La imposibilidad de disfrutar
Frecuentemente me pregunto por qué es tan difícil que un niño mexicano tenga gusto por ir a un museo. Y desde luego que no generalizo y sé que hay familias que lograron cultivar en sus hijos un deseo por conocer y disfrutar más allá de los límites de la oferta de lo comercial o de la petición de la escuela. No obstante, y en tanto he hecho prácticas en el módulo de informes de dos museos, no puedo olvidar el rostro entre angustiado y perdido de un infante, traído de la mano por los diligentes padres que piden “un folleto” o un sello en su boleto como comprobante de que se efectuó la visita. No más. Cuando deambulo por las salas de un museo que tiene visitantes jóvenes (en plan escolar o con sus familias), veo escaso interés a medida que la edad del público es menor. ¿Será porque lo que mostramos debe ser mediado? ¿Será que los muy jóvenes no han sido formados en la capacidad de asombro o que sólo les asombra lo tecnológico? ¿Dónde quedó la apelación estética, el misterio que revela una pieza?
Haciendo conjeturas a partir de las nociones de lo apolíneo y lo dionisíaco en Nietzsche, Apolo, representante de la belleza serena del mundo, de la racionalidad, de lo brillante, de lo conocido por sus límites, de lo diurno, se opone en esta dicotomía estética a Dionisos, la misteriosa, exacerbada, oscura divinidad del vino, de los rituales que se realizan fuera de la polis y estando el individuo fuera de sí. Esta dicotomía es, en realidad, la representación de dos caras de la misma moneda. Nuestra historiografía triunfante ‒brillante, liberal, republicana‒ se remite a esos orígenes prístinos e ilustrados del Estado nación y de la democracia, moldeada como idea resultante de la Revolución francesa más que de la compresión de los regímenes de los antiguos griegos. Historiografía de impulso apolíneo, en la construcción de la nación todo debe estar claro en términos narrativos: el Estado es garante y guía del destino de sus agremiados. La educación debe conducir al ciudadano hacia su prosperidad y hacia la de la nación.
Guiar a quienes formamos parte de este país por un sendero de claridad y brillantez hacia la razón y la felicidad es una aspiración noble, por cierto, y para lograr semejante objetivo se ha recurrido a muy diversas estrategias. Una de ellas, por supuesto, la educación laica y gratuita. Como todo, las finalidades se adecuan a las realidades históricas. Y la orientación que las políticas públicas relativas a la cultura han tenido hacen evidente el terror que puede inspirar acogerse a un impulso dionisíaco. Contra el orden de la polis, Dionisos lleva a sus ménades por los sitios boscosos, por las colinas circundantes y en la naturaleza los participantes del ritual desatan sus instintos, llevados por el vino, la música y la danza. Una fuerza sobrenatural se apropia de las mujeres, quienes son capaces de desgajar árboles y destazar presas con sus propias manos. Sin duda, lo narrado en Las bacantes de Eurípides no es algo sencillo de explicar en la educación básica a un grupo de niños. Pero traigo esto a colación para reflexionar en torno a cómo nuestras instituciones culturales se han empecinado por andar la senda de la claridad apolínea, pasando por alto que sus objetos son, en gran medida, oscuros, misteriosos y liberadores como el impulso dionisíaco.
Como un magma a punto de emerger en una erupción volcánica, el pasado arqueológico se yergue en forma constante y asoma la cabeza a la superficie. Vestigios de utillaje, de arquitectura, se levantan para recordarnos la existencia de civilizaciones pasadas y para ponernos en marcha con su conservación. Hace poco le comentaba a mi mamá que no me puedo imaginar cómo era hacer una visita al Centro Histórico sin el Templo Mayor. Todo hallazgo arqueológico implica una gestión política y económica para conservar los restos con fines de investigación, protección, divulgación, etc. De igual manera, el impulso creador de nuestros artistas desarrolla propuestas temáticas y formales que de primera instancia no implican explicación racional: el artista tiene la obligación de lanzar al mundo lo que ha configurado y no responsabilizarse del resultado, pues la obra, una vez lanzada, ya no reconocerá paternidad y comenzará a causar reacciones en los otros, sin que el artista sea ya responsable de su fortuna crítica.
En el momento en que tanto el INAH como el INBA se pusieron al abrigo de la Secretaría de Educación Pública, se estableció un lazo (¿indisoluble?) entre cultura, arqueología, patrimonio, arte y educación. La gestión de esos bienes materiales e inmateriales, de esos gestos de producción creativa, se puso en manos de una institución que estaba a cargo de velar por la educación (racional, clara, brillante) de un país que construiría, a su vez, una relación afectiva con su pasado y con la creación presente a partir de las posibilidades que esa educación brindara. Me refiero a que el protectorado que el Estado ejerce sobre disciplinas como la arqueología (ENAH) ha permitido, sin duda, que el conocimiento de nuestras edades antiguas se haga sobre la investigación de los vestigios y se construya una narrativa sobre las sociedades que los produjeron. En la divulgación de este conocimiento, los museos nacionales son fundamentales, pues con sus propuestas de curaduría contribuyen al refraseo de las historias creadas por arqueólogos, antropólogos, etnólogos e historiadores.
Con la esfera de la creación artística sucede lo mismo. El Estado es garante de que existan las condiciones para formarse, producir, crear y trabajar para la presentación de las obras al público. La producción cultural tiene, durante muchos años, una mano permanentemente sostenida por el Estado y estuvo condicionada muchos años al uso de su infraestructura. Hoy es distinto, debido a que existen diversas iniciativas de origen no gubernamental que permiten dar rienda suelta a la producción y a la libertad creativa, lo cual diversifica la oferta y permite el disfrute al margen de una idea de educación. ¿Qué pasa si vamos a un museo y no aprendemos nada? ¿A alguien se le ha ocurrido que quizás pueda tener una revelación viendo una pieza o, simplemente, pasar un buen rato sin leer cedularios, sólo viendo y recorriendo?
Los factores históricos que atan al museo a una labor educativa y de preservación de la memoria no proceden sólo de nuestra narrativa nacional, sino que están en los orígenes de la institución misma. La Europa ilustrada del siglo XVIII (y desde el deseo de coleccionar que surge siglos atrás) no perseguía educar, sino conservar para estudio, confrontar, generar conocimiento. Si nos acogemos a un principio dionisíaco, sólo como ejercicio, tendríamos que bajarnos por un momento del pedestal de objetividad científica que se persigue en todas las disciplinas académicas. Podríamos permitir que el visitante a un museo tejiera una narración a partir de lo que ve, sin contexto previo, sin explicaciones, porque no tendría forzosamente que convalidar su lectura con una hegemónica y preexistente.
¿Por qué las escuelas envían a los niños al museo? Peor todavía, ¿por qué los maestros esperan que el personal del museo les levante por unas horas la canasta ‒la obligación de relacionar ideas, de enseñar‒ y quiera que una visita guiada supla su trabajo? Es más, ¿por qué queremos una visita guiada? O es porque no confiamos en nosotros como espectadores o tal vez porque le tememos a que se apodere de nosotros el impulso dionisíaco que, si bien es oscuro, misterioso, natural y salvaje, también es creativo y liberador. El museo no es una institución educativa, prefiero enfocarla, en estos tiempos, como un recinto que brinda elementos para que cada quien se construya como quiera y para que cada quien se libere de los demonios que tiene dentro. Trabajar en ello nos está llevando tiempo: entender que no hay líneas curatoriales “verdaderas” y que no hay conocimiento objetivo sobre las piezas que se exhiben no es un proceso sencillo. Para proponer recursos creativos de liberación necesitamos primero liberar a la institución museo del peso de educar.
Hola
Muchas gracias por tus reflexiones.
Creo que el tema está en cómo las instituciones asumen el tema de la educación y puede llegar a confundirse con el fomentar espacios para el aprendizaje. La visita contemplativa y con procesos mentales individuales, en la mayoría de los casos va a resultar menos rica de lo que pudiese ser una visita guiada -mediada-.
Somos animales sociales que respondemos al entorno y a lo que los demás nos indican qué es la realidad y por lo tanto, el museo debe ser, de acuerdo a mi concepción, un lugar para descubrir un pequeño aspecto de la realidad. Hemos ya pasado por períodos en los que los Estados no asumían que era su responsabilidad la educación de los habitantes del territorio y mucho menos estaban interesados en la creación de instituciones que pudieran asumir ese trabajo. No me gustaría entrar a ese período de nuevo.
Por otra parte, también he asistido como audiencia a museos en los que no tienen , aparentemente, el interés en comunicarse conmigo y ¨educarme¨ sino que vaya e interprete por mi cuenta. Eso resulta infinitamente estéril porque el conocimiento que tengo que es límitado, especialmente sobre el arte, es vuelto a reinterpretar y a resignificar y puedo darme una respuesta que en mi ignorancia sea suficiente para sentirme satisfecho.