¿Quién pensaría que en estos tiempos nos dejamos gobernar por las supersticiones? ¿Quién se atrevería a dudar de la ciencia y del imperio de la razón? Y cómo lo haríamos si desde que nos bañaron las luces de la Ilustración no le creemos a esas cosas. Bueno, tal vez sólo a la astrología.
Hace cosa de unos días tuvimos la oportunidad de ver un eclipse total de Luna y el consecuente fenómeno de la “Luna de Sangre”. La de los eclipses es una historia de amor y de batallas. En múltiples cosmovisiones antiguas, los eclipses eran el resultado de las ansias devoradoras de monstruos que iban tras el sol, de los poderes malignos de la oscuridad o de gestas cósmicas que ponían en riesgo la estabilidad del mundo y de la historia de los hombres. A lo largo de los siglos, nos hemos explicado el entorno contando historias. Nadie consideró pseudociencia al Manifiesto (1681) que el cosmógrafo y polígrafo novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) realizó contra quienes se dejaban dominar por el temor a los cometas (se puede ver el texto del Manifiesto philosophico contra los cometas despojados del imperio que tenían sobre los tímidos en la Revista de la Universidad, no. 11 de 1957, www.revistadelauniversidad.unam.mx). Es natural que uno se asombre ante los fenómenos astronómicos, pero no que se les tema, a juicio de Sigüenza, considerando que los cometas, como cualquier otro aspecto de la creación, son de origen divino. Aquí es donde el argumento “falla”, dirán algunos.
Durante el eclipse del pasado domingo, no faltaron las manifestaciones de sorpresa, pasmo, asombro por lo que ocurría, ni tampoco la andanada de consejas respecto de lo que acarrean estos fenómenos de la naturaleza. Aunque pongamos los ojos en blanco cada que una nonagenaria nos previene sobre la posibilidad de dar a luz a un niño con labio leporino, no permanecemos totalmente tranquilos negando ese sustrato misterioso con una respuesta racional. Ni los eclipses, ni los cometas, ni las estrellas fugaces tienen la culpa de nada. Pero maravilla cómo nuestra construcción narrativa de su paso ha producido, en la deriva de los tiempos, actitudes, miedos y manifestaciones que hoy en día siguen vigentes. Cuando hay un horizonte de explicación, se ponen en acción los dispositivos necesarios para construir una narrativa verosímil, lógica y convincente. En una hoja volante, José Guadalupe Posada ilustró el “¡¡Fin de todo el Mundo para el 14 de noviembre de 1899 a las 12 y 45 minutos de la noche!!”. Ahí se ven cometas, erupciones volcánicas, estrellas fugaces, el Sol, la Luna y un ángel que, con la trompeta, anuncia la inminencia de la destrucción. Al leer el texto de la nota, se desengaña al lector acusando a un renombrado astrónomo austriaco de haberse equivocado en dicha predicción. La falsa noticia sólo causa temor en la humanidad; el redactor de la nota pone el acento en la imposibilidad de predecir los fenómenos que podrían destruir al mundo y solamente alude sobre las posibilidades de que la Tierra, en su trayectoria de traslación, choque con algún meteorito. El tono con el que la nota está redactada es por demás republicano, austero y tranquilizador. Se burla un poco, al inicio, de quienes sí llegaron a albergar serios temores respecto del hecho, pero la yuxtaposición a la imagen de Posada, popular, elocuente y exagerada en su visión de la destrucción, resulta un éxito seguro de ventas y es ideal para suscitar el interés. Hoy, los eclipses se construyen en redes sociales y en los medios de comunicación.
Al estar presenciando el eclipse, en ningún momento pensé en el fin del mundo. Había en mi entorno interpretaciones energéticas, recordaba comentarios que relacionaban el fenómeno con las mareas y con la menstruación, pero nada implicaba una lectura apocalíptica. Una de mis compañeras estaba siguiendo en vivo la transmisión de un astrónomo que explicaba cada una de las fases de lo que estábamos viendo. Me llamaba la atención que con las cámaras de los celulares no captábamos en nada la belleza que se ofrecía a ojo desnudo. Una persona le preguntó al astrónomo por qué en los medios llamaban a la Luna de esa noche “Luna de sangre”. El astrónomo respondió muy escuetamente que la Luna se vería enrojecida, que no se trataba de una “súper Luna” y que ése no era el momento en que más cerca estaría de la Tierra. El astrónomo no tenía por qué saber que en Apocalipsis 6:12, donde se cuenta la apertura del sexto sello, el evangelista dice “Miré cuando se abrió el sexto sello, y he aquí que hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre” (Reina-Valera, 1960). Esta referencia apocalíptica se podría conectar con las plagas de Egipto descritas en el Éxodo, cuando una de las diez que se envían a la Tierra para castigar al Faraón es la conversión del agua en sangre. El temor a las tinieblas se pone de manifiesto como en toda mitología, el temor reverencial que se tiene al fluido vital y que no debe derramarse, más que en circunstancias específicas.
En las fotos que todos subimos a nuestras redes, no aparece más que un insignificante puntito luminoso; en algunas imágenes, ligeramente coloreado. La imagen también toma parte en la configuración narrativa del suceso, pero como siempre, la Luna se salió con la suya y no se dejó fotografiar en su esplendor. Eclipse quiere decir “abandono”, “separación”, “dejar fuera”, así que la Luna se veló en su propio misterio y quedó fuera de nuestras cámaras de aficionado, de nuestra mirada profana.
En esta columna, “La deriva de los tiempos”, me gustaría que me acompañaran a reflexionar sobre aquellas cosas que se han reinterpretado en la deriva de los tiempos. Esas cuestiones cotidianas que discutimos como si fueran nuevas, cuando en realidad, lo que es nuevo es su construcción narrativa en los medios y en nuestras conversaciones. ¿Me siguen?