Ciertamente las crisis producen enseñanzas y valiosas oportunidades de crecimiento y evolución, pero también es cierto que el ser humano, en su individualidad y colectivamente, suele tropezar, no una, sino muchas veces con la misma piedra, y se muestra incapaz de aprender de los errores del pasado y sortear con éxito obstáculos ya conocidos.
Se ha anunciado el inicio del tránsito a la “nueva normalidad,” a pesar de que los científicos que administran la emergencia sanitaria han definido ésta como la etapa de mayor expansión del contagio.
La presión sobre la economía y los nocivos efectos anunciados obligan a un retorno gradual a la actividad, con los riesgos y precauciones asociadas, cuyo impacto es impredecible.
Los mexicanos hemos padecido crisis de manera recurrente, prácticamente cada administración nos ha heredado alguna calamidad política, económica o social de magnitudes variadas que han significado retrocesos y consecuentes nuevos comienzos, sin haber aprovechado las experiencias de circunstancias críticas, en la mayoría de los casos de emergencia, para replantear nuestros objetivos como nación y nuestro orden social hacia el logro de mejores niveles de estabilidad, desarrollo, equidad y justicia. Las decisiones (escriben algunos difíciles), obedecen, de cotidiano, al interés, el momento o la creatividad (ocurrencia) de los actores involucrados.
Pueden atribuirse a la fatalidad de un destino manifiesto dictado por la divinidad, la recurrencia de los males heredados en cada periodo sexenal, pero bien sabido es que ellos han sido, en realidad, producto de las humanas pasiones que han dominado el sistema social y la clase política desde sus orígenes. Frivolidad, ambición, negligencia, vanidad, arrogancia y prepotencia, han sido características del ejercicio del poder que han conducido al desastre de manera cíclica.
Recordemos que pasamos de una patética administración de la abundancia a un obsceno derrumbe económico producto del morboso dispendio y el saqueo de las arcas públicas. Se perdió la fortaleza del peso que no fue defendido caninamente como se había declarado.
Se promovió, en la administración siguiente, ante la catástrofe heredada y el desprestigio gubernamental, un comienzo nuevo bajo la premisa de la renovación moral de la sociedad, que evidenció la misma inmoralidad del pasado y tuvo como bendición el sismo de 1985, que distrajo a la sociedad toda y facilitó llegar al fin de la administración más o menos bien librada, a pesar de lo escandaloso de la gestión.
Hacia finales del siglo, con las transformaciones del sistema mundial, se abrió un espacio para la inserción de México como jugador de grandes ligas en el nuevo orden geopolítico, se publicitó el nuevo milagro mexicano. Recomenzar de nuevo y, de nuevo, un amargo despertar, la crisis interna por el alzamiento zapatista, el magnicidio del candidato oficial y el error de diciembre, herencia que debió asumir el gobierno entrante, para empezar de nuevo con una cuantiosa deuda monumental que tendrán que seguir pagando las generaciones venideras.
La esperanza llegó otra vez, la derrota del arcaico y omnipresente oficialismo generó una expectativa altísima, la renovación de la república estaba a la vista, por fin el nuevo comienzo tan anhelado, se pondría fin a la arrogancia del poder y a la captura del Estado por la cleptocracia histórica. Triste decepción, el optimismo desbordado, pronto se extinguió, todo siguió igual o peor, la frivolidad y el desparpajo, la corrupción y la ocurrencia hicieron gala durante todo el sexenio.
El cambio renació, una vez más y una vez más sucumbió rápidamente, desde el golpe de autoridad con que pretendió legitimarse la elección, tachada de ilegalidad y fraude. El batazo dado al avispero, no sólo no logró contener la criminalidad, sino que promovió vigorosamente la corrupción en sectores razonablemente sanos, alentó la violencia desmedida, enlutó al país con cientos de miles de muertos y empoderó a los delincuentes, que hoy, con ritual cinismo, retan y pretenden sustituir al Estado.
Ni qué decir del sexenio anterior, flagrante engaño, otro más que goza, todavía, de total impunidad. Gobierno mediático, negocios privados y fraudes monumentales con los recursos estratégicos de la nación, nada nuevo, pero de forma exultante.
La herencia: una sociedad ensangrentada, corroída por el coraje, por el ultraje, el luto y la indecencia política.
La reacción: El voto unánime por el rechazo, el castigo electoral, el despido.
Más que la esperanza de cambio, el motivo fue el rencor, motor peligroso en una sociedad descreída, frustrada y encolerizada.
Bien entendido, la esperanza se agota mientras el resabio social se nutre.
Nuevamente, nos ubicamos en un punto de quiebre, navegamos una circunstancia pavorosa de la que, como en las recurrentes crisis anteriores, podemos obtener experiencia y buscar alternativas de crecimiento como sociedad, como nación, como Estado, o retornar a un futuro ya conocido, que nos llevará, como una rata de laboratorio, al mismo sitio de donde partimos.
La nueva normalidad debe llevarnos a estadios superiores y no a un nuevo retorno a la decadencia.
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