Cada vez más se me hace inevitable recordar las enseñanzas de Max Weber en el invierno de 1919, cuando se dirigía a una joven audiencia en Munich y aclaraba que su plática, denominada “La política como vocación”, no versaría sobre los conflictos de su presente, sino sobre una estructura de comprensión y conducción que haría posible dotar de contenidos políticos, según las necesidades y el bien común, a quienes tuvieran que tomar esas decisiones.
“Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado”. (http://www.copmadrid.es/webcopm/recursos/pol1.pdf) Quien hace política, dice Weber, aspira al poder, al control, distribución o transferencia del poder para cumplir fines, ya sea de manera idealista o egoísta. En cada discurso que se dirige, un político busca formas de legitimación de su posición de poder a fin de garantizarlo. Weber distinguía tres fundamentos de la legitimidad de una dominación: 1) la del “eterno ayer”, que se refiere a las formas tradicionales de los patriarcas y a la recurrencia al “así siempre ha sido”; 2) la “autoridad de la gracia” que se funda en una figura carismática esencialmente asociada a alguien que se yergue como caudillo y 3) la “legitimidad basada en la legalidad”. Al parecer, ésta última gozaría hoy en día de mayor fundamento racional, puesto que se basa en la protección de convenciones e instituciones que excedería o trascendería la demagogia propia de la segunda forma (es decir, la de la “figura carismática del caudillo”), y antepondría la legalidad de la estructura del Estado de la manera en que el gobernante se hizo de su lugar de poder (la elección popular). Lo que me parece grave es que hoy en día, en México, se recurra discursivamente a argumentos que más se avienen a la primera y a la segunda de las tipologías de fundamentos de la legitimación que distingue Weber y no a la tercera: la del “eterno ayer” hizo eclosión en la reciente comparecencia del presidente Andrés Manuel López Obrador ante la prensa, en las ya famosas “mañaneras”. El despropósito no sólo obedeció a que no había contexto para tal cosa, sino que el presidente afirmó que México se fundó hace 10,000 años, pasando por alto datos que diversos académicos se han esforzado en fundamentar.
En una época sobre-tecnificada, asistimos a numerosas discusiones sobre el futuro de las humanidades, sobre si continuarán impartiéndose materias de historia en la educación básica, media y media superior. Y de pronto, escuchamos en medios que México tiene 10,000 años de historia como país fundado y que aventajamos en mucho a los Estados Unidos, en donde pastaban los búfalos mientras en México había “universidades e imprentas”. La pifia es imperdonable, pero hay que rascarle un poco más. Revela una falta de interés por el razonamiento histórico y por la manera en que éste puede, académicamente encauzado, conducir a reflexiones capitales para la toma de decisiones en el presente. Revela una falta de respeto por los discursos construidos académicamente, con pretensiones científicas y sobre hipótesis demostradas por diferentes disciplinas. Revela que las humanidades, es decir, saberes que se constituyeron en la Edad Media temprana sobre comentarios o glosas a textos de la Antigüedad, deben ser retomadas con mucha mayor seriedad en la palestra pública, pues no es sólo la falta de conocimiento la que atenta contra una serie de narrativas convenidas (y que siempre están en rectificación) sino la falta de precisión y el deseo de afincar un discurso sobre algo que sucedió “en tiempos inmemoriales”, como si eso fuera suficiente para dar un sustrato creíble a afirmaciones laxas y en cierto punto, peligrosas.
Ya lo decía Weber: una legitimidad basada en el caudillismo conlleva la proletarización espiritual de los seguidores. Un decaimiento de la capacidad crítica, de la capacidad de observar y señalar lo incorrecto (a nivel datos, sí, pero también moralmente). “La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una causa y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción. Para eso se necesita (y ésta es la cualidad psicológica decisiva para el político) mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas”. Es necesaria la reordenación discursiva hacia una legitimidad institucional; la consciencia sobre la importancia que tiene la emisión de ideas de parte de un político elegido por la mayoría y sobre la responsabilidad que tienen en la conducción de sus argumentos.
El conocimiento de y el respeto a las instituciones ayudan a andar un camino bien pavimentado sobre el que se pueden hacer correcciones; la destrucción de las instituciones no lleva más que a la destrucción de la maquinaria que hace posible el funcionamiento del Estado; las restricciones presupuestales a sectores clave como Salud, Educación y Cultura podrían apuntar hacia el deseo de extender una supina ignorancia sobre las visiones de los acontecimientos que nos hemos narrado y que producen una ilusión de rumbo. Si dejamos pasar el comentario “jocoso” o peor aún, lo aplaudimos, estamos incurriendo en esa proletarización espiritual de la que hablaba Weber. Recordemos: en La deriva de los tiempos, narrar nuestras historias sí tiene importancia.
Excelente artículo, bien fundamentado…