La hora del té

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En estos tiempos de una “nueva normalidad” que prohíbe los viajes, ensayo maneras de descubrir el mundo y compartir la experiencia con los más jóvenes. A la espera de que la amenaza pase y cualquier aprendizaje posible nos quede en la memoria.


La puerta de la habitación de la tía Margaret era el agujero por donde entrábamos como Alicias en un país poblado de lugares y personajes maravillosos. Nos encantaba acomodarnos en su salita con muebles de ratán blanco, dispuesta frente al ventanal al lado de su cama. Sobre la mesa descansaba un enorme globo terráqueo y la pila de álbumes de pasta decorada que hojeábamos por turnos mientras la tía nos contaba relatos de sus viajes. Lo hacía con tanto detalle y entusiasmo que lo mismo sufríamos en Casablanca mientras el Siroco amenazaba arrancar a un paseante del poste de luz al que se había aferrado, que nos moríamos de ternura a orillas del lago Constanza con los perros vestidos con gabardina a cuadros entrando a restaurantes donde había un perchero para los abrigos de las mascotas. Su pasión era el mundo, solía decir con un dejo de inquietud, sin duda calculando cuántos renglones le faltaban a esa lista suya de lugares que aún no conocía. Lo seguro es que el inventario de los que ya había visitado tampoco era corto.

Aprovechaba cualquier ocasión para salir de la ciudad, ya fuera de “mudanza”, como se refería a las estancias de meses en Europa o el norte de América, que realizaba durante el verano, o a los “traslados” de varias noches en cualquier puente, hasta “excursioncillas” de una jornada en los días feriados. En el caso de las últimas, invitaba a sus alumnos del Instituto de Español para Adultos Extranjeros. Ellos iban encantados, la mayoría porque no tenía mejor plan que extender sus horas de curso con la profesora más ocurrente del plantel. Algún otro, como Charles, porque se había enamorado de ella. La vocación de Margaret por la enseñanza era innegable y frente a un público internacional de escaso vocabulario, pero dispuesto a suplir esa falta con una atención que los hacía olvidarse de pestañear, ella se inspiraba al grado de convertirse en un mago del entretenimiento. Los estatutos de la escuela prohibían la relación entre profesores y alumnos más allá de la cafetería, pero la directora fingía no enterarse de esas salidas, en nombre del gran beneficio que proporcionaban a los estudiantes y encima sin costo extra para la escuela.

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Imagen: Martin Oneill.

Tampoco pidió explicaciones cuando al final del curso escolar su mejor maestra le solicitó permiso para tomarse un año sabático: los rumores sobre su boda con Charles corrían por todo El Instituto. Quizá estaba segura de que, sola o acompañada, Margaret volvería, porque disfrutaba enormemente su trabajo docente, casi tanto como las vacaciones en las que, a la manera de Marco Polo, iba en busca de nuevas aventuras. La tía nos contaba que el periodo que había pasado en la tierra natal de Charles había sido la más hermosa de esas aventuras, pero como la fatalidad y el clima húmedo habían hecho que se velaran los rollos de fotos que hubieran podido testimoniarlo, reproducía para nosotros en vivo el encanto de la hora del té en los salones londinenses. No conocíamos Londres, pero todas las tardes nos hacía sentir en el teatro Her Majesty’s Theatre. En revistas habíamos visto los lugares más elegantes de la capital británica y sabíamos que incluso en el Claridge o el Ritz de Picadilly habrían envidiado la gracia del salón de té de la tía Margaret. Y según nos decía ella, sus sobrinos seríamos los únicos herederos de esa cultura que había adquirido al lado de su difunto marido. Mi Charles, suspiraba, nos faltó tiempo para tener hijos propios.

A las cinco en punto comenzaba el servicio en una tetera Brown Betty, doña Beatriz, como se refería a ella mientras le palmeaba la barriga. Nos explicaba que antes la había dejado calentarse colmada de agua hirviente para volver a llenarla con el fin de preparar la infusión propiamente. Decía que el grosor de su loza vidriada era ideal para mantener la temperatura y que, baja y gordita como era, permitía que en su interior las hojas se bañasen tan a gusto que, en agradecimiento, soltaban sin amargura su mejor aroma. Desde pequeños nos enseñó a disfrutar la bebida sin azúcar; la concesión, si acaso, eran los minutos de baño de las hojas, que fueron aumentado a medida que íbamos creciendo.

Esos brotes venidos de la India y de Sri Lanka tenían que ser recolectados a mano, secados y fermentados con métodos naturales y, en ese sentido, Margaret confiaba en la calidad de los productos que distribuía su enamorado secreto: un abarrotero del centro de la ciudad, quien nunca se atrevió a declararle su amor más que en mensajes anónimos que escondía entre los paquetes de la compra. Una vez recibido en casa, la tía almacenaba su tesoro en latas de estaño de acuerdo a la variedad de té de la que se tratara: cada lata estaba decorada con un elemento distinto de la heráldica del Reino Unido, según la región en la que más se bebía dicha variedad. En el caso de las hojas de Camellia sinensis perfumadas a la bergamota, contaba con el retrato del famoso Conde o Earl Grey. Muy temprano aprendimos a identificar los gustillos pertenecientes a los contenidos de cada lata, lo mismo que por imperfecciones mínimas reconocíamos las diferentes tacitas de su servicio bone chine. Charlotte, Emily, Anne, Jane, Emma, Diana, Leonora… las rebautizaba periódicamente de acuerdo con sus lecturas o con alguna novedad o noticia del momento. En cambio, a la jarrita de leche siempre la llamó, su majestad. Nos enseñó a calentar el contenido y ponerla en el centro de su mesa tilt top estilo Reina Ana, junto con el plato y la pinza de plata para las rodajas de limón. Si queríamos alguno de estos acompañamientos para la infusión, había que servirlos en la taza previamente, de manera que al caer el té los sabores se integraran y, en el caso de la leche, los dos líquidos se mezclaran sin necesidad de revolver. También desde muy jóvenes aprendimos que la cucharita sirve para templar la bebida si está demasiado caliente, haciéndola girar sin derramar ni una gota.

Casi enseguida de haberla llenado, los vapores que emanaban por la boquilla de doña Beatriz encendían la inspiración de Margaret y comenzaban a esparcirse por la sala envolviendo sus narraciones. La primera frase era con frecuencia el pie de foto de alguna que hubiéramos escogido nosotros. Pero aun cuando repitiéramos varias veces una imagen, ella nos contaba la historia de manera distinta. Que si había subido a su albergue en Santorini en un burro que tenía tos de perro, que si los dueños hablaban un poco de español pero no se les entendía porque eran gangosos, que si tenían un gato que bailaba sirtaki… agregaba pormenores que nos mantenían al acecho de cada nueva palabra: las devorábamos todas con el mismo gusto que los scones rellenos de nata que el señor de los abarrotes empezó a llevarle los fines de semana, a lo mejor con la esperanza de que algún día contestara sus notas. Quizá ella habría querido aceptar los avances de aquel pretendiente, o de cualquier otro de los que no le faltaron. Eso, si no hubiera estado embrujada por el recuerdo de Charles.

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Imagen: PINHAN.

Debíamos haber sido demasiado pequeños cuando él le faltó, porque no guardamos ni un rastro de la tristeza que, según dicen, persiguió entonces a Margaret. Nos contaron que estuvo a punto de dejarse morir en el extranjero. El abuelo tuvo que ir por ella y traerla de vuelta. Fue entonces cuando le acondicionaron un pequeño apartamento en la habitación del fondo, la más grande de la casa. A instancias de la abuela empezaron las reuniones en las que sus amigas y colegas iban a visitarla con el fin de levantarle el ánimo. Poco a poco y en honor de Charles, que siempre terminaba siendo el tema de conversación, las tertulias se convirtieron en ceremoniosas e inglesas tardes de té cada vez más auténticas. Con los años y la presencia de nosotros, sus sobrinos, resultaron más que sus mejores momentos del día: la razón para levantarse cada mañana cuando no estaba de viaje. Por años siguió sirviéndonos los productos que le compraba al mismo tendero, quien tampoco abandonó la costumbre de enviarle mensajes sin firma entre los paquetes. Puede decirse que a su manera ambos se guardaron fidelidad hasta el último respiro. Ella lo mantenía al tanto de las novedades incorporadas en cuestión de tés e infusiones en los salones de moda por toda Inglaterra, y él las buscaba hasta encontrarlas o hacer que se las enviaran desde cualquier parte del mundo, por más remota que esta fuera. Igualmente, creció el surtido de bollos y panecillos en la bandeja de lo dulce de Margaret: mermeladas de ruibarbo, bizcochos de comino, ganaché de chocolate negro… Y al mismo tiempo añadió una fuente de lo salado con sándwiches de gran variedad, sobre todo para los hombres, nos decía en voz baja guiñando un ojo. La estrella era el bien conocido emparedado de mayonesa ligera hecha en casa y rodajas finas de pepino, al que agregaba unas hojas de canónigo.   

Cada mes organizaba tertulias especiales para las que se entretenía discurriendo la combinación perfecta entre asistentes y preparaciones exóticas. Los festines de Margaret se volvieron célebres también entre los vecinos y con sus colegas y estudiantes del Instituto. Al grado que hasta la propia directora se consideraba favorecida cuando recibía la invitación rotulada con la impecable caligrafía de Margaret y el sello del escudo de familia de Charles. De él, ni los otros profesores ni nadie tenía un recuerdo preciso, aunque todos sabían de la importancia de su existencia en la vida de su viuda. Nosotros guardábamos en la imaginación el retrato hablado hecho por ella, un hombre alto y encantador y una mezcla de referencias imprecisas que lo situaban en diferentes lugares en épocas distintas. Pero si nos hubieran preguntado qué había sido del personaje preferido de sus charlas no habríamos sabido qué responder. Tampoco le gustaba enseñarnos fotos suyas pues, según su propia expresión, le parecía que de ninguna manera captaban la magia que se le escapaba por los ojos a pesar de que guardara el gesto impasible de la gente de su pueblo. En cambio, para suplir tal falta de imágenes, con frecuencia recordaba una nueva experiencia que había vivido al lado de su esposo, o frases que él repetía. Era muy común que Margaret encontrara circunstancias ideales en las que dichas frases eran aplicables.

La escena que más nos gustaba había ocurrido durante un fin de semana que pasaron juntos cerca de los lagos de Covadonga. Fue en un mes de abril de noches frescas y sin estrellas. Charles esperó a que cayera la tarde para salir de caminata sin llevar ningún equipo. Para remediar la aprensión de ella, la tomó de la mano y la miró fijamente por largos minutos. Después la soltó y empezó a avanzar, narrándole a cada paso lo que iba apareciendo en su campo de visión. Sígueme, la calmaba, confía en mi voz, intenta percibir lo que te cuentan mis palabras; verás cómo, poco a poco, aprendes a mirar en la oscuridad por ti misma. Si logras inventarte una versión propia de lo desconocido tendrás un panorama mucho más rico y completo que los trozos aislados que capta una lamparilla. Quizá el relato nos gustaba porque de alguna manera describía el sentimiento que nos colmaba escuchándola a ella.

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Imagen: Rosamond.

Hasta su último día, Margaret repasó para nosotros la infinidad de buenos momentos pasados durante sus viajes, con la misma gracia, el mismo gozo que habían animado nuestra infancia y juventud. Había dejado de salir de la ciudad y, sin embargo, su lista de lugares interesantes seguía creciendo con los que descubría a través de emisiones televisivas. En vez de tachar reglones, se dedicó a renovar la documentación sobre los sitios enlistados, tanto los nuevos como los que ya abarcaba el acervo de sus fotografías. En cada sección anexaba notas con referencias históricas, datos curiosos, nuevas construcciones o cambios importantes en la fisionomía de un poblado. Decía que quería dejarnos material que valiera la pena para comentarlo a la hora del té. Sin darse cuenta de que el precioso legado de sus ocurrencias espontáneas lo habíamos disfrutado por entregas desde que teníamos memoria. De esas naderías inventadas, que sin embargo hacían de sus historias un deleite, por fortuna para nosotros nunca perdió la costumbre.

Heredamos además el contenido completo de su habitación. Entre los objetos que guardaba en el armario había una caja llena de documentos que nunca habíamos visto. Nos costó algo de esfuerzo identificarla con el nombre que encontramos tanto en el acta de nacimiento como en la de bautizo: Eulalia Margarita de la Concepción de Jesús. No encontramos ninguna prueba de su matrimonio con Charles… porque no existían. Aunque nunca lo comentamos entre nosotros, tal vez lo sabíamos. Tampoco había fotos de él. Lo único que descubrimos fue una nota en inglés en la que él le pedía a Margaret que regresara a su país y dejara de perseguirlo.

Eulalia Margarita murió una tarde soleada de otoño cuando acomodaba el servicio sobre la mesa. Le faltaba sacar la última taza, pero se recostó pensando en que lo haría antes de que llegáramos, minutos antes de que dieran las cinco. En la visita previa nos había hecho reír imitando al guía chino que en el Nilo se disfrazaba de Laurence de Arabia: no había habido forma de imaginar que sería su último relato. A pesar del tiempo que ha pasado desde entonces, su salón sigue albergando todos los muebles y objetos que ella fue adquiriendo alrededor del mundo a través de los años. Cada adorno sigue ocupando el puesto que ella le dio, cada cacharro cumple el mismo cometido. Es el sitio donde nos reunimos con nuestros hijos, donde unos a otros nos contamos anécdotas y nos recomendamos lugares para visitar, cualquiera que nos parece imprescindible. La lista no para de crecer, la repasamos en torno a la mesa de Margaret disfrutando un buen té.    


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