El número 9 se quedó congelado con la pelota en los pies, no se movió un centímetro más como si el réferi le hubiese pitado un penal. El 2 sacó la pelota mansita de los pies, como quien saca una pelota que queda enganchada en un alambrado. La corrió muy despacio hacia atrás con la puntita del botín, la enderezó y empezó el ataque. El 9 se había encontrado con el defensor existencial, un particular 2 del futbol local que le hacía preguntas existenciales y filosóficas a los delanteros. Allá, casi contra el banderín del córner, cuando lo había ido a marcar, le había preguntado:
—¿Existe la realidad o es algo que se forma en la mente?
Muchos consideraban esa jugada un haiku futbolístico, una acción que desconcentraba a la mente, cortaba el flujo de los pensamientos, los detenía, y los obligada a encontrarse con el presente. Una especie de meditación japonesa, del budismo zen, pero adaptada al futbol. A todos los delanteros les pasaba lo mismo, dejaban de concentrarse en el partido y se quedaban pensando largos minutos en la pregunta.
Mucho habían hecho los técnicos de los equipos rivales para frenar la estrategia del defensor existencial, pero el que más se había ocupado de eso era el técnico del Atlas, un tipo también sabio, que había jugado la final del campeonato con Deportivo Archinda. Había estado meses preparándolos, había llevado a sus jugadores a los mejores filósofos, politólogos, sociólogos, para que les enseñaran las respuestas básicas a algunas preguntas filosóficas. Ante la pregunta del número 2, el delantero iba a responder de manera más o menos automática e iba a seguir la jugada.
La primera oportunidad de esto se vio empezado el partido, cuando el 9 de Atlas se fue sólo contra el dos, y el 2 se le pegó cuerpo a cuerpo y le dijo:
—¿Hay matemática en el universo o es una creación de los hombres?
Esperando el detenimiento, el haiku, la maduración para el delantero, una ampliación de conciencia, y quitarle la pelota, como quien le quita un helado a un niño. Pero el 2 le respondió de manera automática.
—Todas las respuestas a esa pregunta son válidas.
Y después tiró la pelota por un costado del defensor y la fue a buscar el otro.
No entendió qué había pasado, primera vez que sus preguntas socráticas eran respondidas de manera automática y desactivadas. No había logrado generar un haiku en la mente del rival, sino todo lo contrario, el haiku se produjo en él, que se quedó quieto en el lugar, como si se hubiera lesionado. Algunos compañeros se acercaron a preguntarle si estaba bien. Asintió con la cabeza y se puso a pensar qué pudo haber pasado. Miró el banco de suplentes del equipo rival, vio a su técnico riendo y se dio cuenta que él estaba atrás de todo. No tuvo mucho tiempo de acomodarse, enseguida le tocó cruzar a la derecha a encerrar al número 7 que se le había escapado al 3.
—Lo que verdaderamente cambia la mente de las personas es la voluntad, está comprobado por neurólogos –dijo casi llegando a él y poniendo el pie para que la pelota le rebotara y estuviera afuera–.
—La neurología es el paradigma actual, ley de Kuhn. Todos los paradigmas se justifican solos y dominan el saber de una época. Los investigadores sólo seleccionan los datos que sirven al paradigma.
—Pensamos en paradigmas, pero ésa no es la realidad –le dijo el 7, después de levantarle la pelota y esquivarle el pie en toda la carrera que hizo hasta el arco, con el 2 “existencial” corriéndolo de atrás–. Después de escuchar el remate de la frase los paradigmas de Kuhn, escuchó el grito de “¡goool!” de todo el estadio.
Las sensaciones eran distintas, le molestaba que su método ya no funcionara, le molestaba ya no quitar pelotas, le molestaba más no poder fabricar haikus en las cabezas de los delanteros. Pero le gustaba que todo el equipo rival hubiese tenido que ir a estudiar epistemología para neutralizarlo.
Con un vendaval, de esos equipos que hacen todo enseguida, en los primeros 20 minutos, de inmediato le tocó salir a cubrir la subida al campo de juego del 5 que había rebasado la línea de los mediocampistas y avanzaba derecho a él. Probó con lo que prueban todos los sabios cuando se ven rebasados en su filosofía: el latín. Se le paró de frente y le dijo:
—Vini vidi.
—Vici –respondió el delantero y le empaló la pelota de sombrero, que le pasó por arriba de la cabeza y la mirada, le cayó adelante al 11 quien había tirado una diagonal al área, y la acarició ante la salida del arquero. Dos a cero. Mientras el griterío ensordecedor del estadio bajaba hasta los oídos de ellos. El 5 le completó.
—Vini vidi vici es el mensaje que mandó Julio César en latín a Roma después de haber vencido en una de las batallas en tierra neutral. Quiere decir: Vine vi venci.
Y eso era lo que estaban haciendo los rivales con él, yendo, viendo y venciendo. Era un tipo demasiado inteligente para no darse cuenta de que iba a ser vencido en toda su extensión, y que su método, adaptado y con variantes, ya no iba a funcionar. Aun así, siguió probando.
A los 30 minutos del partido, en una esquina, contra el 8, probó la comprobadísima: “Te están llamando”. Señalándole a un costado de él, para buscar no ya un haiku sino una leve distracción que le permitiera pasarlo, pero el tipo ni se inmutó. Así fue cayendo en la calidad de sus métodos distractivos. A los 40 minutos probó la de atar los cordones para que todos pararan y él se fuera solo hacia el arco, método de campito que había dejado de funcionar, no por malo, sino por tanto usarse. Hacía de eso ya unos 50 años. Había tenido un leve éxito a los 42, el de honor, con un “dámela”, habiéndole gritado al 11 rival que sin mirar y pensando que era un compañero, le había pasado la pelota. Pero fue una tormenta de verano, se dio cuenta enseguida que ya no era su tiempo cuando el 10 le amagó para ir para un lado, se fue por el otro, y el agarrado del primer amague salió corriendo para el lado contrario en dirección contraria.
“¿Vas al kiosco?”, le preguntó de pasado el 10. Y el colofón final de su debacle fue el final de esa misma jugada que terminó en penal, pero antes de tirarlo, como siempre se le acercó al pateador rival a distraerlo, cosa que hacía recurriendo a dichos de Lévi-Strauss, planteos de Freud, reformas de Gramsci. Él –y eso le encantaba– en ese momento del penal usaba portulanos de los pensadores reformistas de doctrinas para peguntar si estaban bien. Cosas como: ¿La revolución es cultural? ¿La economía decide las relaciones en la superestructura o la superestructura puede afectar a la base económica? O más simples para el pensamiento deportivo, pero no por eso no dotadas de una compleja profundidad: ¿Aristóteles o Platón? ¿Hobbes o Rousseau? Y algunos leves conocimientos del taoísmo, y palabras aisladas del chino mandarín.
Pero fue en ese penal en el que se dio cuenta de su decadencia, volvió a su más tierna infancia, a sus comienzos en las confusiones y las tretas de los campitos, a su esencia. Se le acercó y le dijo: “No vale fundir”. Le salió de adentro, eso significaba que había llegado hasta el fondo y no quedaba nada de todo lo otro que había ido descartando en el debacle, que se había ido despojando de todo lo aprendido, de todas sus ropas, de sí mismo, y que había llegado hasta volver a ser niño, a su más tierna infancia. Al engaño más dudoso y más llorón, pero más incomprendido de todos. Porque ése, no vale fundir, si bien escondía la mezquindad de que el delantero pateara despacio y errara el gol, también escondía el altruismo del cuidado de la humanidad del arquero rival, el gesto caballeresco del futbol. Y, hasta una enseñanza para el propio pateador; las cosas pueden ser más suaves, más simples. Cuando se escuchó decir eso, se le vino a la mente “No vale tomar carrera”, y que por suerte no lo había pronunciado, sobre todo porque la carrera que tomó el delantero fue exagerada para arriba. Se dio cuenta que había sido deconstruido totalmente, y que había sido, ya no lo era.
Él solo, sin mirar el penal, en silencio, pero tranquilo, se fue de la cancha, con el vaciamiento de lo que era empezó el lleno de lo nuevo. No se quedó a escuchar el penal, se fue pensando si, en la derrota, como le había escuchado decir a un técnico cierto día, era donde más aprendía uno.
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Muy bueno, Alejandro!