Aunque no sabemos cómo nos va a tocar llegar al final de nuestra vida, es muy probable que nos toque vivirlo en un contexto de atención médica, a menos que tengamos una muerte repentina, causada por un accidente, un acto violento o una condición médica, en la que no se haya podido hacer nada para morir mejor o peor. Por el contrario, si el final llega cuando estamos recibiendo atención médica para atender una enfermedad, las complicaciones que causa la edad avanzada o las secuelas de un accidente, hay mucho que se puede hacer para que la última etapa de nuestra vida y el mismo momento de morir sea mejor. Esto significa que también se pueden hacer mal las cosas con la consecuencia de que las personas tengan un final de vida indigno y con un sufrimiento innecesario. En muchas ocasiones esto sucede porque los médicos, a veces por solicitud de los familiares, no tienen con el paciente la necesaria comunicación (cuando éste está consciente y tiene la capacidad para decidir) y se le oculta que ya no hay forma de evitar su muerte. Sin el conocimiento que necesitaría, aprueba o simplemente sigue recibiendo tratamientos que se supone que le van a curar hasta que llega un momento en que la situación se hace insostenible.
El documental Consider the Conversation: A Documentary on a Taboo Subject fue realizado en 2009 por Michael Berhagen y Terry Kaldhusdal con la idea de ayudar a las personas a darse cuenta de lo importante que es hablar sobre lo que queremos para el final de nuestra vida. Este documental está organizado en capítulos que presentan diferentes aspectos del tema a través de entrevistas, tanto de pacientes que están en una situación terminal, como de médicos, psicólogos, trabajadores sociales y personas especializadas en cuidados paliativos. Al principio también vemos entrevistar a personas que están caminando por la calle. Sin escuchar la pregunta, podemos adivinarla: “¿cómo le gustaría morir?”. Después de recuperarse de la sorpresa, hombres y mujeres de diferentes edades van contestando y, con algunas variantes, todos dicen que querrían morir en su casa, acompañados por sus familiares y sin dolor. En realidad, ésta no es una respuesta que nos sorprenda.
Nos llamaría la atención (aunque éste termine siendo un escenario frecuente) que dijeran que quieren morir en una unidad de cuidados intensivos que mantenga la función de sus órganos vitales con todo tipo de aparatos, encontrándose aislados y desorientados o inconscientes. Pero el documental inicia así para invitar a la reflexión: si las personas tienen una idea de cómo quieren morir, de cómo no querrían vivir y de lo que sería una buena muerte para ellas, ¿en qué momento nos perdemos como para que haya tanta gente que muere como no hubiera querido? ¿Cómo es que hay pacientes que reciben tratamiento tras tratamiento que los obliga a permanecer en el hospital o a tener que ir a él con mucha frecuencia, a pesar de que los médicos (y en ocasiones también los familiares) saben que no les van a beneficiar y que su muerte no se va a poder evitar? Al menos parte de la respuesta es que para muchos médicos es más fácil seguir haciendo cosas (indicando tratamientos o estudios) que tener una conversación (“una” es un decir, serán todas las conversaciones necesarias) a través de la cual el paciente pueda conocer su condición médica, así como las probabilidades de éxito de los tratamientos que le ofrecen (muchas veces nulas) como para poder elegir si los quiere o no y decidir cómo y dónde desea vivir el final de su vida. Mientras el médico no comparta con el paciente el conocimiento que tiene sobre su enfermedad, deja al enfermo sin el poder para decir qué quiere y son los otros, médicos y familiares, quienes deciden por él. ¿Querríamos vivir así los últimos días, semanas, meses de nuestra vida, desinformados de algo que los demás conocen?
Hay otro capítulo en este documental en el que se habla de la esperanza, la cual, hay que decir, ha sido sobrevaluada o, al menos, mal entendida. Para ejemplificar su mal uso, se recuerda lo que sucedió cuando se sabía que el huracán Katrina se dirigía a Nueva Orleans. Se escuchaban cosas como “ojalá que se desvíe”, “ojalá que disminuya de fuerza”, expresiones de lo que se deseaba que pasara, pero nadie se ocupó de planear qué hacer si esos deseos no se cumplían. Esto sirve para pensar en lo que muchas veces se hace en la atención médica de pacientes que están en el final de su vida. Se desea tanto que se puedan curar, que se actúa como si eso pudiera conseguirse sólo porque se desea y se deciden tratamientos que sólo se basan en la esperanza. Pero es claro que no es suficiente desear cuando hay datos objetivos que indican que los tratamientos no pueden cambiar el desenlace. Otra cosa es que muchas veces los datos sean inciertos, lo cual puede dificultar tomar las decisiones, pero eso es algo que también tendría que saber el paciente para decidir si quiere apostar sobre un tratamiento que, aunque mínimas, tiene algunas posibilidades de éxito, pero también efectos indeseables.
En su libro Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de nuestras vidas, Sherwin Nuland trata el tema de la esperanza y recomienda a los médicos revisar eso que aprenden muy pronto en su formación: que ellos nunca deben quitar la esperanza a un paciente. El problema es entender que mantener la esperanza es hacer creer a sus pacientes, sea cierto o no, que pueden curarse. Seguramente es lo que querría el paciente que fuera verdad, pero si no lo es, quizá la esperanza consista en ofrecer al enfermo algo que el médico sí pueda cumplir. Decirle, por ejemplo, la verdad sobre su situación al mismo tiempo que le asegura que va a acompañarlo en todo momento y a aliviar su sufrimiento todo lo posible.
¿Será suficiente para el paciente? Sin duda, para una persona que pensaba que tenía años de vida por delante, esto le parecerá una catástrofe, pero si ya no tiene esos años, no se le debe mentir porque se le quitaría la oportunidad de apropiarse de su final de vida, pasar por el proceso que puede llevar a aceptar su situación y decidir qué quiere y qué no quiere hacer. No es responsabilidad del médico que el paciente logre reconciliarse con lo que le sucede, pues esto dependerá de muchos factores, algunos relacionados con el tipo de enfermedad, el sufrimiento y desgaste que le cause, pero también van a influir la personalidad del enfermo, qué tanto pensó en su muerte a lo largo de la vida y el apoyo familiar y social con que cuente. Lo que sí es responsabilidad del médico es dar el primer paso para que el paciente sepa en qué situación se encuentra para que sus decisiones sean realistas. A menos, claro, que exprese con toda claridad que él no quiere saber nada de su situación y delegue a otra persona todas las decisiones.
El problema es que muchos médicos no se sienten preparados para comunicar la verdad a sus pacientes cuando ésta se refiere a no poder impedir su muerte. Comparten con el resto de la sociedad una actitud que niega y evita la muerte y con la que hemos aprendido a no hablar de la muerte, a ocultarla, disfrazarla y hacer lo posible porque no se note mucho cuando ya es inminente. Como un efecto más de esta negación, a lo largo de su formación los médicos no reciben un entrenamiento que los prepare para hablar de la muerte con sus pacientes. Así, aunque aprenden de las enfermedades que llevan a la muerte, no se incluye en ese aprendizaje el hecho de que serán personas que ellos van a atender las que padecerán esas enfermedades. Esta dificultad para enfrentar la muerte en su práctica es una de las conclusiones encontradas en un artículo recién publicado en que se estudió cómo viven un grupo de médicos residentes de oncología las situaciones relacionadas con la muerte de sus pacientes: “Los participantes (los residentes de oncología) enfrentan la muerte diariamente sin la capacitación necesaria, lo que parece impactarlos más de lo que están dispuestos a aceptar. Tampoco logran sus objetivos manejando situaciones relacionadas con la muerte como suponen que lo hacen. A pesar de reconocer la necesidad de más capacitación y apoyo para enfrentar mejor la muerte, prefieren continuar aprendiendo de su experiencia”.[1]
Cuando los médicos, en muchos casos con el apoyo de los familiares de los pacientes, deciden ocultar al enfermo que va a morir, lo hacen respondiendo a una buena intención de protegerlo de una verdad que consideran imposible de asimilar (seguramente también se protegen a sí mismos para no tener que hablar de algo tan difícil). Esta percepción de que nadie podría soportar saber de su muerte, es una idea culturalmente determinada que se ha ido instalando en la medida en que las personas se fueron desentendiendo de la muerte para dejarla en manos de los médicos, a quienes toca atenderla y, sobre todo, evitar. En otras épocas en que los médicos podían hacer tan poco para curar enfermedades y la esperanza de vida era tan corta, la muerte era un acontecimiento familiar y entonces se consideraba de la mayor importancia que uno supiera que iba a morir para poder prepararse y dirigir el último acontecimiento de su vida.
Lo indeseable, nos cuenta Philippe Ariès en su obra El hombre ante la muerte, era morir en forma repentina sin darse cuenta; tanto era así, que una forma de maldecir era desear al otro una muerte repentina. Todo lo contario de lo que sucede hoy en que muchas personas consideran que ésa es la “muerte bendita”, la que ocurre sin que uno se dé cuenta. Pero una cosa es morir estando dormido sin ningún dolor, una muerte que algunas personas (pocas en proporción) tendrán, y otra cosa es pretender que una persona, cada vez más enferma, no se dé cuenta de que va a morir. Que no se hable de eso no significa que no lo sepa o lo sospeche, únicamente significa que el enfermo, sus familiares y su médico no pueden hablar de lo que está pasando y acompañarse en lo que todos están viviendo.
El médico sólo en parte es responsable de la forma en que pacientes mal informados viven el final de su vida. Los médicos podrían comunicarse mejor con sus pacientes si estos han reflexionado sobre la muerte, no necesitan negarla y, de alguna manera, se han preparado para aceptar que un día la enfermedad o el simple desgaste de la vida los acercará a ella. Por eso, todos necesitamos aprender a hablar y a pensar en nuestra muerte a lo largo de la vida. Ésta, la vida, adquirirá mucho más valor al ser conscientes de que es finita, pero además podremos prepararnos para cuando llegue ese momento en que la medicina ya no pueda hacer nada para evitar nuestra muerte. Entonces, podremos expresar a quienes nos acompañen, a los médicos y familiares, que no queremos que nos oculten nada, pues necesitamos conocer con toda claridad nuestra situación para aprovechar, como queramos y dentro de las limitaciones que la enfermedad imponga, el tiempo que nos quede de vida. Así le podremos dar el mejor cierre a esa obra que fuimos construyendo a lo largo de los años vividos y que merece el mejor final.
Notas:
[1] Álvarez-del Río A, Ortega-García E, Oñate-Ocaña L, Vargas-Huicochea I. “Experience of oncology residents with death: A qualitative study in México”. BMC Medical Ethics, 2019 doi: 10.1186/s12910-019-0432-4