Muerte

Tiempo al tiempo

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¿Por qué venimos a esta vida con tiempo limitado?

Desde temprana edad, cuando ya somos conscientes, sabemos que algún día vamos a morir. Si lo pensamos, cada día que pasa estamos más cerca de morir.

No pedimos nacer, pero igual nacemos y nos encontramos en una realidad en la cual viviremos por un breve periodo de tiempo, y que después de éste, inevitablemente moriremos.

Cuando se nos acaba el tiempo y morimos, ¿es el fin del juego?

De no ser el fin, ¿a dónde vamos después?, ¿esta vez podemos escoger?, ¿depende en algo de cómo nos hayamos comportado?

Y si no decidimos nacer ni tampoco morir, ¿hay algo que decidamos por nosotros?

En el tiempo limitado que tenemos, crecemos, nos reproducimos –si tuvimos “suerte”– y morimos. En el inter de esto, sufrimos accidentes, enfermedades… pérdidas, que tampoco decidimos.

Lo que sí decidimos fue casarnos –cada vez menos de nosotros–, tener hijos –ya sea que hayamos podido o no–, abrir un negocio, estudiar una carrera o un oficio, viajar…

¿Seguro que lo decidimos nosotros?

¿Tiene sentido vivir sabiendo que pronto vamos a morir?


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La vida que viene y yo me voy

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Si supieras que vas a morir pronto, ¿qué harías a partir de ese momento en adelante?

Obvio…haríamos todo lo que siempre quisimos hacer.

Probablemente renunciaríamos a nuestro trabajo (si aún tenemos uno), para dedicarnos tiempo a nosotros mismos, a nuestras familias y amigos.

Venderíamos muchas cosas que tenemos y que no usamos.

Usaríamos el dinero que tenemos para viajar y conocer el mundo, ya que antes no teníamos tiempo para hacerlo.

Pasaríamos más tiempo buscando información y leyendo para intentar comprender qué sigue después de la muerte.

Probaríamos aquellas cosas que no habíamos hecho porque nos daban miedo.

Buscaríamos ser felices y apreciar los pequeños detalles y momentos que nos regala la vida.

Y si supieras que vas a morir mañana, ¿qué harías hoy?

Pues no mucho, más que otra cosa el tiempo nos alcanzaría únicamente para despedirnos de nuestros más cercanos.

Entonces, ¿sería más satisfactoria nuestra vida si la viviéramos pensando que pronto moriremos?

¿Viviríamos realmente el tipo de vida que siempre quisimos?

¿Existe algún impedimento para empezar a vivir de esa manera a partir de hoy?


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Fecha de caducidad

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¿Nacemos con un cronómetro invisible que contabiliza el tiempo que nos queda para vivir?

¿Está ya todo decidido y no depende en nada de nosotros y de nuestras decisiones?

Cada día mueren alrededor de 155 mil personas en el mundo, por lo que en lo que va del año, han muerto aproximadamente 21 millones.

Sería ideal que la mayoría de esas personas fueran de edad avanzada y alcanzaran los 72 años, que es la expectativa o esperanza de vida que existe actualmente, pero no es así.

En un día cualquiera mueren personas de todas las edades, desde bebes, niños, adolescentes, adultos y ancianos.

fecha de caducidad
Ilustración: Daria Golab.

Algunos mueren en accidentes, otros por enfermedades, por no tener que comer, por drogas y por muy diversas causas.

¿Puede ser que todas las personas que se mueren en un día, tengan una misión en común que cumplir y por eso mueran ese mismo día?

Es decir, que no haya nada malo con sus muertes, sino que simplemente todas ellas de acuerdo con sus características, tengan un trabajo que hacer en otro lado y por eso sean ellas y no otras las que dejen este mundo para irse a otro.

¿O puede ser que sea fortuito y no tenga finalidad alguna?

¿El día de nuestra muerte es una casualidad o es destino?


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Morir y hacer el duelo en tiempos de pandemia

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Entre todas las situaciones tristes a las que nos ha enfrentado la pandemia que estamos viviendo, hay dos especialmente inquietantes. Por un lado, que las personas que enferman gravemente por COVID-19 mueran solas mientras están recibiendo tratamiento para curarse en los hospitales sin haber tenido la oportunidad de despedirse. Por otro, que los familiares de personas que han fallecido por la enfermedad no tengan la oportunidad de realizar los rituales funerarios con el cuerpo de su ser querido, el cual debe ser cremado de inmediato, ni puedan estar acompañados físicamente por otras personas que puedan consolarlos y abrazarlos.

Las restricciones que impiden las despedidas antes y después de la muerte están justificadas porque es necesario prevenir más contagios. Incluso si los familiares individualmente prefieren arriesgarse a contagiarse antes que perder la oportunidad de decir el último adiós a su enfermo, debe prevalecer la protección de la comunidad y evitar que haya que atender más personas en las condiciones de escasez de recursos en las que ya estamos. Sin embargo, es necesario preguntarse qué se puede hacer para no privar a un paciente del derecho a una muerte digna, en la que estar acompañado es un elemento importante, ni arrebatar a sus familiares los elementos indispensables para transitar por el proceso de duelo.

 En su artículo Por el derecho al buen morir la periodista mexicana Marcela Turati nos recuerda la importancia de despedirse antes y después de la muerte de un ser querido; con esa acción se da la posibilidad de iniciar los rituales que ayudan a transitar por el duelo, un proceso a través del cual se honra a la persona perdida y se aprende a vivir sin su presencia física. Cientos de muertes causadas por la violencia que por años ha prevalecido en el país, han dejado a muchas personas sin la posibilidad de ver el cuerpo de su familiar desaparecido y, aunque sospechen que ha fallecido, al no constatarlo viendo su cuerpo, no pueden hacer su duelo. Por eso, no cesan en su lucha y exigencia de encontrar a sus desaparecidos.

morir en tiempos de pandemia
Fotografía: José Sánchez/Agence France-Presse

El miedo a morir es compartido por muchas personas y hay diversas razones para que así sea. Simplificando, los motivos pueden encerrarse en tres grandes rubros: a) no querer separarse de lo que se ama en esta vida, incluyendo a las personas que se quieren, los planes que aún se tienen, y las experiencias que uno vive; b) el temor a lo desconocido, a lo que sigue después de la muerte; c) la angustia de pasar de ser a no ser. Todos estos miedos podrán estar más o menos atemperados en función de qué tanto uno haya reflexionado sobre la finitud, y encontrado respuestas personales para vivir con paz sabiendo que tarde o temprano tendrá que morir. Cuando se pregunta a personas enfermas qué es lo que más temen de saber que van a morir, la mayoría responde que “morir con sufrimiento” y “morir solo”, sin alguien que esté con ellas como testigo cuando hacen el cierre de su vida. De ahí la importancia de asegurar a los pacientes que no van a morir con sufrimiento ni solos, pero también la necesidad de asegurarse que en los hospitales existan los medios para cumplir esta promesa.

Actualmente, las barreras físicas que imponen las medidas sanitarias pueden compensarse, de alguna manera, utilizando los medios tecnológicos con los que ahora contamos. A un enfermo se le pueda acercar un celular para que hable o simplemente escuche a un familiar despedirse; o pueda oír mensajes de diferentes personas cercanas que le expresen lo que significa para ellas; o ver y conversar con sus seres queridos a través de video llamadas. Pero también puede acudirse a otros recursos como escribir cartas o mensajes. Así lo han hecho en el Hospital General de Zona No. 27 “Dr. Alfredo Badallo García”.

Los pacientes dictan mensajes que el personal de enfermería escribe y el de trabajo social fotografía para que puedan verlos los familiares; así han podido establecer una comunicación que ha sido importante también cuando el enfermo sigue en tratamiento con posibilidades de curarse. Algunos pacientes que reconocen que a pesar del tratamiento no tienen la garantía de sobrevivir aprovechan esta oportunidad para decir palabras que podrán dar consuelo a sus seres queridos. Gerardo escribe a sus padres: “me están dando la opción de intubarme para ayudarme… y si en algún caso ya no puedo despertar, quiero que sepan que los amo a ustedes y a mi hija”.

Cuando alguien querido muere, necesitamos rituales que marquen ese acontecimiento tras el cual nuestra vida ya no puede ser la misma por el vacío que nos deja. Es necesario hacer una pausa en la vida y dedicar un tiempo a reconocer el dolor de la ausencia, a agradecer que esa persona haya formado parte de nuestra vida y a descubrir cómo vivir ahora con lo que ya sólo será su recuerdo. Es algo que les debemos a nuestros muertos, pero que también necesitamos los vivos para confiar en que al morir se nos honrará, recordará y no se tratará de inmediato de “seguir con la vida” como si nada hubiera pasado.

En México, como en muchos otros países, la actitud de negación que predomina ante la muerte ha llevado a darle menos valor a los rituales funerarios, lo cual se expresa en hacerlos lo más breves posible para no deterse demasiado en pensar en la muerte. Pero también hay comunidades que mantienen rituales a los que dedican más tiempo, con los cuales las personas se sienten realmente acompañadas, todo lo cual les permite sobrellevar mejor el duelo. La necesidad de que se creme de inmediato el cuerpo de una persona que fallece por COVID-19, junto con las medidas de aislamiento resulta muy duro en todos los casos y obliga a realizar en soledad los rituales que en compañía resultan mucho más consoladores.

A pesar de las limitaciones que impone la situación que estamos viviendo, hay que buscar la forma de hacer el duelo. Mariana Rodríguez, psicóloga de la Facultad de Medicina de la UNAM, recomienda encontrar medios alternativos para despedirse de la persona fallecida si no fue posible hacerlo en el momento y esto podría ser a través de una carta; exhorta también a hablar con la familia del dolor que se está sufriendo, si es necesario, ayudándose de la tecnología y, por último, a reconocer, cuando sea el caso, la necesidad de pedir ayuda. La Facultad de Medicina ofrece atención en línea a su comunidad y existen organizaciones que ofrecen apoyo para la población en general, además que se puede obtener información al respecto en los hospitales.[1] Por su parte, Marcela Turati nos habla de actos colectivos que han surgido en diferentes países para que la muerte (y la vida) de personas que han muerto por COVID-19 no pasen desapercibidas. Estos actos incluyen un sitio web, Memorias vivas, para poner el nombre y foto de personas fallecidas, así como otro que es un memorial virtual, cv19memorial, para favorecer el duelo colectivo compartiendo testimonios personales, y un muro digital, el Memorial del coronavirus, para escribir a las personas fallecidas lo que quedó por decir. 

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Marcela Turati, periodista mexicana independiente (Fotografía: Fundación Gabo).

La reflexión sobre las limitaciones que impone la pandemia al no permitir a muchas personas despedirse de sus seres queridos, puede servirnos para valorar lo que en situaciones normales nos es posible hacer, pero no hacemos por nuestra dificultad para hablar de la muerte y nuestra torpeza para acompañar en el sufrimiento. Es frecuente que los pacientes mueran solos, física o emocionalmente, por la dificultad de las personas cercanas de asumir con ellos lo que está sucediendo. Todavía hay familiares que piden al médico que no se le diga al paciente que va a morir, ¿cómo acompañarlo en ese momento tan trascendental si éste se quiere disimular?

La pandemia nos ha recordado nuestra fragilidad. Aunque el enorme avance del conocimiento científico se ha traducido en la posibilidad de postergar la muerte y alargar nuestras vidas –lo cual no podemos más que agradecer–, es un error ignorar que la medicina tiene límites para curarnos porque finalmente somos mortales. Estaríamos mejor preparados cuando llegue el momento de enfrentar la muerte, sea la propia o la de un ser querido, si a lo largo de la vida pudiéramos detenernos a pensar que un día vamos a morir. Además de haber aprovechado más una vida que asumimos que tiene un fin, podremos aprovechar la oportunidad que se abre en ese momento para expresar lo que queremos que sepan las personas que nos importan. Si por la gravedad de nuestra enfermedad sabemos que el final de la vida está muy cerca, podremos decirles lo que necesitan saber y escuchar lo que ellos necesitan que sepamos. Si elegimos recibir un tratamiento sabiendo que existe el riesgo de morir, deberíamos también despedirnos por si sucede lo que no deseamos, pero no controlamos; tenemos todo por ganar en caso de que la despedida no haya sido necesaria y sigamos con vida.

No se trata de pensar todo el tiempo en la muerte, pero sí de vivir sabiendo que en cualquier momento podemos morir, aun cuando nuestro deseo sea seguir viviendo y nos ocupemos lo mejor posible en eso. De esa forma, si nos es dado anticipar que vamos a morir, podremos elegir lo único que está en nuestras manos: decidir cómo queremos y cómo no queremos morir y estar acompañados de quien queramos. Si no tenemos la oportunidad de saber que vamos a morir, habrá servido que nos hayamos ocupado oportunamente de decir a las personas que más nos importan todo lo que significan para nosotros. No hay que dejarlo para después, porque puede suceder que no haya tal.


Notas:
[1] Psicólogos sin Frontera México están dando atención psico-emocional a distancia por COVID-19. Algunas organizaciones con información útil en sus páginas son: Cepsim Madrid, OMEN-AEN en Bilbao. Cabe mencionar el importante apoyo que están ofreciendo diferentes organizaciones para auxiliar al personal de salud, entre ellas, el que da el grupo de psicoterapeutas que puede contactarse en psicoterapiasmedicos@gmail.com.


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Los otros síntomas. Parálisis, hambre y angustia

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Desde que tuvimos noticia de la amenaza invisible a la salud y a la vida misma del ser humano, surgida en una región de la antes lejana China, fuimos poniendo atención en las peculiaridades de la enfermedad. Recibimos las noticias primeras, como es natural hoy en día, por los principales medios noticiosos, hasta entonces, aliados irreductibles de la comunicación oficial y por las eficientes y prolijas redes sociales.

Los síntomas, se dijo, eran la fiebre, tos seca, dificultad para respirar, dolor de cuerpo y malestar general. Más tarde se adicionó la pérdida de olfato y la desaparición del sentido del gusto. Se identificó como vehículo de transmisión genérico el contacto personal, favorecido por el natural desconocimiento de la infección, toda vez que puede ser asintomática en un alto porcentaje de casos.

Así, mientras la enfermedad se propagaba silenciosa y se instalaba cómodamente en cualquier espacio, en cualquier picaporte, en cualquier salón de clases, en cualquier despacho, espacio público, transporte colectivo, auditorio o centro de espectáculos, la vida continuó su marcha cotidiana sin mayor preocupación. China estaba muy lejos.

sintomas de coronavirus
Ilustración: Washington Post.

Inexorable, silencioso y perseverante, el anunciado mal invadió de repente, con un carácter, eso sí, democrático, republicano, federalista y universal, acometió sin reparo ni distinción alguna a conservadores y liberales, a ricos y pobres, a jóvenes y viejos, hombres y mujeres por igual. Enclaustró comunidades enteras, aisló a padres e hijos, dejó en el desamparo a millones, enterró a miles y aterrorizó a todos.

Las estadísticas difundidas cotidianamente respecto a la expansión de la pandemia dan cuenta del número de personas contagiadas, hospitalizadas, fallecidas o recuperadas, focalizando la atención en los alarmantes datos. No se habla prácticamente de otra cosa que no sea el bicho y la amenaza patente en materia sanitaria.

Pero parece que no se consideran los efectos catastróficos de otros síntomas del COVID-19, no referidos por la estadística, pero evidentes, que se suman a los ya descubiertos por los científicos y los profesionales de la salud. Estos son la parálisis, el hambre y la angustia, que pueden tener manifestaciones antes, durante y después de la enfermedad, con secuelas profundas, incluso sin haber tenido un contagio confirmado, sobre la salud social, política y económica de la nación.

sintomas del covid
Ilustración: Business Media.

El confinamiento ha provocado la desaceleración de la actividad social y productiva, con un impacto directo en la capacidad de las empresas más vulnerables para sostenerse y sortear con cierto grado de éxito la circunstancia. El efecto inmediato, consecuencia lógica, es el despido de trabajadores y, por lo tanto, el incremento del desempleo. Tanto el sector privado como gobiernos de diversos órdenes han advertido un futuro inmediato nada promisorio, y han propuesto medidas de contención que no han sido privilegiadas por el consenso de todos los sectores.

La parálisis económica y administrativa se erige como una amenaza latente, que dejaría en la orfandad a miles, sin los recursos mínimos para atender la subsistencia del hogar. El hambre y la angustia serían la realidad pavorosa de amplios sectores de la población, tanto o más dañina que la crisis viral, con los consecuentes efectos negativos en el ambiente social, en la estabilidad y la seguridad del país.

Mientras la atención se centra en la novedosa peste, en la reclusión y en el debate económico y político, la administración pública mantiene al mínimo indispensable la actividad, particularmente de los servicios esenciales. En contrapartida, la actividad criminal se incrementa. Los cárteles asumen un rol proactivo en diferentes regiones mediante el reparto de artículos y despensas como un recurso propagandístico para ampliar su base social. Un muy mal síntoma para la pacificación del país y el control de la violencia en estos tiempos de crisis. Muchos son, en definitiva, los síntomas sociales del coronavirus, más que la fiebre, la tos y el malestar, los síntomas son colectivos, fomentan la discordia, inducen al desconcierto, minan la confianza ciudadana y laceran profundamente el tejido social.


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Necesitamos la comunicación del médico para elegir el mejor final

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Aunque no sabemos cómo nos va a tocar llegar al final de nuestra vida, es muy probable que nos toque vivirlo en un contexto de atención médica, a menos que tengamos una muerte repentina, causada por un accidente, un acto violento o una condición médica, en la que no se haya podido hacer nada para morir mejor o peor. Por el contrario, si el final llega cuando estamos recibiendo atención médica para atender una enfermedad, las complicaciones que causa la edad avanzada o las secuelas de un accidente, hay mucho que se puede hacer para que la última etapa de nuestra vida y el mismo momento de morir sea mejor. Esto significa que también se pueden hacer mal las cosas con la consecuencia de que las personas tengan un final de vida indigno y con un sufrimiento innecesario. En muchas ocasiones esto sucede porque los médicos, a veces por solicitud de los familiares, no tienen con el paciente la necesaria comunicación (cuando éste está consciente y tiene la capacidad para decidir) y se le oculta que ya no hay forma de evitar su muerte. Sin el conocimiento que necesitaría, aprueba o simplemente sigue recibiendo tratamientos que se supone que le van a curar hasta que llega un momento en que la situación se hace insostenible.  

El documental Consider the Conversation: A Documentary on a Taboo Subject fue realizado en 2009 por Michael Berhagen y Terry Kaldhusdal con la idea de ayudar a las personas a darse cuenta de lo importante que es hablar sobre lo que queremos para el final de nuestra vida. Este documental está organizado en capítulos que presentan diferentes aspectos del tema a través de entrevistas, tanto de pacientes que están en una situación terminal, como de médicos, psicólogos, trabajadores sociales y personas especializadas en cuidados paliativos. Al principio también vemos entrevistar a personas que están caminando por la calle. Sin escuchar la pregunta, podemos adivinarla: “¿cómo le gustaría morir?”. Después de recuperarse de la sorpresa, hombres y mujeres de diferentes edades van contestando y, con algunas variantes, todos dicen que querrían morir en su casa, acompañados por sus familiares y sin dolor. En realidad, ésta no es una respuesta que nos sorprenda.

morir
Fotograma del documental “Consider the Conversation: A Documentary on a Taboo Subject”.

Nos llamaría la atención (aunque éste termine siendo un escenario frecuente) que dijeran que quieren morir en una unidad de cuidados intensivos que mantenga la función de sus órganos vitales con todo tipo de aparatos, encontrándose aislados y desorientados o inconscientes. Pero el documental inicia así para invitar a la reflexión: si las personas tienen una idea de cómo quieren morir, de cómo no querrían vivir y de lo que sería una buena muerte para ellas, ¿en qué momento nos perdemos como para que haya tanta gente que muere como no hubiera querido? ¿Cómo es que hay pacientes que reciben tratamiento tras tratamiento que los obliga a permanecer en el hospital o a tener que ir a él con mucha frecuencia, a pesar de que los médicos (y en ocasiones también los familiares) saben que no les van a beneficiar y que su muerte no se va a poder evitar? Al menos parte de la respuesta es que para muchos médicos es más fácil seguir haciendo cosas (indicando tratamientos o estudios) que tener una conversación (“una” es un decir, serán todas las conversaciones necesarias) a través de la cual el paciente pueda conocer su condición médica, así como las probabilidades de éxito de los tratamientos que le ofrecen (muchas veces nulas) como para poder elegir si los quiere o no y decidir cómo y dónde desea vivir el final de su vida. Mientras el médico no comparta con el paciente el conocimiento que tiene sobre su enfermedad, deja al enfermo sin el poder para decir qué quiere y son los otros, médicos y familiares, quienes deciden por él. ¿Querríamos vivir así los últimos días, semanas, meses de nuestra vida, desinformados de algo que los demás conocen?

Hay otro capítulo en este documental en el que se habla de la esperanza, la cual, hay que decir, ha sido sobrevaluada o, al menos, mal entendida. Para ejemplificar su mal uso, se recuerda lo que sucedió cuando se sabía que el huracán Katrina se dirigía a Nueva Orleans. Se escuchaban cosas como “ojalá que se desvíe”, “ojalá que disminuya de fuerza”, expresiones de lo que se deseaba que pasara, pero nadie se ocupó de planear qué hacer si esos deseos no se cumplían. Esto sirve para pensar en lo que muchas veces se hace en la atención médica de pacientes que están en el final de su vida. Se desea tanto que se puedan curar, que se actúa como si eso pudiera conseguirse sólo porque se desea y se deciden tratamientos que sólo se basan en la esperanza. Pero es claro que no es suficiente desear cuando hay datos objetivos que indican que los tratamientos no pueden cambiar el desenlace. Otra cosa es que muchas veces los datos sean inciertos, lo cual puede dificultar tomar las decisiones, pero eso es algo que también tendría que saber el paciente para decidir si quiere apostar sobre un tratamiento que, aunque mínimas, tiene algunas posibilidades de éxito, pero también efectos indeseables.

En su libro Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de nuestras vidas, Sherwin Nuland trata el tema de la esperanza y recomienda a los médicos revisar eso que aprenden muy pronto en su formación: que ellos nunca deben quitar la esperanza a un paciente. El problema es entender que mantener la esperanza es hacer creer a sus pacientes, sea cierto o no, que pueden curarse. Seguramente es lo que querría el paciente que fuera verdad, pero si no lo es, quizá la esperanza consista en ofrecer al enfermo algo que el médico sí pueda cumplir. Decirle, por ejemplo, la verdad sobre su situación al mismo tiempo que le asegura que va a acompañarlo en todo momento y a aliviar su sufrimiento todo lo posible.

morimos

¿Será suficiente para el paciente? Sin duda, para una persona que pensaba que tenía años de vida por delante, esto le parecerá una catástrofe, pero si ya no tiene esos años, no se le debe mentir porque se le quitaría la oportunidad de apropiarse de su final de vida, pasar por el proceso que puede llevar a aceptar su situación y decidir qué quiere y qué no quiere hacer. No es responsabilidad del médico que el paciente logre reconciliarse con lo que le sucede, pues esto dependerá de muchos factores, algunos relacionados con el tipo de enfermedad, el sufrimiento y desgaste que le cause, pero también van a influir la personalidad del enfermo, qué tanto pensó en su muerte a lo largo de la vida y el apoyo familiar y social con que cuente. Lo que sí es responsabilidad del médico es dar el primer paso para que el paciente sepa en qué situación se encuentra para que sus decisiones sean realistas. A menos, claro, que exprese con toda claridad que él no quiere saber nada de su situación y delegue a otra persona todas las decisiones.

El problema es que muchos médicos no se sienten preparados para comunicar la verdad a sus pacientes cuando ésta se refiere a no poder impedir su muerte. Comparten con el resto de la sociedad una actitud que niega y evita la muerte y con la que hemos aprendido a no hablar de la muerte, a ocultarla, disfrazarla y hacer lo posible porque no se note mucho cuando ya es inminente. Como un efecto más de esta negación, a lo largo de su formación los médicos no reciben un entrenamiento que los prepare para hablar de la muerte con sus pacientes. Así, aunque aprenden de las enfermedades que llevan a la muerte, no se incluye en ese aprendizaje el hecho de que serán personas que ellos van a atender las que padecerán esas enfermedades. Esta dificultad para enfrentar la muerte en su práctica es una de las conclusiones encontradas en un artículo recién publicado en que se estudió cómo viven un grupo de médicos residentes de oncología las situaciones relacionadas con la muerte de sus pacientes: “Los participantes (los residentes de oncología) enfrentan la muerte diariamente sin la capacitación necesaria, lo que parece impactarlos más de lo que están dispuestos a aceptar. Tampoco logran sus objetivos manejando situaciones relacionadas con la muerte como suponen que lo hacen. A pesar de reconocer la necesidad de más capacitación y apoyo para enfrentar mejor la muerte, prefieren continuar aprendiendo de su experiencia”.[1]

Cuando los médicos, en muchos casos con el apoyo de los familiares de los pacientes, deciden ocultar al enfermo que va a morir, lo hacen respondiendo a una buena intención de protegerlo de una verdad que consideran imposible de asimilar (seguramente también se protegen a sí mismos para no tener que hablar de algo tan difícil). Esta percepción de que nadie podría soportar saber de su muerte, es una idea culturalmente determinada que se ha ido instalando en la medida en que las personas se fueron desentendiendo de la muerte para dejarla en manos de los médicos, a quienes toca atenderla y, sobre todo, evitar. En otras épocas en que los médicos podían hacer tan poco para curar enfermedades y la esperanza de vida era tan corta, la muerte era un acontecimiento familiar y entonces se consideraba de la mayor importancia que uno supiera que iba a morir para poder prepararse y dirigir el último acontecimiento de su vida.

Lo indeseable, nos cuenta Philippe Ariès en su obra El hombre ante la muerte, era morir en forma repentina sin darse cuenta; tanto era así, que una forma de maldecir era desear al otro una muerte repentina. Todo lo contario de lo que sucede hoy en que muchas personas consideran que ésa es la “muerte bendita”, la que ocurre sin que uno se dé cuenta. Pero una cosa es morir estando dormido sin ningún dolor, una muerte que algunas personas (pocas en proporción) tendrán, y otra cosa es pretender que una persona, cada vez más enferma, no se dé cuenta de que va a morir. Que no se hable de eso no significa que no lo sepa o lo sospeche, únicamente significa que el enfermo, sus familiares y su médico no pueden hablar de lo que está pasando y acompañarse en lo que todos están viviendo.

Philippe
Philippe Ariès, historiador francés.

El médico sólo en parte es responsable de la forma en que pacientes mal informados viven el final de su vida. Los médicos podrían comunicarse mejor con sus pacientes si estos han reflexionado sobre la muerte, no necesitan negarla y, de alguna manera, se han preparado para aceptar que un día la enfermedad o el simple desgaste de la vida los acercará a ella. Por eso, todos necesitamos aprender a hablar y a pensar en nuestra muerte a lo largo de la vida. Ésta, la vida, adquirirá mucho más valor al ser conscientes de que es finita, pero además podremos prepararnos para cuando llegue ese momento en que la medicina ya no pueda hacer nada para evitar nuestra muerte. Entonces, podremos expresar a quienes nos acompañen, a los médicos y familiares, que no queremos que nos oculten nada, pues necesitamos conocer con toda claridad nuestra situación para aprovechar, como queramos y dentro de las limitaciones que la enfermedad imponga, el tiempo que nos quede de vida. Así le podremos dar el mejor cierre a esa obra que fuimos construyendo a lo largo de los años vividos y que merece el mejor final.


Notas:
[1] Álvarez-del Río A, Ortega-García E, Oñate-Ocaña L, Vargas-Huicochea I. “Experience of oncology residents with death: A qualitative study in México”. BMC Medical Ethics, 2019 doi: 10.1186/s12910-019-0432-4

Días de muertos

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La muerte tiene una especial y añeja relación con la cultura nacional que se expresa cotidianamente en su folclor, en los rituales religiosos, en su comicidad y en sus conflictivos intercambios sociales.

El culto a la Parca tiene múltiples connotaciones que funden nuestro pasado precolombino con las tradiciones importadas durante la colonia y se traducen en nuevas expresiones que hoy trascienden las fronteras y son recibidas en otras geografías con extrañeza e incomprensión, aunque innegablemente con gran curiosidad, como algo surrealista o macabro.

A la tradición de los altares, las catrinas de Posadas, las pernoctas familiares en los cementerios, se suman ahora desfiles alegóricos, muestras pictóricas, espectáculos y parques de diversiones con temáticas alusivas a la temporada de los santos difuntos. Los mexicanísimos días de muertos parecen recuperar, paulatinamente, su espacio original que en décadas pasadas fue invadido silenciosamente por el importado Halloween, desplazando a la ancestral calaverita.

De una celebración religiosa popular, de reflexión, remembranza y culto a los que ya han partido, a quienes se ofrenda aquello que más gustaron en vida, se ha transformado en una fiesta periódica donde hacen gala el jocoso ingenio, la escenografía y la diversión.

Pero no todo es altar con cempasúchil, mole, tequila y pachanga en honor de los difuntos. La cultura de la muerte en México tiene, paradójicamente, una expresión terriblemente real, que aterra y sobrecoge, que dista diametral y dolorosamente de la tradición festiva de nuestra raza. La violencia que se desparrama desde hace más de una década en prácticamente todo el territorio nacional (incluido el corazón estratégico del país), nos ubica como uno de los lugares más peligrosos del planeta, en el que se suceden cotidianamente espectáculos macabros que evidencian una crueldad y un barbarismo inusitados y dan cuenta del nivel de vulnerabilidad y riesgo a que está expuesta la sociedad de la decimoquinta economía del mundo.

Según datos del INEGI, en los últimos 10 años (2009-2018) se registraron más de 255,000 homicidios, a los que deben sumarse, tentativamente, los miles de desaparecidos, de los cuales no hay datos certeros, así como la cifra negra que se antoja amplísima. Los datos oficiales son espeluznantes, sólo comparables con situaciones de conflicto bélico, escenarios de guerra en los que el empleo de armas e implementos diseñados para la destrucción del enemigo se estiman naturales, pero que en un país que se asume en paz, resultan dramáticamente preocupantes.

Escenas dantescas, cuerpos mutilados, cadáveres colgados, tumbas clandestinas multitudinarias descubiertas, asesinatos difundidos en redes sociales, forman parte de una cotidianidad a la que parece nos vamos ajustando como costumbre. El asombro y la indignación ante estas circunstancias es cada día menor.

La Santa Muerte se ha incorporado, informalmente claro, al santoral y su culto se extiende y consolida como característico de un segmento social identificado con la violencia y el crimen. Se ha dado personalidad a una condición inherente al ciclo natural de la vida y se ha erigido como una santa patrona protectora que va adquiriendo gran popularidad.

La fijación del mexicano por la muerte parece estar en su ADN, desde el Mictlán fusionado con el cristiano paraíso. En su evolución, el culto es ya no solo ritual, conmemoración o remembranza, la sociedad de hoy vive estrechamente conectada con la muerte, con la real, la cotidiana, la física, resultado de la crítica situación ante el crimen que parece no tener freno, limitación ni humanidad.

La ferocidad con que se expresan los delincuentes con hechos de sangre y fuego, haciendo amplia difusión de su crueldad, a manera de propaganda, raya en actos de terror, que también tienen alcance global en medios.

En fin, gran paradoja: por una parte, nuestras tradiciones, entre festejos y conmemoraciones a los muertos y por la otra una situación cotidiana de muerte, amenazante y caótica, que nos enfrenta, un día sí y otro también, a una realidad macabra.