Se han hecho numerosas ponderaciones de la modernidad; tantas han poblado la historiografía que sería imposible citarlas aquí. Hay juicios y construcciones tan disímbolas desde Descartes y Kant hasta Marshall Berman y Arjun Appadurai, que no es sencillo encontrar un eje determinante que nos sirva de barandal en el camino de estas reflexiones. Muchas de esas ponderaciones han afirmado que la modernidad ha construido nuestras estructuras para aprender. Instituciones, ideas políticas de representación, teleologías, nuestro caduco concepto de los museos y las “bellas artes”, todo ha sido elaborado, al parecer, en una modernidad no temprana, entre los siglos XVIII y XIX.
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La historia se aprende en paquetes. Desde nuestra educación más básica, nos familiarizamos con contenidos de un pasado que vienen en apartados estancos: la “Edad Media” es la bolsa tal vez más grande, dado que comprende diez siglos; “la Colonia”, “la Independencia” -como si fuera un periodo en la Historia de México- que tuviera un claro inicio y un término con base en acontecimientos precisos. “El México independiente” curiosamente se cierra con la “Revolución”, otra construcción historiográfica que tiene varias fechas propuestas para concluir. Las abuelas veían telenovelas “de época”. Todas estas etiquetas fueron puestas a posteriori. Cuando en el 2010 se conmemoraron los 200 años del inicio de la Independencia y 100 de la Revolución, la gente era encuestada sobre la “adscripción” de ciertos próceres y resultó que varios mencionaron al padre Hidalgo como protagonista de la Revolución y a Francisco I. Madero como uno de los entrañables héroes de nuestra Independencia. La verdad es que, si no somos capaces de conectar los nombres y los procesos, la confusión o supina ignorancia dan lo mismo: no hubo conocimiento significativo. La vida escolar, la escasa calidad de nuestra educación y la poca atención que le ponemos a estas cosas por falta de vinculación emocional nos hacen errar con frecuencia.
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Un 18 de febrero de 1519 Hernán Cortés emprendió su expedición hacia “México”. El concepto de México en aquel entonces era muy distinto del de ahora. ¿A dónde llegó? ¿Fue tal vez un acto que dio continuidad a una recientemente inaugurada perspectiva global de la historia? Eso lo decimos nosotros que sabemos en qué acabó. Para el viajero, el horizonte de expectativas era tan infinito como el real. Años antes, Cristóbal Colón y Américo Vespucio -entre otros- habían ampliado considerablemente la noción de frontera. Lo posible estaba más allá y ése más allá se conquistaba cubriendo distancia. No abundaré ahora en las razones por las que Cortés salió de “Cuba” y decidió venir a “México”; tan sólo traigo la efemérides porque quiero poner sobre la mesa la relatividad de las categorías con las que aprehendemos la realidad.
La forma en la que nos hacemos del conocimiento de los periodos históricos con fines pedagógicos determina en mucho la apropiación del pasado que llevamos a cabo. “México” no ha sido México desde 1325 (por poner una fecha simbólica). “México” no es “colonia” de una “España” que no se entiende como en el mundo actual y desde 1898: “México” es esa entelequia producto de la Independencia y de la idea del Estado-Nación, una entelequia que se fue gestando lentamente durante los siglos XIX y XX.
En nuestra percepción del pasado, el espacio es fundamental. ¿Dónde sucedió el pasado? ¿Qué tierra fue su escenario y cuándo dejó de serlo? ¿En qué momento nos sentimos presente, si somos sólo producto de lo que nos contamos que pasó? El planteamiento trasciende lo elemental que esto parece, en primera instancia. El tiempo y el espacio son categorías que se usan deliberadamente. En los mapas medievales anteriores al siglo XII, un mundo redondo veía divididas sus tres partes por una “T”. En estos mapas, el Oriente está arriba, donde en una carta contemporánea estaría el norte. En el centro, el mar Mediterráneo funge como un vientre ortogonal del que parte la civilización. La cartografía es un medio ideal para entender cómo usamos el tiempo y el espacio, y cómo imaginamos el espacio en el tiempo. Este pensamiento, aparentemente ocioso, nos permite reflexionar en torno al lugar de nuestra historia, en torno a nuestra supuesta identidad como nación y en cómo, quienes están en el poder, nos “construyen” una idea de la historia y una idea de nuestra posición en el presente. Las telenovelas “de época” tiene lugar en el set, pero bien que desarrollan emocionalidad en las abuelas. La riqueza de la Historia (con altas) es analizar cómo es que eso se opera.
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¿Dónde sucedió el pasado? En la historiografía y en la iconografía. El pasado no se puede visitar: el recuerdo no es más que un viaje falso a lugares nuevos. La historiografía (las visiones de las visiones del pasado) son las que construyen lo que hicimos y lo que hicieron los otros. Los próceres que figuran en los billetes y en el flamante logo del gobierno federal actual son tan enteros, verdaderos y cercanos como el Cristóbal Colón de la monografía de la papelería de la esquina. Prístino, maquillado, alambicado, ajeno y decimonónico, aparece en toda su gloria cuando leemos el párrafo de atrás de la imagen. ¿Reportó conocimiento? De datos sí, probablemente. ¿Generó estructuras para comprender la realidad? Para nada.
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La deriva de los tiempos nos trae ida y vuelta por estas nociones de historia. El empaquetamiento pedagógico al que sometemos nuestra memoria depositada en lo escrito nos lleva a concebir ideas predeterminadas sobre lo que fuimos y sobre lo que somos. Por eso es que en esta columna abusamos de las comillas. Detenernos a pensar, de pronto, en que podemos arrojar una simiente de criticidad sobre lo que nos han enseñado que somos, resulta de utilidad para juzgarnos en un devenir y para -ocasionalmente- arrojar esa “identidad” al reino de lo ficticio. Al final, todo se ha dicho y nada está dicho.