Sin mayor preámbulo fue aceptada la amable invitación. La entrada en vigor del nuevo tratado trilateral ofreció la justificación para que los mandatarios se reunieran en Washington con motivo del arranque del nuevo entendimiento comercial.
No faltaron sugerencias, objeciones y críticas en amplios sectores, pero la decisión había sido adoptada y así lo señalaron todos los indicios previos. Las voces que se dejaron oír aconsejando declinar, esgrimieron argumentos diversos, desde la crítica situación que se vive tanto en México como en los Estados Unidos a causa del mortal virus, la circunstancia electoral, particularmente en el vecino país, las encuestas de popularidad de los candidatos opositores y desde luego, la ya para entonces previsible inasistencia del Primer Ministro de Canadá, tercer país signatario del T-MEC, sin la cual, la explicación de la visita de trabajo, que tendría sólo dos representaciones, perdía sustento.
Ésta sería, en los prolegómenos, la parte formal de la sui generis invitación y la gentil correspondencia de la parte mexicana, con las correspondientes gestiones para tratar de lograr una representación tripartita, que no sólo hubiera dado un mínimo equilibrio y neutralidad al evento, sino que hubiera fortalecido la propia naturaleza de la magna junta.
Pero una vez que fue aceptada la visita y se hizo pública la determinación del Ejecutivo de nuestro país de reunirse con su contraparte norteamericana, ya asumido el compromiso, sutilmente, el ambiente empezó a mostrar señales que generaron, de manera inmediata, más preocupación que optimismo, preponderantemente las imágenes en redes sociales que mostraban al mandatario estadounidense frente al muro que marca la frontera sur de su país y la norte del que preside su invitado, lo que fue interpretado, obviamente, como un mensaje nada halagüeño de lo que se esperaría en la casa blanca.
Desde su origen, llamó la atención el sendero por el que transitó la invitación, el momento y la forma, cosa trascendente en diplomacia y política internacional más que en ninguna otra materia.
Por su parte, el Primer Ministro Trudeau, se dio su tiempo y sopesó los escenarios, para declinar, amable pero contundentemente, la convocatoria al encuentro y expresó las razones que, lamentablemente, se lo impedían. De tal manera que la visita con motivo del tratado trilateral sería bilateral. El panorama se percibía nebuloso, con muy pobre información oficial y no muy buenos augurios sobre la siempre impredecible actitud del anfitrión.
Pero todo parece indicar que los temas de la agenda y los términos del protocolo habían sido planchados puntualmente: simbolismo y cordialidad, ni reclamos ni desencuentros, solamente reconocimientos mutuos, deseos de buena vecindad y colaboración en el porvenir, nada de temas disruptivos.
El almíbar corrió generoso por los textos de ambos discursos. La amabilidad, la cortesía, el buen trato, el apapacho dieron marco a la mutuamente conveniente reunión que fue aderezada con el obsequio de la aprehensión en Florida del prófugo César Duarte.
El objetivo de ambos mandatarios parecía alcanzarse, reposicionar la imagen, mandar mensajes de moderación, entendimiento y eficaz colaboración a los mexicanos de ambos lados de la frontera, con la evidente intencionalidad de remontar la popularidad que se ha visto impactada, entre otros factores, por el malévolo e incontenible virus corona.
El resultado práctico está por verse en el mediano plazo, las voces críticas aún se expresan incrédulas sobre la sinceridad de los elogios que difieren radicalmente de la actitud mostrada por el anfitrión previo a la visita, e insisten en los inconvenientes que pueda acarrear en el futuro el explícito posicionamiento mexicano frente al impredecible resultado electoral de noviembre en el vecino país.
La moneda estará, hasta entonces, en el aire.
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