Las transmutaciones del museo

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Leer y escribir: eso llevo haciendo hace tantos años, que ya se me olvidó cuándo empecé. Al principio lo veía como un escape, después como una obligación cultural. Luego encontré que leer y escribir como lo hacía me podía abrir campos de trabajo: chiquitos, tímidos, para después, escalón tras escalón, convertirme en investigadora.

En ese punto, no sabía lo que implicaba mi “sueño”. Estaba en esa definición cuando me jaló el museo. Tal cual, como cuando una ola se lleva una chancla de plástico a la profundidad del mar, la institución museo me llevó, contra mi voluntad al principio, hacia aguas más densas y turbias. Llegué como investigadora (¡ahí íbamos!) encargada de hacer una curaduría (no sabía qué era eso). Me daba miedo la gente, me sentía mejor en mi cubículo, en las salas y con las obras. Mi curaduría terminó a los seis meses y lamenté tener que irme pronto. El director, de alguna forma, me descubrió y me ofreció otro tipo de trabajo: algo más parecido a venta de proyectos y relaciones públicas. Sentí traicionarme, pero sentía más miedo de no tener sueldo y de algo más perverso, de dejar el museo.

Ya me había enamorado no sólo de lo material: colecciones, pasillos, salas, sino del ritmo de vida de la gente allí. Había tendido que explicarle mi curaduría al resto de los equipos; había tenido que idear soportes de discursos didácticos que lograran comunicarle al público lo que yo creía que quedaba clarísimo en mis cédulas. Había entendido el sustrato práctico, verdadero de la institución museo.

El museo surge en los albores de la edad moderna, no en el siglo XIX como muchos piensan, sino en el XVI cuando el coleccionismo encuentra expresión en los gabinetes de curiosidades o Wunderkammern, donde se da rienda suelta a la exposición contenida -y sólo destinada a unos cuantos- de objetos tan disímiles como caparazones de tortuga, instrumentos musicales, conchas, reptiles disecados, armas de tribus antiguas. Sí. En el museo cabe eso y más. Pero el Wunderkammern no tenía una vocación pública.

Hoy disponemos de una enorme cantidad de museos para visitar, sobre todo en la Ciudad de México. Museos públicos abundan: la mayoría de los que conocemos, de los “de cajón”, resuelven la necesidad de aportar una información que aprendemos en la educación básica y que redunda sobre el punto del orgullo: “¿De dónde soy?”. El museo, en teoría, debe responderme eso; debe hacerme sentir orgullosa de mis orígenes mediante el contacto visual con ellos y, chance, en ese contacto pueda absorber algo de su magia. El museo se convierte entonces en un espacio sagrado de encuentro con uno mismo. O ésa era la aspiración de los museos fundados en el ciclo de 1964. Y también del Museo Nacional fundado en 1825, es decir, nuestro primer museo del México independiente.

La gran pregunta que me planteo todos los días desde hace unos años es: ¿de verdad lo que veo en un museo me hace sentir orgullosa? ¿De verdad el museo tiene esa capacidad? ¿Seguimos necesitando eso? Cuando veo un grupo de niños con uniforme escolar que corren por el patio o el vestíbulo de cualquier museo, pienso que no tienen ninguna necesidad de sentirse orgullosos: que probablemente el orgullo que sientan no provenga de una cabeza olmeca o de la vista del Chac-Mool. Tal vez lo que estos chicos quieren sólo es divertirse y perder clase, y recordar la visita por eso. Lograrlo parece una propuesta antitética, que lesiona la sagrada misión que el museo adquirió en sus inicios, cuando estaba vinculado con el sentido inflamado del Estado Nación.

En esta columna les propongo que reflexionemos cómo la institución museo, eje de modernidad, lugar de educación informal y de socialización, se convierte en un espacio de transustanciación, en un templo, en una palestra, en un ágora y en una recámara íntima para examinar imágenes entrañables. Cómo sus mamparas guardan secretos que el visitante nunca conocerá. Cómo el susurro de esas mamparas sobre las colecciones renueva discursos y finalidades. El museo es eso y más. Les ofrezco una visión desde adentro.

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