Recuerdo haber leído en mi lejana juventud un libro del FCE llamado Inteligencia Humana e Inteligencia Artificial (F. J. Crosson, 1970), inspirado en las promesas de un mundo lleno de autómatas sirviendo en todas las esferas de la vida cotidiana y que parecía volverse una realidad. Eso era el principio de los ochenta y el mundo no se convulsionaba en medio de una revolución tecnológica vertiginosa.
En los años subsecuentes, la posibilidad de contar con sistemas autónomos que auxiliaran a los humanos a realizar tareas cotidianas parecía fenecer. Fue hasta iniciada esta década que el empuje de las tecnologías digitales, la innovación, la miniaturización, el abaratamiento de equipos más poderosos y sofisticados, el súper cómputo, las redes neurales que imitan al cerebro humano, hicieron renacer no sólo las esperanzas, sino la promesa de contar con sistemas autónomos realizando tareas originalmente consideradas únicamente para seres humanos.
Algunos episodios mediáticos han despertado no sólo la curiosidad, sino los esfuerzos para contar con el acceso a estos sistemas. Sistemas de Inteligencia Artificial han derrotado a un campeón mundial de ajedrez, participan en concursos de preguntas en lenguaje figurado como el del popular programa de televisión Jeopardy y derrotan a sus figuras nacionales, identifican a los autores de novelas firmadas con heterónimos o derrotan a campeones mundiales del popular juego del Oriente el Go. Todas estas hazañas, que muy pocos seres humanos pueden lograr, revelan que el poder de estos sistemas de cómputo imitando la conducta de los seres humanos, produzca al menos perplejidad. Sin embargo, y pese a las anticipaciones de un “Algoritmo Maestro” que elabore a su vez los algoritmos con que estos sistemas operen, es difícil creer que la Inteligencia Artificial llegue a reemplazar a los seres humanos en tareas cotidianas como acariciar con palabras dulces y con sentido a quien lo requiera y en el momento adecuado (la emotividad del “factor humano”).
No obstante, tareas nada complejas como identificar patrones de imágenes al azar, determinar por sus rasgos la identidad de una persona o las placas de un vehículo y su propietario, o incluso, determinar al autor de un texto por el uso de preposiciones, son tareas que estos sistemas pueden realizar sin un gran esfuerzo y en una fracción de un minuto, inclusive en unos segundos. Es esta velocidad y tales logros extraordinarios los que nos obligan a pensar los sistemas autónomos como sistemas que pueden hacer tareas designadas para seres humanos. Y es hasta ese límite que existe la posibilidad de denominarlos “inteligentes” y “autónomos”. Conceptos que desde una perspectiva epistemológica o filosófica no pueden aceptarse, pues las “decisiones” de los sistemas autónomos y de la Inteligencia Artificial están basadas en algoritmos complejos, pero no en la conciencia de las implicaciones tanto materiales y éticas de las acciones que esos sistemas realizan.
Por otra parte, el que estos sistemas autónomos “aprendan” (machine learning) en cualquiera de sus tres variantes (aprendizaje autónomo, dirigido y por “ensayo y error”) nos lleva a reflexionar sobre las implicaciones que su uso tendrá para nuestra vida cotidiana y para nuestra civilización. Sobre todo, con relación a las nuevas formas de colaboración entre hombres y máquinas en el corto y mediano plazo.
Inteligencia artificial en la escuela y en la vida cotidiana
Durante el semestre que terminó recientemente en mi universidad, los estudiantes trabajaron en mi curso en el estudio de la interacción con el aprendizaje de máquinas (machine learning), las nuevas formas de colaboración hombre-máquina y las formas de la mediación tecnológica del aprendizaje. Analizamos cómo repercute en el desarrollo de habilidades intelectuales (principalmente metacognitivas) la interacción entre estudiantes y sistemas autónomos mediante ejercicios de entrenamiento de Inteligencia Artificial. Los estudiantes entrenaron al sistema en la identificación de objetos en imágenes y en la identificación de colores. De esta interacción pudimos observar que al igual que cuando ellos escriben algoritmos para robots, la tarea de entrenamiento de Inteligencia Artificial permite a estos estudiantes desarrollar habilidades metacognitivas. Esta forma de colaboración es interesante para pensar el papel que tendrán estos sistemas autónomos en la educación de nuestro tiempo.
¿Competir o colaborar con los sistemas autónomos?
La perspectiva abierta por el avance de la Inteligencia Artificial en la administración de sistemas que controlan la vida cotidiana y que muchos seres humanos ni siquiera sospechan que existen, nos obliga a detenernos y revisar cómo debemos participar activamente en el proceso de su adopción. En primer lugar, debemos identificar la presencia de la Inteligencia Artificial y su influencia en nuestras actividades cotidianas. En segundo lugar, debemos identificar los elementos básicos de su operación (pues la complejidad de los algoritmos que la constituyen hace imposible, aun para sus creadores, comprender muchas de sus “decisiones”). Y en último lugar, debemos establecer las formas en las que nuestra civilización debe aprender a colaborar con los sistemas autónomos inteligentes y, mejor aún, a desarrollar algoritmos.
La amenaza que algunos vislumbran por parte de los sistemas autónomos, la inteligencia artificial y los robots, especialmente por la capacidad que tienen para reemplazar en algunas tareas a choferes, vendedores, maestros, cobradores y otra larga lista de trabajadores, puede transformarse en el acicate y la oportunidad para aprender cómo habremos de crear nuevas formas de trabajo en la que dominemos la técnica y la transformemos en una forma de colaboración fructífera. La existencia de sistemas autónomos nos permite pensar e imaginar nuestras nuevas tareas, especialmente como los autores de soluciones a problemas sociales y económicos añejos o inéditos. Pensarnos en los educadores de los trabajadores cibernéticos. Educarnos para un futuro inminente.
