El derecho de ofender: resistiendo a la corrección política

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El que es libre, ofende.

No pregono la grosería (no dije: “El que ofende, es libre”). Afirmo que, si digo lo que pienso —cortésmente, pero sin censura— en algo te ofenderé. Porque algunas opiniones, y sus espejos, son normativas; queremos que otros las adopten (por parecernos ‘correctas’). Y queremos que otros cooperen, de paso, con nuestros mitos y fantasías. Por eso a todos nos hiere que otros opinen, aunque lo hagan como damas, con permiso y caravanas. Nos hiere la opinión, su contenido, sea cual fuere su expresión.

Pero si mis valoraciones y creencias serán (siempre, para alguien) ofensivas, ¿esto qué significa? Que el derecho a hablar no es otra cosa que el derecho a ofender. Ahí —en el derecho a ofender— está la libertad democrática.

No es un argumento nuevo. Es tan viejo como las primeras luchas por la libertad occidental. En el Medioevo, la dignidad ofendida de un poder totalitario que imponía creencias y normas exigía quemar a quien osare disputar su autoridad; la libertad religiosa, una vez conseguida, no fue otra cosa que el derecho a ofenderlo. A blasfemar. Pues la ‘blasfemia’ no es objetiva —la define el ofendido—; entonces, si la definición arbitraria y subjetiva de la ‘blasfemia’ puede limitar el habla, hablará el más fuerte y nadie más.

¿Qué sigue? Que mientras no pueda blasfemar, ningún musulmán tendrá libertad. Y el occidental, si ya no puede ofender a un musulmán, ha perdido la suya. Aquí la imagen de 2016 que vale mil palabras: el gobierno italiano cubriendo las estatuas desnudas de la antigüedad clásica para no ofender a Hassan Rouhani, presidente de Irán, de visita oficial en Roma.

esculturas desnudas tapadas en el capitolio
Fotografía: Cajas cubriendo las esculturas de desnudos en el Museo Capitolino de Roma durante la visita del presidente iraní Rouhani (Crédito Giuseppe Lami / ANSA, Associated Press).

Este miramiento extremo, no dejemos de observar, fue para el representante de un régimen totalitario que nos llama ‘infieles’ —llana grosería—, que promueve el terrorismo, que aplasta a las mujeres, y que no tolera de su población subyugada la menor ofensa, el menor reto a su autoridad. Este ordenamiento político es en sí ofensivo para los ideales normativos de la cultura moderna occidental. En vez de opinar —aunque fuera en la expresión muda pero orgullosa de su herencia artística— el gobierno italiano, hablando por su nación (que pronto se indignaría), censuró avergonzado los símbolos de su identidad. ‘Para no ofender’ (no fuera a ser…).

¡Válgame! ¿Cómo llegamos aquí? Se llama ‘corrección política.’ ¿Y eso qué es? Una paradoja: la más profunda inversión orwelliana.

George Orwell explicó cómo el totalitarismo se sostiene invadiendo la mente a través del habla. El individuo es forzado a repetir eslóganes que revuelcan de cabeza los significados; de tanto repetirlos, comienzas a creerlos. Entonces, tu mente te desampara: ya no puedes razonar para defenderte: ‘La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es fortaleza…’

El verdugo es la víctima.

Según esta última paradoja —centro mismo de la corrección política— quien más campanudamente se ostente ‘la víctima’ más poder tendrá: podrá bulear a quien sea. Asentado este principio, vivo en terror de la siguiente ‘víctima,’ no sea que me identifique como ‘opresor’ y llame a las huestes del outrage culture.

¿Cómo ponerme a salvo? Me ofendo primero. Señalo a otro. Me sumo al buleo. Es un juego de sillas; el menos vivo se queda parado y será el ‘opresor.’ El más vivo se inventa una silla nueva. Proliferan así los géneros ‘no binarios,’ todos afirmando ser oprimidos. ¿Pero quién estaba oprimiendo al dodecasexual abstemio perpendicular invertido? Ni siquiera sabíamos que existía.

Etiquetas.
Ilustración: In These Times.

Y si no me puedo inventar una silla, doblo rodilla y me postro ante las ‘víctimas.’ Mira, estoy de tu lado: soy ‘progre’ (no me pegues).

En sus inicios, en los años 90, se antojaba un tanto exagerada la corrección política, pero otro tanto inocente. No le digas ‘gordo’ al gordo. El niño con retraso es ‘especial.’ Un lisiado es ‘discapacitado.’ Etc. Pero en algún momento esto mutó. Dejó de ser recomendación. Se inventó el ‘derecho a no ser ofendido.’ Y entonces, armada de este derecho, la corrección política extendió cual régimen imperial la esfera de su gobierno. Pues cualquier afirmación es ‘ofensiva’ para alguien; entonces, si no se vale ofender, ya no se vale hablar.

Resulta un Estado Policial de hostigamiento, censura y autocensura, patrullado por los SJWs (social justice warriors: ‘guerreros de justicia social’), que asfixia cualquier debate y comprime la conversación pública en singularidad cuántica.

Muere la libertad.

No exagero. A partir de 2014, según explica Jonathan Haidt, se inventó en algunas universidades gringas la ‘micro agresión.’ Y está prohibida. ¿Qué es? Nadie sabe. Es ‘micro’ porque nadie está seguro de haberla visto. Pero puede ser invocada, en cualquier momento, para imponer un ‘espacio seguro’ donde ningún histérico pueda ser ofendido; donde dicho histérico pueda callar todo tema. Porque ya llegamos a esto: se ha declarado que ciertos temas —en sí— son ‘ofensivos’ para diversas categorías de ‘víctima.’

Tolerancia.
Ilustración: @Ramireztoons.

Por eso la gestión de algunos comediantes, destacando entre ellos Bill Maher, ha sido tan importante. En su programa Politically Incorrect de Comedy Central, arrancando en los años 90, escogió temas tabú para que sus invitados, legos y expertos, se vieran forzados a opinar —aunque alguien se ofendiera—. Dicha marca desapareció en 2002 pero Maher continuó su gestión, con un formato idéntico, en HBO: Real Time with Bill Maher.

No fue suficiente. Las universidades inventaron grievance studies (‘estudios de reclamo’) para doctorar ejércitos enteros de SJWs, y los medios de masa cooperaron adoptando cada sandez que inventaban. (Todo esto, por los mismos canales académicos ‘izquierdistas,’ terminó por inundar el mundo de habla hispana, y pronto nos estaban diciendo cómo reformar el castellano para apaciguar a las ‘víctimas.’)

Era mucho pedir que Maher pudiera con esto. Llegada la ‘micro agresión,’ Maher comentó en entrevista, en 2015, que había perdido la batalla: nos había doblegado ya la corrección política y nada podía detener el ridículo orgulloso en que Occidente ahora se sumía. Fue al año siguiente que, como queriendo darle la razón, el gobierno italiano cubrió sus estatuas para no ofender a un mandatario yihadista.

Y luego, en 2017, para rematar, las ‘víctimas’ crearon en Evergreen State College, Olympia, estado de Washington (EE. UU.), el ‘Día de Ausencia,’ un festejo oficial que prohíbe a cualquier varón de tez blanca y orientación heterosexual —aquel pobre diablo que no pudo inventarse una silla— asistir a la universidad (para que reflexione en casa su papel de ‘opresor’).

Bill Maher y Trump
Fotografía: “Real Time with Bill Maher” en HBO.

Aquí la corrección política, que se ufana enemiga del prejuicio racista, se redujo a su absurdo, pues identifica al ‘opresor’ por su género y color de piel. Eso, acusó Bret Weinstein, profesor de biología en Evergreen, es la definición misma del racismo.

Ah no. No habría de permitirse la expresión de semejante opinión. Usted es un ‘supremacista blanco’ y un ‘nazi,’ espetaron las ‘víctimas’ a Weinstein (que es judío). Y luego, con su habitual timidez y fragilidad, las mismas ‘víctimas’ armaron un disturbio en Evergreen para exigir su despido. Secuestraron al presidente de la universidad y amenazaron inclusive su integridad física (ni al baño podía ir sin escolta de ‘víctimas’). Este presidente, que claudicó ante casi todas las exigencias de los revoltosos, consideró en entrevista posterior —ya bien emasculado— que quizá él sí sea un ‘supremacista blanco,’ como acusan las ‘víctimas,’ porque, pues es blanco, y además presidente de la universidad. Hay que verlo para creerlo.

Pero se equivocaba Bill Maher en 2015. La batalla por el alma de Occidente no estaba perdida todavía. No lo está. En el momento mismo en que —sin retirarse de la pelea— el comediante se declaraba vencido, esto llegaba a su punto de inflexión y nacía la resistencia. Pues en el mismo 2015 el podcast iniciado por otro comediante ‘incorrecto,’ Joe Rogan, lograba masa crítica y se alzaba de súbito como una gran ola, alcanzando, para el mes de octubre, 16 millones de visitas al mes. La misión de Rogan: publicar conversaciones inteligentes, no ideológicas, sobre temas que la corrección política había declarado tabú.

Rogan no está solo: el espacio del podcast, audio y video, se llenó de pronto de otras luminarias, bautizadas en conjunto ‘la red oscura intelectual’ (intellectual dark web) por el matemático Eric Weinstein, hermano de Bret. Y así, de la noche a la mañana, la conversación inteligente se volvió el producto más caliente de internet. ¿Quién lo hubiera sospechado? La gente quiere pensar.

Joe Rogan y Eric Weinstein
Fotografía: Rogan y Eric Weinstein (Joe Rogan Experience #1320; YouTube).

Bueno, algunos. Porque además de la resistencia vino la reacción: aquella gente que, fastidiada por la corrección política, no exige el derecho a pensar y opinar con libertad sino el derecho vulgar y grosero de ofender por ofender. Éstos aplaudieron a Donald Trump en 2016 cuando rompió con la corrección política y también con la decencia. Y luego lo hicieron presidente.

El futuro democrático de Occidente depende de que triunfe la resistencia y no la reacción. Esta columna pone su granito de arena.

Un peligro importante, en esta coyuntura histórica, es que la corrección política izquierdista y la reacción grosera derechista se retroalimenten, haciéndose uno y otro, por rebote mutuo, más y más extremos, y que caiga en su fuego cruzado la resistencia moderada que busca el diálogo y la razón en el centro.

Ya lo estamos viendo. Las autonombradas ‘víctimas’ buscan pintar a los resistentes centristas y moderados de ‘derechistas extremos’ (presuntos partidarios de Trump, o militantes del ‘alt right’) simplemente porque retan las tonterías totalitarias de la corrección política. Fue el caso de Bret Weinstein, quien difícilmente podría ser más ‘progre,’ pero que fue tildado de presunto ‘racista’ por denunciar el racismo genuino de las ‘víctimas.’

Para los resistentes moderados, por necesidad convertidos en defensores dedicados y explícitos de la libertad de expresión, existe el siguiente riesgo: resultará fácil, a veces, confundir la defensa de la libre expresión con la defensa de lo expresado. Se nos antojará, a veces, que si algún personaje ha sido hostigado por las huestes del outrage culture, algo de valor habrá en lo que dice.

Trump sowing seed
Ilustración: The Cagle Post.

Muchas veces, sí. Pero no siempre. ¡Cuidado! Es importante no abandonar el pensamiento crítico, pues la corrección política —me duele decirlo— a veces tiene razón. Jamás estará justificado recurrir a la violencia para callar a nadie —eso nunca—. Pero un reloj descompuesto marca la hora correcta dos veces al día, y un histérico que tilda a todo mundo de ‘¡racista!’ y ‘¡nazi!’ en ocasiones se lo estará gritando a los verdaderos racistas y nazis.

En mi siguiente artículo analizaré el caso de Sam Harris.

Respeto mucho el trabajo de Harris creando conversaciones sobre temas difíciles y defendiendo la libertad de expresión. En especial, Harris ha sido valiente examinando públicamente los problemas del islam, cosa que ha hecho de forma erudita, racional, y mesurada, advirtiendo siempre que no es un ataque contra los musulmanes, a quienes de hecho busca proteger de los excesos de la ideología islámica (como anteriormente en Occidente los liberales defendieron a los católicos de los excesos de la Iglesia). Empero, inevitablemente, las huestes del outrage culture lo han acosado y acusado de ‘racismo.’

Aturdido por estos ataques, Harris cree ver un alma gemela en el politólogo Charles Murray, exponente y defensor de los exámenes de IQ. Sin duda Murray ha sido hostigado con literal violencia por las mismas ‘víctimas.’ Y esa violencia es indefendible. Tú, yo, Murray, y su primo segundo tenemos todos derecho a expresarnos libremente. Pero defender la libertad expresiva de Murray no es lo mismo que defender el contenido de su expresión, y Harris hace ahora también lo segundo. Echaremos ojo a eso y veremos si Murray —que no merece el maltrato de los SJWs— merece los guantes de seda de Harris.

Hasta la próxima.

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