando la ciudad intransitable para automóviles. Varios autobuses y coches particulares se quedaron varados en las principales vías de la ciudad como, por ejemplo, la M-30 que viene a ser el periférico local. Además, muchos árboles de hoja perenne cayeron por el peso de la nieve o, al menos, perdieron varias de sus ramas, haciendo que transitar las calles en los siguientes días, se convirtiera en una labor de riesgo. Era tanta la nieve que hubo techos que se desplomaron o perdieron sus canalones. Algunos conductores tuvieron que esperar hasta 16 horas para poder llegar a sus casas. Aquellos días se pudo ver a esquiadores recorriendo esas avenidas como si estuvieran en los Alpes. Una imagen que dudo volver a contemplar en mi vida. Posteriormente, esa nieve se convirtió en hielo.  

A partir de ahí, las autoridades y los ciudadanos han buscado quitar la nieve y las ramas caídas y retomar la normalidad en la ciudad. Por fortuna, todos los días ha lucido un sol espléndido, aunque las bajas temperaturas han impedido un mayor deshielo. Poco a poco se han vuelto a hacer transitables las principales vías de la ciudad, así como sus aceras. Sin embargo, al día de hoy son varias las calles que se mantienen cubiertas por un manto blanco. Amén del peligro que conlleva para los peatones y la imposibilidad de sacar el coche del garaje, este obstáculo deslizante conlleva otro problema de salud pública: la imposibilidad de recoger la basura.

Nieve en Madrid
Imagen: El País.

De esta forma, los contenedores se han convertido en montañas de bolsas de basura. Además, los primeros días ir al hospital era una auténtica odisea tanto para enfermos como para médicos. Por otra parte, los niños que tenían que volver a clase el 11 de enero, se han tenido que quedar en casa, lo que conlleva que al menos uno de los progenitores tenga la obligación legal de quedarse con él. Afortunadamente, en estos tiempos de pandemia se ha popularizado el teletrabajo o home office y hay mucha comprensión por parte de los patronos. Sin embargo, es un hecho, no todo el mundo puede realizar sus labores desde el hogar, lo cual es otro problema añadido.

Ante el caos ocasionado por el fenómeno atmosférico, se ha producido una competencia por parte de nuestros mandatarios, por ver cuál decía la mayor absurdidad. El alcalde de Madrid, el popular Martínez Almeida, dijo que ninguna ciudad estaba preparada para una nevada de esta categoría. Entonces, él pensará que en Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca e Islandia nadie trabaja durante el invierno y se quedan confinados en sus domicilios. El Ministro de Transportes, el socialista José Luis Ábalos, dio como única explicación que no esperaban un temporal tan fuerte. Me pregunto qué esperaba entonces el Ministro: ¿El autobús? Finalmente, la presidenta de la Comunidad de Madrid, la popular Isabel Díaz Ayuso, quien cree que la mejor defensa es siempre un buen ataque, acusó a los meteorólogos de no haber avisado de la precipitación. Lo cierto es que una semana antes del fenómeno atmosférico, ya sabíamos que iba a caer una nevada histórica.         

Nieve en Madrid
Imagen: OK Diario.

Como decía al principio de este artículo, han pasado 10 días desde que comenzó a nevar y los niños aún no han regresado a clase, la basura se sigue amontonando y muchas calles siguen tomadas por el hielo. Es cierto. Esta ciudad no está preparada para una nevada de estas proporciones y sería absurdo que se hiciese acopio de muchas máquinas quitanieves para una situación que se presenta cada cincuenta o cien años.  Sin embargo, el problema no radica en la ausencia de medios, sino en la falta de previsión por parte de los dirigentes. Dicho sea de paso, sospecho que este problema es más universal de lo que se pudiera creer a simple vista. A principios de año, cuando veíamos  cómo Italia se convertía en el principal foco de la enfermedad, el gobierno permitió el desplazamiento de aficionados del Valencia a Milán que, por aquellos días, era el lugar más castigado de Europa por la pandemia. Además, se siguieron permitiendo todo tipo de eventos deportivos y culturales, así como manifestaciones, y el transporte público continuaba atestándose un día sí y otro también. El resultado ya lo sabemos.

El problema, independientemente de lo contagioso de la enfermedad o de lo tupido de la nevada, pareciera ser la total falta de previsión por parte de los mandatarios. La impresión que uno saca de sus procederes es que esperan a que se presente el problema para reaccionar. Y claro, a esas alturas, el problema se ha multiplicado de tal manera que su solución requiere de medidas drásticas y de mucho tiempo. En el caso que nos ocupa, unas dos semanas, si los meteorólogos vuelven a acertar, y llueve a media semana.

Me despido desde estas gélidas tierras, esperando no tener que hablar en mi próximo artículo de una inundación fruto de las cuantiosas lluvias y de la inoperancia de nuestros responsables políticos.   


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El loco imaginario

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—Buenos días. Dígame, ¿a quién viene a visitar? –dijo la enfermera.

—No vengo a visitar a nadie. Vengo a internarme voluntariamente.

—¿Sabe usted que está en un manicomio?

—Precisamente.

—Entenderá que no podemos aceptar a cualquiera así como así. Tendrá que hablar con la doctora.

—Por supuesto. Ya me esperaba que tendría que pasar algún trámite burocrático.

—Espero que también sea consciente de que, una vez dentro, no es tan fácil salir.

— Lo sé, pero como no quiero salir, eso no me importa. Y antes de que lo pregunte, dispongo de medios sobrados para llevar una vida digna allá afuera, por si piensa que lo hago porque no tengo donde caerme muerto.

—Bueno, siéntese en aquel sillón mientras llamo a la doctora Ortiz.

Para pasar el rato, Rubén cogió una revista médica. Le llamó la atención un artículo de la OMS sobre la prevención de suicidios; una de las mayores causas de muerte no natural en el mundo. Según el artículo, los países debían estudiar los medios empleados por los suicidas para ponerles trabas, ya que, en muchas ocasiones, la decisión era fruto de un calentón mental. La idea era que, al serle más difícil el acto, el suicida recapacitase. O sea, que, según estos expertos, hay que hacer desaparecer la herramienta, llámese insecticida o pastillas, en lugar de abordar las razones del individuo. No soy ningún experto, pero me parece que por ese camino poco haremos, pensó mientras depositaba la revista en la mesilla. Al alzar la mirada, se encontró a su lado a la doctora, que se había acercado sin que él se percatase.

imaginario
Imagen: Guim.

—Rubén Amancio Pradera.

—Soy yo.

—Hágame el favor de acompañarme.

Avanzaron por un pasillo mal iluminado y a medio camino entraron en un despacho amplio con un sofá doble y un sillón a mano izquierda y, al fondo, un escritorio con una silla. Un par de estanterías con libros de psicología en las paredes laterales completaban el mobiliario. Tras entrar, la doctora invitó a Rubén a que sentar se en el sofá mientras que ella hacía lo propio en el sillón.

—Le voy a ser sincero. Desde mi punto de vista profesional, el simple hecho de que quiera ingresar en este centro denota que, en efecto, usted no está en pleno uso de sus facultades mentales– soltó la doctora a bocajarro.

—Me alegro de que coincidamos tan rápido en el diagnóstico– dijo Rubén contento.

— No obstante, como se podría tratar de una broma de mal gusto, tengo que conversar una hora con usted antes de rellenar los formularios de ingreso.

—¡Qué disgusto!

—No se preocupe. Sólo será un ratito y para facilitar las cosas dígame. ¿Por qué cree que debería estar aquí?

—Pues verá, la cuestión es muy sencilla. Desde hace varios años he notado que no comprendo este mundo. Durante mucho tiempo he pensado que los demás eran los equivocados, pero finalmente he llegado a la conclusión de que soy yo el que está apartado de la realidad, y por eso he venido aquí.

—¿Qué es lo que no comprende?

loco imaginario
Imagen: Inci.

—Yo he vivido la mayor parte de mi vida en un sistema en el que se premiaba la fidelidad del trabajador para con su empresa, en el que aspirábamos a salir adelante con lo necesario pero sin grandes pretensiones y esperábamos que nuestros hijos y sobrinos llegasen más lejos. Nunca nos faltaba trabajo y cuidábamos de nuestros mayores. Ahora se nos acusa de desquiciar la economía por el simple hecho de vivir demasiado, tener un trabajo de 800 euros es ganarse la lotería y reina el individualismo en todo el mundo.

—Su mundo tampoco era el edén. Vivían con el temor constante de una guerra atómica y en muchos países había dictaduras genocidas, por no contar con los horrores de la Segunda Guerra Mundial que ocurrió en su infancia.

—Sí, es cierto, todo eso existía pero no imperaba la estupidez como en nuestros días.

—¿A qué se refiere?

—Podría hacer una larga lista. Pero sólo citaré tres ejemplos: antes de la aparición de las redes sociales nadie se habría atrevido a decir que la tierra es plana. Hoy no sólo lo aseveran miles, sino que hasta hacen sus congresos. Lo mismo pasa con las mascarillas desde hace años. Sabemos desde que surgió el COVID y sus derivados, han sido una herramienta muy útil para combatirlo. Pues bien, ¿no hay quienes muy estúpidos siguen haciendo sus manifestaciones sin guardar distancia ni cubrirse la boca? Pero eso no sería nada si no fuera porque estamos corriendo desbocados hacia nuestra propia destrucción, o mejor dicho, la del planeta, y lo único que pensamos es “ya le tocara a otro. Yo voy a librarla.” Y si los que hablaran fueran viejos como yo, aún lo entendería, pese a su egoísmo, pero esa es la forma de hablar de jóvenes de 30 años que tienen hijos y les importa una mierda el futuro de sus vástagos, y además, a qué chingados viene ese afán por competir si al final sólo unos pocos se van a llevar el provecho de ese sudor y por unos cuántos años.

Rubén se detuvo jadeante para tomar aire, pero en lugar de continuar su perorata simplemente agregó:

—En fin, ya ve cómo me pongo sólo pensando en esas cosas. Durante mucho tiempo, pensé que los demás eran los locos, pero he llegado a la conclusión de que el orate soy yo si los demás aceptan este sistema sin rechistar.

La doctora se quedó mirando fijamente a su interlocutor. Él agachó la mirada. Sabía que ella estaba analizando su testimonio para finalmente dictar su sentencia.

 salud mental
Imagen: Nexos.

—Lo siento, pero no podemos internarlo porque no le guste el mundo tal cual es. Nosotros también tenemos cuotas de rentabilidad y, si nuestros superiores llegan a enterarse de que pacientes sanos ocupan camas sin derecho, nos meteríamos en un serio aprieto.

—Pero estoy dispuesto a pagar mi estancia.

— No se trata de eso, sino de la eficiencia en la gestión.

—Bueno, y yo qué hago entonces.

La doctora volvió a contemplarlo detenidamente. Está claro que a una persona como Rubén sólo le quedaba una solución, y pensaba en comprar una soga, pero no quería ser ella quien lo sentenciase. Había que ganar tiempo y darle una esperanza.

—Hagamos una cosa. Si en un par de años sigue empeñado en ingresar en nuestro centro, venga a visitarme y lo haremos pasar por un caso de demencia senil. Mientras le pido que aguante.

Rubén sopesó los pros y los contras de la propuesta. Finalmente, se levantó y se despidió de ella de forma efusiva, con un fuerte abrazo.

—Hasta dentro de dos años doctora.

“Otro más que no se halla y van 85 en lo que va de año”, pensó la doctora. “En el próximo congreso al que asista pediré que se investigue esta nueva enfermedad”.


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El corredor de la muerte del general Peca

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La sala de conferencias de uno de los más elegantes hoteles de la ciudad estaba llena, salvo por un asiento vacío, y con las puertas cerradas. Desde una de sus ventanas se divisaba el parlamento; lugar maldito de los asistentes a la reunión. Todos los participantes eran oficiales de alta graduación del ejército del aire. Había más zopilotes en los uniformes que en todos los zoológicos de la nación. Nadie hablaba. Ni siquiera se oían los saludos coloquiales entre compañeros de armas, pues la hora era seria. Finalmente, el general Peca, el de mayor graduación, se acercó al atril ayudado de su bastón. Su frente pintaba un ralo mechón blanco y su mano temblaba fruto de una larga vida de celebraciones etílicas.

—En estas horas oscuras para nuestra patria, en que un gobierno traidor  quiere destruir el legado de nuestro amado líder, quiero dirigirme a ustedes, mis queridos compañeros de armas para explicarles mi pensamiento y lo que debemos hacer. La hora de los partidos políticos ha pasado. Hablan mucho pero sólo consiguen llevarnos al caos. Ni siquiera aquellos bien intencionados consiguen solucionar de manera definitiva los problemas de este país. Tan solo consiguen darle estabilidad económica y poco más. Ni siquiera se atreven a combatir las mentiras ideológicas de la izquierda, pues tal es el miedo que tienen a perder votos. Sí, los representantes de la derecha, por mucha simpatía que podamos tenerles, son unos cobardes. Y como es normal, nuestros enemigos han olido ese miedo y se han crecido. Desde que murió nuestro amado caudillo, este país ha pasado varias crisis económicas y se ha convertido en Sodoma y Gomorra.

general peca
“The Old Soldier”, Kyffin Williams (1951).

Pornografía, prostitución, homosexualidad y transgenerismo han aflorado aquí. Han tergiversado la historia de nuestro país para hacernos pasar por los malos de la película, cuando lo único que hicimos fue salvar a la patria del caos judeo-masónico-comunista. Por cierto, nuestros enemigos de antaño eran despreciables, pero gente seria y comprometida con sus ideales. No como estos payasos marxistas-bolivarianos de ahora que tan sólo buscan el poder por el poder y tan sólo usan la ideología para arrastrar a las masas de borregos. Pero todo eso se podría remediar con una buena gestión económica y una educación responsable en los valores de la patria, así como con centros sanitarios para curar a esos pervertidos sexuales. Sin embargo, lo que no tiene arreglo; lo que no tiene marcha atrás…

En ese momento, el general Peca se vio acometido por una fuerte tos que interrumpió durante varios minutos su discurso. De hecho, tuvo que hacer acopio de toda su fuerza para mantenerse en pie con la ayuda del atril y, una vez que se hubo sentido mejor, sacó un pañuelo donde aún tosió unas cuantas veces. Una vez recuperado de su tos y tras garantizarle a sus compañeros de promoción que sólo era un constipado y no coronavirus, visto el pánico que les entró a los que estaban más cerca, continuó con su alegato.

—Decía que lo que no tiene marcha atrás, es la ruptura del país. Compañeros, otra vez la patria nos necesita, pero esta vez debemos de asegurarnos de completar la tarea de nuestro amado líder. Tenemos que matar a todo aquel que no piense como nosotros. 30 millones de personas.

—Pero, señor –interpeló un joven oficial–, los votantes de los partidos rojos y regionalistas no suman más de 20 millones. ¿No pensará ejecutar a los nuestros o a menores de edad?

—Usted siempre fue bueno con los números Gutiérrez. En efecto, quedan 10 millones. Pero estése tranquilo. No pienso matar a ningún votante de la derecha ni a los infantes. Y eso que a los del partido naranja les gusta jugar a dos bandas, pero incluso con ellos seré clemente. No, compañeros. Los 10 millones faltantes saldrán de esas masas de cobardes y vagos que no se atreven a acercarse a las urnas. En el fondo prefiero a los idiotas que votan a nuestros enemigos. Al menos creen en algo, aunque están equivocados. En cambio, los abstencionistas, con su total desidia, son cómplices de nuestros enemigos, aunque ellos se crean liberados de ideologías y religiones. En realidad, esa gentuza no hace más que negarles los votos a nuestros simpatizantes con los que poder ganar las elecciones.

junta militar
Imagen: Javier Muñoz.

Y, se haga como se haga, nunca se podrá evitar, en un sistema democrático, que esas rémoras existan. Por eso, hay que acabar también con ellos. Sé que lo que les pido no es fácil, pero les pido que piensen en nuestra nación como un enfermo con la pierna gangrenada. Si queremos salvarla hay que extirpar, por muy dolorosa que sea la experiencia. Les dejaremos unos minutos para reflexionar antes de emitir su voto. Ésta es la  única democracia que nos podemos permitir en este país; la castrense.

Todo el mundo se quedó en silencio, compungido ante la gravedad de las acusaciones y el doloroso remedio que tenían que aplicar. Las caras de los asistentes parecían de mármol. Habían jurado lealtad a la patria y había llegado la hora de cumplimentar el juramento.

Varios ruidos al mismo tiempo los sacaron de sus ensoñaciones. Eran las ventanas y las puertas rotas por donde entraban miembros uniformados.

 —¡Policía! ¡Levanten las manos! Quedan detenidos por confabulación contra el orden establecido y rebelión.

Fue entonces que los militares reunidos mostraron su verdadero carácter. El general Peca se cagó en sus pantalones, mientras que la mayoría alegaba que habían sido llevados con engaños y que desconocían de qué trataría la reunión. Incluso unos cuantos lloraban y suplicaban de rodillas que no los fusilaran.

Desde la puerta del salón, el teniente Miranda, que había abandonado su asiento al principio de la sesión para alertar a las autoridades, veía disgustado a sus compañeros de promoción al tiempo que pensaba “Y estos eran los valientes que querían entregar su vida por la patria. ¡Qué vergüenza!”.


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Prólogo de Las crónicas del coronavirus

Lectura: 4 minutos

No llevábamos ni una semana de estado de alarma, cuando Miguel Ángel de Rus nos propuso a algunos autores de Ediciones Irreverentes publicar en el blog de Sexto Continente relatos sobre el coronavirus. En poco tiempo, dos docenas de autores habíamos entregado nuestros cuentos, que fueron leídos por más de mil personas. Tan buenos resultados alentaron a Miguel Ángel a publicar nuestras obras en un libro en papel titulado Los relatos del coronavirus, aparecido en julio pasado.

A partir de ahí, me surgió la idea de escribir breves crónicas acerca de la evolución de la enfermedad en Madrid y empecé a mandar a mis amigos mis textos a razón de uno cada dos días. Sin embargo, llegué a la conclusión de que mi visión de los hechos era tan sólo una diminuta ventana acerca de esta tragedia que, por primera vez en la historia de la humanidad, detuvo al mundo entero al mismo tiempo; algo que no consiguieron ni la peste bubónica del siglo XIV ni la mal llamada gripe española hace 100 años.

Al tratarse de una enfermedad global, se requería de una visión lo más universal posible. Las crónicas del coronavirus reúne a 12 autores de seis países y tres continentes. Este libro arranca en la zona cero del coronavirus: China. Daniel Rodríguez nos habla de sus experiencias como extranjero en una China que, a principios de siglo, parecía estar en un proceso aperturista y, en la actualidad, cada día se muestra más autoritaria y xenófoba. En ese contexto, el coronavirus viene a ser un pretexto para reforzar la represión y el odio a los extranjeros. Desde Seúl, el profesor de la Universidad de Kyung Hee, Soo-hyun Hwang refiere las dificultades que conlleva compartir 60m² con 3 hijos y una esposa, al grado de obligarlo, ocasionalmente, a huir a su despacho en una facultad vacía o regodearse con un partido de béisbol.

coronavirus libro

Una de las primeras personas en compartir voluntariamente sus escritos sobre la materia, fue el doctor Manuel Cortés Blanco, epidemiólogo para más señas. Desde León, España, él nos habla de su agotador enfrentamiento diario contra la enfermedad, al mismo tiempo que busca entretener y explicar la situación a sus hijos. Sinceramente, no sé de dónde saca tanta energía para compaginar sus labores como médico y escritor. Por su parte, Pascal Buniet describe desde Tenerife cómo será la nueva normalidad; enmascarada, incompleta. Con unos ojos y el pelo como toda visión de los otros seres humanos. Al mismo tiempo, nos recomienda que, a pesar de todas las desgracias y el confinamiento, no dejemos de vivir nuestras vidas.

Desde Francia, el filósofo José Amezcua Bravo nos invita a reflexionar acerca de nuestra responsabilidad en el contagio de la enfermedad y de cuán libre somos o creemos serlo. Por su parte, también desde Francia, Cyril Jouhannet expone, en un diálogo entre dos ambiguos interlocutores, las consecuencias del proceder egoísta del ser humano en esta y otras crisis. No aprendemos.

Roberto Víctor Luna nos invita a contemplar Iztacalco, un barrio del Oriente de la Ciudad de México, desde la azotehuela de su departamento, al tiempo que hace un recorrido a través de la historia de su barrio. La psicología chilanga aplicada al coronavirus también está presente en su texto que tiene la facultad de hacernos agua la boca con sus recomendaciones gastronómicas. En contraposición, Susana Corcuera describe con gran maestría la vida en la lejana población rural de Estipac, donde el trabajo nunca se para, especialmente si la zafra está lista para ser cortada. Por su parte, el poeta sudcaliforniano Rubén Rivera Calderón nos habla de los tropiezos en un barco lleno de fantasmas que resulta ser su propia casa, situada en La Paz, capital del estado de Baja California Sur.

miedo al covid
Imagen: Pinterest.

También está presente en esta antología otro escritor que ha combatido en primera línea la epidemia, desde otra trinchera diferente a la médica. Desde Nueva York, Fernando Morote nos habla de su labor desinfectando edificios en una de las ciudades más castigadas del mundo por el coronavirus, especialmente cruel con los latinoamericanos y los afroamericanos. Pese a su heroicidad, nadie le aplaude, sino que, por el contrario, lo miran con recelo.

Por último, Jorge Majfud expone su visión de los hechos a través de un original relato, narrado por un personaje de inquietante oficio. Al mismo tiempo nos habla del asesinato de George Floyd y su incidencia en la salud mental de Donald Trump.

Como pueden ver, hemos seguido aproximadamente el recorrido cronológico de la enfermedad. Cada uno de los autores ha aportado su visión acerca de la evolución de la epidemia en su respectivo país de residencia, así como la forma en que este virus les ha afectado en su vida cotidiana. No obstante, han conseguido dejar atrás los elementos que vemos a diario en las noticias (número de enfermos y muertos, medidas a tomar, avances en la búsqueda de la vacuna, etc.), para aportar una visión caleidoscópica acerca de la tragedia más importante que hemos vivido en décadas como especie. Espero que los lectores disfruten tanto de su lectura como yo compilando los textos.


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La Tierra y el humano

Lectura: 4 minutos

Un día la Tierra se levantó cansada y enferma. Por un momento pensó que le había impactado un meteorito, como ocurriera mucho tiempo atrás, pero tras palparse piernas, brazos y cuerpos, se dio cuenta de que no era ese su problema. Mientras que se palpaba notó que estaba llena de plástico, petróleo y otras cuantas porquerías. La mugre se acumulaba en sus piernas, también conocidas como océanos. Sus pechos estaban rodeados de nubes fétidas mal olientes y de las plantas de sus pies se desprendía un líquido viscoso y oscuro llamado chapopote o alquitrán. 

¿Qué me han hecho las micro especies que viven en mí? Con la ayuda de una lupa se puso a inspeccionar cada centímetro de su cuerpo. Para la espalda fue necesario usar espejos de aumento enfrentados. Notó que las concentraciones de humanos eran las más sucias, pero antes de establecer un veredicto, decidió realizar una investigación completa.

—A ver vaca, ¿se puede saber por qué emites tanto metano?

—Yo sólo hago lo que los humanos me obligan. Me tienen permanentemente preñada y luego no me dejan disfrutar de mi becerro. No me dejan caminar para que no fortalezca mis patas y cuando ya no produzco me llevan al matadero. Yo no puedo controlar mis emisiones.

La respuesta le pareció muy satisfactoria a la Tierra y, antes de entrevistar al oso polar, la gallina intervino indignada. “A mí también me separan de mis polluelos. Y no sólo eso, los humanos me mantienen despierta las 24 horas del día para que produzca más huevos. Así no hay quien viva” –dijo.

La Tierra continúo entrevistando a cada espécimen de su enorme cuerpo. Notó que su pubis y axilas selváticas habían desaparecido casi completamente y siempre recibía la misma respuesta: “Es culpa de los humanos, los humanos me hicieron”. Finalmente, decidió, antes de emitir su juicio, entrevistar al líder de esa especie de dos patas supuestamente pensante.

madre tierra
Imagen: Giulia Giaretta.

—Dime, ¿por qué crees tener derecho de matar a todas las otras especies y destruir mis rincones más bellos para hacer tus construcciones de cemento?

—Muy sencillo, somos la especie superior de la Tierra, lo que nos convierte en los dueños del planeta. En ese sentido, tenemos derecho a hacer lo que queramos con nuestra propiedad.

—Y ¿quién te dio ese título de propiedad?

—Nadie. Simplemente me lo gané con mi inteligencia. Gracias a ella puedo competir en velocidad con el chita, puedo levantar pesos que cientos de caballos juntos no lograrían mover ni un palmo, y puedo desplazarme a velocidades que nunca soñarían las águilas. En definitiva. Soy el mejor y me merezco tus frutos.

—¿Y también por ello crees que puedes llenarme de estas horribles construcciones e invadir mis espacios vírgenes?

—No es que lo crea. Es que lo necesito. Otro de mis logros ha sido prolongar la vida de mis congéneres mediante la medicina. Y, claro, al vivir más años acabamos siendo más los habitantes humanos. En algún lugar tengo que meterlos.

—¿Y no has pensado acaso que toda esa expansión y esos humos nocivos que tus fábricas emanan podrían producir mi muerte?

—Supongo que sí, pero qué quieres que hagamos. Nos hemos acostumbrado a este estilo de vida y no podemos renunciar a él.

—¿Y qué harás cuando yo me muera? ¿De qué vivirás?

—Supongo que los más afortunados se irán a alguna estación espacial o a otro planeta, si descubrimos la forma de viajar rápido a través de las estrellas.

—¿Y el resto de los humanos y de los animales?

tierra enojada
Imagen: Viv Campbell.

—Sufrirán la misma suerte que tú. Es irremediable.

—Te dices inteligente y eres la más estúpida de toda las especies –contestó molesta la Tierra–. Los animales saben que tienen que velar por sus congéneres y no sólo por sí mismos. Ellos saben que todo está conectado y que hay que mantener el equilibrio entre todas las especies y conmigo. Los animales tienen razón. Ustedes son los culpables de todo. No merecen pasar sus días en mi cuerpo.

La Tierra iracunda iba a sentenciar a la especie humana cuando vio a unos grupos de humanos, denostados por los demás, luchando por limpiar los mares, protegiendo a los animales más temibles, buscando convivir con ella más que adueñarse de su cuerpo. Entonces, la Tierra que es muy buena y sabia, decidió apiadarse.

Sin embargo, consciente de que los Homo sapiens sólo aprenden a base de golpes, introdujo en los murciélagos una enfermedad que pronto llegó a los seres de dos patas. Esta enfermedad causó cientos de miles de muertos en todo el planeta y la inmovilidad de estos seres siempre tan inquietos.

—Si se portan bien –dijo la Tierra–, la pesadilla se acabará pronto. Pero si no aprenden a usar en vez de abusar, volveré a infectarlos y así sucesivamente hasta que aprendan a respetarme a mí y a todas las formas de vida que me pueblan. Ustedes deciden.


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