En la mitología nórdica, el Valhalla es una suerte de paraíso. De acuerdo con las creencias vikingas, los guerreros caídos en combate iban, al morir, directo al Valhalla, un salón gobernado por el dios Odín. Aspirar a ese paraíso era una motivación sin igual para un guerrero vikingo en batalla. De acuerdo con el diario holandés De Telegraaf, Países Bajos se ha convertido en el Valhalla de los grupos dedicados al narcotráfico. La metáfora de este diario secunda las declaraciones de Andy Kraag, jefe de la División Nacional de Investigación Criminal de aquel país, quien dijo que los narcotraficantes holandeses colaboran con mexicanos para “adquirir experiencia y reemplazar éxtasis por metanfetamina en los laboratorios”.
El incremento de laboratorios móviles para la elaboración de estas drogas es la variable que refuerza la hipótesis de colaboración. Los narcotraficantes holandeses, dijo Kraag, “ya tienen la infraestructura, las materias primas y las redes de distribución necesarias. Sólo les faltaban las recetas de los mexicanos”. Max Daniel, jefe de Operaciones contra el Narcotráfico en este país europeo, afirmó que los cárteles mexicanos son “una plaga”. Se trata de grupos, dice, en busca de nuevos mercados en Europa y que encuentran en Holanda una plataforma para consolidar esta búsqueda a través de aprovechar la ubicación y la infraestructura del país como los puertos, aeropuertos, rutas, telecomunicaciones y, en general, las vías de comunicación.
¿Qué significa que Países Bajos sea el paraíso de los narcotraficantes? A juzgar por los dichos de Kraag y Daniel, el Valhalla se parece mucho a la globalización rampante. De hecho, si no se tratara de metanfetaminas, sino del comercio de bienes o servicios legales, estarían describiendo las condiciones del éxito de cualquier iniciativa empresarial. La expansión de mercados global impulsada por el neoliberalismo desde hace poco más de tres décadas es una moneda de dos caras. Por un lado, la de los mercados lícitos; por el otro, la de los ilícitos. Es iluso pretender aspirar sólo a una de las caras sin asumir los riesgos de la otra. Y, además, es reduccionista repartir culpas con etiquetas nacionales.
Hace casi una década, el conflicto entre mafias holandesas tenía un componente étnico y migratorio. Una “guerra” entre narcotraficantes marroquíes y antillanos –por un lado, migrantes o descendientes de marroquíes; por el otro, antillanos provenientes de territorios holandeses en esa zona del mundo– provocó una escalada de violencia particularmente en Ámsterdam. Unos años después, en 2016, la prensa holandesa dijo que el conflicto se estaba “mexicanizando” a raíz del incremento de violencia –concretamente a partir del caso de un cuerpo desmembrado en dicha ciudad–. Un par de años después, en 2018, un informe del sindicato de la policía holandesa dijo que el país estaba adquiriendo los “rasgos de un narco-Estado”. Entre otras cosas, la afirmación se basaba en la falta de detectives y la proclividad hacia la concurrencia de delitos violentos derivados del narcotráfico.
Si el Valhalla del siglo XXI significa el aprovechamiento de sitios estratégicos y la expansión de mercados para maximizar ganancias, los holandeses padecen de su propio éxito. El mismo que les posiciona como una de las economías de mercado que mejor funciona a nivel mundial. Pero si el Valhalla, en cambio, significa impunidad, riesgos para la salud pública, e incremento de la violencia, entonces el concepto es por demás desafortunado. La discusión y el diagnóstico necesita orientarse hacia una preocupación política de la regulación de mercados ilegales, y particularmente de la violencia que implican. De otra forma, seguir por la ruta argumentativa de la expansión de mercados y de culpar a “foráneos”, puede fácilmente conducir a salidas falsas como el Brexit o a negar los beneficios de la apertura al estilo Trump. Es indispensable evitar esa clase de nacionalismos, particularmente en tiempos como los que se vislumbran en la era postcovid-19.
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