Las palabras, como los objetos, pueden lanzarse para hacer daño y su impacto tiende a ser difícil de calcular; tal vez de ahí venga la famosa frase popular: “eres dueño de tus silencios y esclavo de tus palabras”.
Este final del año valdría la pena que evaluáramos lo que dijimos y cuáles fueron nuestros objetivos al hacerlo. Ya fuera en redes sociales (arena actual de la discordia) o de viva voz, creo que es importante revisar si nuestras palabras eran resultados del análisis, los argumentos, la información sustentada o simplemente la reacción al mensaje, uno de cientos, que no llegó por la mañana al teléfono celular.
Porque éste ha sido, sin duda, un año de ruido debido a los cambios que ha generado la entrada de un nuevo gobierno que, guste o no, es un parteaguas en la historia reciente del país.
Desde la aparición de las mañaneras como productora de noticias, mensajes, postulados, ataques, memes y escándalos de media hora, hasta el avance de proyectos nacionales de infraestructura que mantienen la esperanza de un repunte económico en el segundo año de esta administración, éste fue un primer ejercicio de gobierno en el que casi nadie se ha quedado sin dar su opinión.
Pero las opiniones sin sustento pueden provocar una división todavía más profunda de la que arrastramos desde, al menos, 2006. No quiero decir que cuidemos nuestras palabras –en una democracia es lo último que se recomienda–, sin embargo, sí somos responsables como ciudadanos de la manera en que construimos, con dichos y con hechos, la nación que aspiramos ser.
Apenas este domingo, dos versiones de una misma historia convergieron en el aniversario del primer año de gobierno. Una, llena de pesimismo alimentado en ocasiones por percepciones, y otra, triunfalista a pesar de que todavía hay varios pendientes. En ambos lados, personas comunes que buscan, en el fondo, un país mejor para vivir.
Entonces, ¿cómo llegamos a esta batalla diaria por tener la razón, olvidándonos que somos una sola sociedad? Una explicación es la enorme brecha de desigualdad que vivimos, no es nueva, y es un pesado lastre que arrastramos desde hace medio siglo.
Si hay alguna duda, sólo revisemos los resultados de la prueba PISA para 2018, que nos confirma el terrible último lugar en desempeño escolar entre los países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos). Dicha prueba lleva dos décadas de llevarse a cabo y los avances en México son mínimos. Un rasgo sobresale, sin embargo, en cada ejercicio: quienes tienen mejores resultados son los mismos que cuentan con mayores oportunidades económicas y de desarrollo.
En el espejismo de crecer, aunque no hubiera desarrollo humano palpable, le apostamos (apostaron, diría) a engrosar los indicadores macroeconómicos, mantener la inflación baja y ofrecer mano de obra competitiva (y barata) que, en conjunto, empujarían a que las escuelas, los hospitales y los servicios públicos mejoraran por añadidura.
No contábamos con la corrupción, la falta de un Estado de Derecho y la impunidad que traen consigo las administraciones que deciden vigilar lo primero sin prestarle mucha atención a lo segundo.
Tuvimos avances, no puede discutirse, pero se quedaron cortos frente a la politiquería, los grupos de interés y el capitalismo de cuates que campeó con pocos obstáculos desde el cambio de partido, curiosamente, también hace casi 20 años.
Hoy en esta sacudida, apoyada por una mayoría cansada de la violencia y de los otros males, tenemos una oportunidad de manifestarnos y de contribuir, hasta con la oposición, a generar soluciones, a participar activamente y a organizarnos como una ciudadanía que puede tener sus diferencias, pero debe coincidir en la meta de sacar adelante a un país que ha desperdiciado demasiadas coyunturas favorables.
La apuesta el año entrante debe ser por construir los puentes y las coincidencias que hoy nos hacen falta, porque todos cabemos en México. Quienes aseguran lo contrario, azuzan para dividirnos hasta que nos desconozcamos, y si algo nos ha enseñado nuestra historia, es que esos momentos se vuelven la pesadilla que siempre quisimos evitar. No lo permitamos.