El discurso del presidente López Obrador ante Trump tuvo dos ejes: uno, el “político”, en el que estuvo implacable con los agravios del pasado y enalteció a los mexicanos migrantes, pero se mostró sumiso y lisonjero en demasía al pasar por alto los muchos agravios de Trump a nosotros y a nuestro país; ésta fue la nota del encuentro que destacó la prensa liberal estadounidense.
El otro eje del discurso fue para refrendar la disposición del gobierno a profundizar la integración económica, financiera, comercial, monetaria, jurídica y hasta cultural con Estados Unidos y Canadá, “para enfrentar los desafíos económicos y de seguridad del siglo XXI de nuestra región de América del Norte”.
Hace 26 años, con el mismo discurso sobre fortalecer nuestra competitividad global como región, el gobierno de Carlos Salinas inauguró el TLC prometiendo, como ahora, que la integración económica de México a la región, bajo la conducción estadounidense, promovería la prosperidad de los tres países.
La globalización y el neoliberalismo estaban, entonces, en su apogeo a diferencia de ahora, que van de retirada –no muy franca– ante nacionalismos y la toma de conciencia, por todas partes, de que el Estado debe tener mayor incidencia en la marcha de las economías y de que el principal desafío que enfrenta todo el mundo, es la extrema polarización, tanto del poder como de la riqueza y, por supuesto, del descontento social.
Ese cambio de situación y de perspectiva obligan a cambiar el sentido de la integración regional de México; la de 1994 fue que la mera integración traería el desarrollo a nuestro país, si se empequeñecía al Estado –la mejor política industrial es la no política, decía Serra Puche– a fin de dejar a la lógica del mercado la asignación de recursos de inversión, generadores del crecimiento.
La lógica del mercado hizo considerar al empresariado que más le convenía importar y mercantilizar lo que se produce fuera, camino facilitado por ser una de las economías más abiertas del mundo al comercio internacional; de ahí que la formación bruta de capital en México sea de las más bajas de la OCDE y que, no por accidente, tengamos uno de los crecimientos más lentos de América Latina.
Transcurridos 26 años de vigencia del “libre comercio e inversiones”, las asimetrías entre México y sus dos “socios” son ahora, de verdad, más profundas y nuestro país es más dependiente por haber perdido capacidades internas en generación de energía, producción de alimentos y permitido la ruptura de cadenas de valor industriales que habían tardado décadas en construirse.
Estamos en otro momento de la economía mundial; vivimos el declive de la globalización y del neoliberalismo, y estamos ante una recesión económica sin precedentes desde que se consolidó el capitalismo industrial en el siglo XIX. No hay ruta de recuperación clara para ninguna región o país.
El vínculo más importante de México con ese obscuro panorama, es el T-MEC. El gobierno, solo frente a Estados Unidos, no evitará que ese instrumento profundice los efectos negativos del TLCAN; es urgente la necesidad de corregir errores estructurales internos y para hacerlo es insustituible una fuerte alianza interna, bajo la rectoría del Estado pero no autoritaria, no con Morena como fuerza irrebatible al legislar y sí con un Ejecutivo que si hace política en Washington, también la haga y negocie con fuerzas internas del país; no todas las que han sido denostadas, merecen ese trato.
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