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La epidemia de la falsedad

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Es entendible que ante una situación tan inusitada como la de la pandemia actual, sea difícil comunicar en todo momento información precisa que le permita entender a la sociedad lo que ocurre. La complejidad de un fenómeno como el que nos ha tocado vivir en el último año, ha supuesto un reto gigante, no sólo para los gobernantes, sino incluso para los médicos y científicos que se han enfrentado a una realidad en constante cambio. Sin embargo, aquellos gobiernos que han preferido escuchar a quienes están más capacitados para saber, han tenido mejores resultados que quienes han preferido el discurso fácil, la propaganda y la falsedad.

En el libro tres de La República de Platón, Sócrates le pregunta a su interlocutor si no será necesario que, en aras de fomentar la lealtad y devoción de los guardias a su ciudad, se les eduque desde pequeños partiendo de algún mito que asegure lo anterior. En otras palabras, Sócrates plantea que el bien de la ciudad, a veces requiere que la verdad permanezca de cierta manera velada, de tal suerte que la armonía y estabilidad de las estructuras que la sustentan, no se vean comprometidas. Es de este pasaje del que surge la famosa idea de la “mentira noble” que, para algunos, prueba que la concepción platónica de la política, a pesar de su supuesta promoción de la búsqueda de la verdad como la base de la vida buena, necesita de cierta habilidad del gobernante para echar mano del engaño cuando el bienestar general lo requiera.

Supera al alcance de esta columna argumentar detalladamente que, en realidad, el compromiso de Platón con la verdad es un compromiso inequívoco si se ve este segmento en el conjunto de la obra del autor griego. Sin embargo, cabe decir, que incluso en el ejemplo de la mentira noble, existe una condición que precede a dicha acción para que esta sea válida o deseable: el gobernante siempre tiene un compromiso sólido con la verdad, y ante todo, ve por el bien de la sociedad a su cargo (de toda). Es decir, el supuesto recurso del engaño o subterfugio nunca se justifica en función del interés personal de quien gobierna: más bien, hace alusión a una especie de prudencia que permita a la sociedad alcanzar su bien, incluso cuando ésta no sea capaz de comprender la realidad en su totalidad.

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Imagen: R. Sasikumar.

Este fragmento, que en sí es parte de un trabajo que tiene un carácter más utópico sobre cómo ha de organizarse una ciudad para garantizar la vida buena de sus habitantes, nos muestra que la cuestión de la relación que debe existir entre verdad y política, siempre ha sido una relación complicada. Y dicha complicación podríamos decir que surge de la natural dificultad que conlleva, por un lado, conocer la verdad de las cosas y, por otro, comunicar adecuadamente dicha verdad a las demás personas. Sin embargo, no todo es complejo de la misma manera: hoy en día, con el avance de la ciencia y la tecnología, tenemos una posibilidad más real de comprender ciertos fenómenos, cuando dichos fenómenos pueden ser explicados con base en datos y conocimientos técnicos.

La pandemia del Covid-19 ha puesto a prueba el compromiso que los gobiernos tienen con la verdad. En este caso, la verdad sobre el Covid, si bien compleja, puede ser comprendida cada vez más si se deja a los especialistas hablar por sí mismos. Es por esto que, en una situación como la actual, no tiene nada de prudente decir que se “está aplanando la curva”, cuando los contagios van en aumento; o que el uso del cubrebocas “depende de cada quien”, cuando cada vez hay más evidencia de que ese instrumento sí contribuye a reducir de manera considerable los contagios.

Para algunos gobiernos –el de este país incluido–, parecería que el manejo de la pandemia se ha dado en función de no contradecir determinados discursos, incluso cuando ello se contrapone al consenso científico sobre el comportamiento del virus. En el caso de México, quien ha estado al frente de los esfuerzos por contener la enfermedad –alguien que, en teoría, debería tener un compromiso inequívoco con la ciencia–, ha preferido acomodar constantemente los datos a la narrativa de la cabeza del gobierno.

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Imagen: GettyImages.

Es comprensible que haya cosas que deban permanecer prudentemente salvaguardadas por cuestiones de seguridad o algún otro tipo de consideraciones –en un caso de guerra, por ejemplo, si se revela toda la información que se tiene, se arriesga a que el enemigo la aproveche–. Es también comprensible buscar que se tenga una visión optimista, pero ello no a costa de la realidad. Nada tiene de noble la falta de transparencia, y en este caso, lo único que genera la mentira es sufrimiento y dolor, que, al menos hasta cierto punto, pudo haber sido menor.

En su momento, el ahora expresidente de Estados Unidos, buscó también acallar la voz de quien, por su preparación técnica, estaba autorizado para establecer una política de contención sensible y basada en lo que se sabía. No fue sino hasta la salida de Trump que la visión del Dr. Fauci, alguien ampliamente respetado por su prestigio intelectual, empezó a ser nuevamente tomado en cuenta; algo que en definitiva ha contribuido a los resultados alentadores que hemos visto en las semanas recientes. Y es que está claro que, cuando se habla con claridad y con conocimiento de causa, la gente responde y los prospectos de éxito se multiplican: así lo muestran otros esfuerzos como el que encabeza la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern.

La verdad es algo a lo que no debemos renunciar cuando escogemos a quienes nos gobiernan. La debemos exigir. A la hora de decidir, analicemos quienes, durante esta pandemia, han preferido poner su proyecto personal por encima del bien de las personas: por encima de la realidad. En los dos casos que mencionábamos, quienes han tenido la responsabilidad de liderar, no velaron una verdad porque pudiera ser imprudente; la velaron, más bien, porque pensaron que la falsedad convenía más a su proyecto. En las democracias, las decisiones, en última instancia, las toma el pueblo: pero el pueblo pierde autoridad cuando sus líderes tienen una relación comprometida con la verdad.


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Formas de ideologizar

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En el fondo, la ideología tiene un poder de persuasión indiscutible. El discurso ideológico amenaza anestesiar nuestra mente, confundir la curiosidad, distorsionar la percepción de los hechos, de las cosas, de los acontecimientos.
Paulo Freire.

En la búsqueda de la verdad, todos creemos tener la razón. Por eso tantas filosofías, ideologías, pensamientos, adoctrinamientos, religiones y conductas sociales. Muchas veces creemos que, porque hemos leído algo o conocido algunas cosas y lugares; que, por nuestra experiencia de vida, por la relación con personas –quizás– famosas, con eso y otras actividades adicionales, es suficiente para decir cuál es la verdad.

Y en nuestra vivencia cotidiana, cada persona tiene su propia visión y esa visión representa su verdad, porque eso es lo que vive. Y cuando la supuesta verdad coincide con situaciones similares a las de otras personas, entonces se hace una verdad colectiva. Y así es que se constituyen, por ejemplo, partidos políticos, sociedades, asociaciones, organismos, grupos, colegios, centros, gremios y colectivos que buscan intereses comunes, su beneficio y satisfacción.

Esta conexión sucede con el otro, en tanto éste piense como aquel, generándose una cuasi empatía. A la larga esto tiende a estropearse cuando la conexión fraternal se pierde. Por lo regular la creencia y convicción de una idea se arraiga cuando brota otra posición, ahí se revela el cambio de intereses y no necesariamente un acuerdo común, sino que emerge la verdadera inclinación; el enfoque subyacente o individualista.

Ajedrez.
Ilustración: OPEN.

Para mantener ese interés común se sostiene el factor referencial, que es sostener como verdadero lo que al otro le interesa, de tal manera se trabaja en ese objetivo para producir la conquista de su mente. Esto es lo que se llama ideologización.

Una vez agrupados en el mismo canal, llega la otra fase; la formación mediante círculos de estudios donde se autovalidan y secundan porque leen los mismos libros, reciben la misma información, se comunican entre sí; sociológicamente se entienden. Una forma simple de expresarlo es que se “enamoran”, y como es normal entre enamorados, se cuentan sus penas, dolores, carencias, proyectos, propósitos para justificar sus acciones. Así es en los grupos de formación religiosa, cultural, política, social y en clubes cívicos.

De esta manera, se entra con todo a conquistar los pensamientos a partir de las necesidades. Por supuesto que en esta misión no se pierde el discurso popular; por el contrario, mientras más se pueden sostener públicamente los discursos abrazadores, se masifica la postura generando más adeptos de forma sistemática. Asimismo, validan sus posturas o sus creencias.

Las creencias son –precisamente– el cimiento sustancial que alimenta la verdad que sostienen. Verdades que cuando se confrontan con otras se generan las posturas radicales (la que defiende un criterio por encima de cualquier circunstancia), o la postura advenediza (la que se defiende por relación empática, por tradición o por costumbre).

No obstante, lo que se considera como una verdad social genera criterios encontrados entre grupos antagónicos que viven en el mismo lugar. En los pueblos (o lugares pequeños), por ejemplo, hay criterios diferentes acerca de lo mismo.

Imponer ideologia.
Ilustración: Thibault.

Algunos de estos factores obedecen a la capacidad de recursos económicos y financieros, otro al nivel de educación; donde es usual que quien más tiene y quien más preparado esté, se dice dueño de la verdad. De manera que, una persona con más recursos y más preparación académica impone su verdad ante quien no tiene muchos recursos financieros y tiene poca o ninguna educación académica.

En un abanico de escenarios, a partir de este esquema, es que se promueven las ideologías. Es decir, lo que uno cree, lo promueve y lo siembra en los demás, con la intención principal de que los demás sigan el patrón con el fin de mantener o modificar el sistema social, económico, político o cultural existente. Utilizando este esquema simple de sembrar en la mente los pensamientos que a cada quien le conviene difundir, los interesados se enquistan en grupos que representan sectores sociales y luego con ello presentan los discursos o programas políticos con el fin de producir (en longitud y profundidad) el efecto de interés en el que envuelven a quien se deje.

En otras palabras, la ideología es una ruta de capitalización de ideas de unas personas sobre otras para lograr un fin aludiendo que es para el bien colectivo.

De esta manera, otra vez, América Latina está en manos de todo tipo de farsantes. De derecha y de izquierda. Ya hemos tenido de las dos aguas y los apuros siguen. No hay soluciones que duren mucho porque los mismos que las proponen, incluso las imponen con su poder legal o son medidas tipo parches.

Ambas partes juran fórmulas nobles, beneficiosas, sanas, pero con el tiempo la verdad se impone. Los “ideológicos” de uno y otro partido aluden al discurso reiterado de: “Aquel es peor que nosotros, hay que elegir al menos malo”.

En ambos casos, todos defienden lo que creen. Y esto, muchas veces, sino de forma regular, los lleva a considerar, además de sus creencias, que quien no profesa lo que ellos creen, los demás son una partida de ignorantes, tontos, estúpidos. Convencidos piensan de quienes los adversan que no merecen nada y los marginan, “es que no se dan cuenta que están mal”; incluso los agreden. Así nace la cultura del odio.

¿Le suena eso?