En memoria de Enrique Loaeza y Alejandro Nadal,
grandes amigos y distinguidos mexicanos.
Hace tres meses propuse la creación de un CHAMBATEL para lidiar con los problemas de desempleo derivado de la 4T. Nunca, en mis 20 años de articulista, recibí tantos comentarios; algunos de ellos celebrando mi ensayo; otros criticando lo que veían como injustas o prematuras críticas a la 4T; y muchos envíos de CVs de personas que tomaron muy en serio mi humorística convocatoria a presentar ofertas imaginativas de servicios en la hora del cambio. Hoy quisiera subrayar la necesidad, no de un CORONATEL para atender y diluir mecánicamente nuestras necesidades de información, sino la importancia de revalorar los lazos y encuentros personales para enfilar y dar respuesta a nuestras demandas de comunicación certera, transparente, oportuna y confiable. Es la calidad de la comunicación humana; no la cantidad lo que importa a la larga y en particular en tiempos de crisis.
Ante la avalancha de mensajes serios, bromas, estadísticas, estudios científicos, quejas y reclamos que hoy escuchamos en los medios tradicionales y en las redes sociales en razón o sin razón de la pandemia del coronavirus, no puedo resistir la tentación de hablar de la importancia del teléfono y de la voz humana en tiempos de crisis.
El lunes 16 en la noche regresé a México de Río de Janeiro, después de un involuntario fin de semana largo en esa bellísima ciudad, a la que había llegado con el propósito de iniciar un crucero que me llevaría hasta otra de los más bellos puertos del mundo: Ciudad del Cabo. Poco después de llegar –mal dormidos– a nuestro hotel, mi esposa se encontró con una inesperada grabación de la empresa de cruceros, informando que por la emergencia sanitaria, se cancelaba el nuestro. Quise llamar a esa voz para protestar y refrescarle… el inenarrable viacrucis recorrido para conseguir las visas indispensables desde un México que sólo tiene 8 embajadas en los 54 países de África. Sin embargo, una voz grabada del otro lado me remitió a un “call center” donde una voz electrónica –como la del Waze– me sugirió “llamar más tarde, pues todos nuestros ejecutivos están ocupados”.
Afortunadamente no salió el barco y no me quedé atrapado en Gambia o Togo; en cambio pude nadar en las playas de Ipanema, encontrarme con amigos para tomar caipirinhas y visitar el jardín botánico de la ciudad –uno de los más bellos y ricos en diversidad en Latinoamérica–. Afortunadamente también logramos conseguir boletos de regreso a México para el lunes en Aeroméxico, antes de que se comenzara a aplicar una esta restrictiva en los vuelos al exterior del Plan de Contingencia en Brasil.
Desde este lunes 16, cuando llegué a México, me recluí responsablemente en casa –por si alguna brasileña me hubiera contagiado en la Avenida Atlántica con su coqueta mirada– y empecé a “chatear” por WhatsApp con familiares y amigos. Continué también mi lectura y reenvío de sesudos análisis de todas partes del mundo sobre estadísticas, probables causas, retos, implicaciones, posibles soluciones, aciertos, errores y omisiones de los gobiernos –incluyendo, por supuesto, el mexicano; y hasta las oportunidades que ofrece la pandemia para el desarrollo personal y la búsqueda de un nuevo cauce de desarrollo, más amigable con la naturaleza y la sociedad–, una vez que pase la crisis.
Sin embargo, hoy después de mi sesión acostumbrada de yoga, de los jueves, descubrí que ya estaba cansado de ver películas en Netflix y leer periódicos, y que algo me estaba faltando urgentemente: escuchar más la voz humana. Además recordé que hace un par de semanas había comido con Enrique Loaeza, mi amigo recién fallecido, y otros tres amigos, y él me había sugerido escribir algo sobre la comunicación en tiempos de crisis del coronavirus.
Lo primero que hice fue llamar a mis tres hijos por mi teléfono fijo –sí, mis viejos aparatos telefónicos fijos de teclas–, descubriendo que sólo uno funcionaba y con dificultad; se atoraban las teclas por falta de uso. Tuve que recurrir a los móviles que no encontraba por la casa; uno de ellos estaba muerto por baja de baterías. Me encantó escuchar las voces de mis hijos y, de pasada, las de mis nietos más pequeños, que casi pude ver brincar junto a mi hijo, desesperados de no ir a la escuela y alguno de ellos ronronear mocoso por una influenza común, de la que estaba acabando de salir. Acto seguido me piqué y decidí llamar a uno de mis mejores amigos para comentar nuestro frustrante y luego reconfortante viaje a Río.
Me contestó su esposa, amiga de antaño, con quien entablamos una conversación de más de 40 minutos sobre nuestras aventuras y desventuras en tiempos de coronavirus.
Nos carcajeamos y criticamos a tirios y troyanos, comenzando por los excesos de los defensores y detractores de AMLO y los comentaristas “sabelotodo”, quienes ahora resulta que desde endenantes han sido expertos en epidemias sanitarias y hoy se han convertido en jueces políticos y agoreros de tragedias inevitables si no se adopta ésta u otra medida como los chinos, los coreanos o los estadounidenses; olvidándose de las idiosincrasias de un México pobre, desigual, que tiene el 40% de sus trabajadores en la economía informal, muchos viviendo al día, un país que abandonó sus inversiones preventivas en salud desde hace tres décadas, confiándolas al abasto internacional y hoy carece de capacidades propias de investigación, desarrollo tecnológico y productivo en muchas áreas: energía, alimentos y salud –incluyendo la producción de vacunas–, que constituyen en otros países renglones de seguridad nacional, que exigen “niveles mínimos críticos de auto-abastecimiento” (ONU). No obstante recordábamos, nuestro país mantiene todavía fresca su exitosa capacidad y experiencia para enfrentar la crisis del H1N1 en 2009.
Llegó el mediodía y una llamada esperada a mi celular para una entrevista de la Revista Comercio Exterior sobre el T-MEC y los retos y oportunidades de la industria farmacéutica mexicana. Mi entrevistador no me escuchaba bien en el celular. Sugerí llamar a mi teléfono fijo. Lo hizo y fue la solución. Charlamos con gran claridad por más de una hora, con un rico sonido de por medio que ya había olvidado, sobre las positivas enmiendas, impulsadas de última hora por los congresistas demócratas, que dieron un respiro a las empresas mexicanas con aspiraciones de innovación y abastecimiento nacional a precios reducidos de productos biológicos anticancerígenos y antivirales.
Mi conclusión: una de las muchas lecciones que estamos aprendiendo en este apartheid sanitario involuntario, generado por el coronavirus, es que transcurrida esta crisis, cualquiera que sea el tiempo que tome, no podemos ni debemos volver a “la normalidad”, a la rutina tradicional política, económica y social de los últimos 70 años tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los poderes relativos políticos, económicos y tecnológicos, han cambiado entre países y dentro de ellos, y México tiene retos sociales y de salud distintos de China, Corea del Sur o Alemania; pero más importante aún –querámoslo o no–, hemos entrado a una nueva era en que las demandas y las posibilidades de desarrollo humano incluyente y sustentable en el planeta, exigen recuperar la capacidad de diálogo entre naciones, entre grupos sociales y de persona a persona, más allá de lo que el cambio tecnológico nos imponga o facilite.
No necesitamos un deshumanizado CORONATEL, que nos conteste robóticamente nuestras viejas y nuevas preguntas con un “espere en la línea…”. Tenemos que diseñar y construir nuevas visiones compartidas de largo plazo en México y en el planeta, e incorporar a ellas una renovada conectividad y un Nuevo Trato Verde Humano.
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