El baúl. Relatos cortos

¿Cómo te diste cuenta Diego?

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¿Cómo te diste cuenta Diego que necesitábamos llorar? ¿Cómo te diste cuenta que el 25 de noviembre era el día para sacar todas las lágrimas que teníamos atravesadas desde marzo? ¿Cómo te diste cuenta Diego que no nos animábamos a llorar, que quedaba mal, que no parecían razones sólidas para llorar, aunque llorar es líquido, y las razones eran de todas las consistencias este año? ¿Cómo te diste cuenta que este 25 de noviembre para muchos de nosotros no iba a haber más gambetas a las lágrimas? ¿Qué iban a salir como en muchos de nosotros? ¿Cómo te diste cuenta que el 25 de noviembre iba a ser el día del llanto? ¿Cómo te diste cuenta Diego que el 25 de noviembre nos iban a visitar las lágrimas, ésas que nos enseñaste a llorar vos, que tantas veces te vimos en las pantallas, en las canchas, regalando, regando? ¿Cómo te diste cuenta de que ya era suficiente, que necesitábamos sacar esa angustia que nos ahogaba el pecho, ahogar el pecho, justo este año que tenía que brotar de los ojos, que teníamos que vaciarnos de tanto que nos habíamos llenado? Que si nos seguíamos llenando de lágrimas guardadas y de angustia, nos íbamos a ahogar más.

¿Cómo te diste cuenta Diego que muchos de nosotros estábamos demasiado callados, demasiado quietos, y necesitábamos manifestar? ¿Cómo te diste cuenta que este 25 de noviembre íbamos a manifestar lo que necesitábamos? Que íbamos a sacar ese grito al cielo, que iba a hacer volar palomas de los ecos, esas que sacabas de la galera, e íbamos a decir: se fue el Diego, que año de mierda. Con una mierda de Fontanarrosa, arrastrando la r del medio y la a del final, que forman República de Argentina, no porque este país sea de mierda sino porque somos nosotros lo que estamos sacando todo esto de adentro, los argentinos, y también todos los habitantes del mundo que hoy son argentinos. ¿Cómo te diste cuenta Diego que el 25 de noviembre iba a ser el día que finalmente íbamos a decir, hartos de estar hartos y rebasados de silencio, tan pesado que se escuchaba ya: qué año de mierda.

diego maradona
Imagen: Diego Riselli.

Así como cuando vos puteabas a los que te silbaban el himno, así como estabas con tus compañeros, uno al lado del otro, como tratando que nos respeten un himno, himno que nos estaban sacando, porque eras nuestros himnos, que se estaba yendo: qué año de mierda. Así de esa sacada de adentro que libera. ¿Cómo te diste cuenta Diego que necesitábamos manifestarnos, poner tu foto, que se nos acalambren los dedos de participarles a los que iban a poner tu foto? ¿Cómo te diste cuenta Diego, que necesitábamos aprobar lo del otro? Tan críticos que estábamos con todos los que estaban haciendo los demás, y casi no hubo foto tuya o manifestación sobre vos que no se haya llenado de aprobaciones y coincidencias.

¿Y los de los colores Diego? Como te diste cuenta de los colores, que estábamos grises apagados, opacos de tanto estar adentro y apagarnos. Y este 25 de noviembre, doloroso sí, pero lleno de color, se llenaron las redes sociales, la radio, la tele, de banderas tuyas, camisetas de tus equipos, tipos con camisetas de otros equipos que hablaban de vos. Llenamos las redes sociales de los colores de tus gambetas. ¿Cómo te diste cuenta Diego que ya no podíamos gambetear más todo eso, que necesitábamos que salga, porque nos iba a hacer muy mal adentro? Que las lágrimas iban a barrer los dolores de a poco, que las lágrimas iban a lavar este año, que de a poco, al tiempo, va a ir quedando más limpio, con los recuerdos, con las enseñanzas. Muchos más solos, claro, sin vos y tantos otros. Pero de ese terremoto de este día, de este terremoto simbólico, las cosas al tiempo se iban a ir acomodando, como siempre se acomoda todo, de otro modo. Claro, sin ser lo mismo. Pensando siempre como piensa uno, que hay más allá del allá, mucho más allá, y mucho más, y ahora estas por allá.

La pelota no se mancha Diego, que se va a manchar si la lloran todos, aun los que no son propios. ¿Cómo te diste cuenta Diego, en este 25 de noviembre, que necesitábamos sentir lo mismo todos, quebrar la grieta, estar en la misma, sentir la misma angustia, el mismo dolor, y darnos cuenta de que, ante muchas cosas, nos pasa lo mismo, sentimos lo mismo y somos lo mismo? ¿Cómo te diste cuenta que necesitábamos hermanarnos un poco más? Necesitábamos pensar en el otro, tanto que habíamos estado todo el año pensando en los otros, pero últimamente ya veníamos pensando más en nosotros; es que nadie puede resistir tanta presión, y si le dicen que está en riesgo todo el tiempo, tiende a pensar en sí mismo, que es el que lleva el riesgo. Y con este golpe pudimos pensar de nuevo en el otro.

diego como te diste cuenta
Imagen: Ink Patient.

Porque yo te prometo Diego que este 25 nadie pensó en sí mismo, todos, pero todos en este país y en el mundo pensaron en vos, de nuevo, como tantas veces, pero distintos esta vez, por eso tanto esta vez. Y cuando dejaron de pensar en vos, pensaron en tu familia, tus compañeros, Bilardo que no quieren contarle, Valdano que te lloró en una entrevista, igual que otros. Tus hijos que como estarán, Galindes que no paraba de llorar por la radio, Ruggeri que hablaba con esa rabia lenta pero acertada. Y todos. Y después aun después, seguíamos sin pensar en nosotros, pensábamos en los nuestros, los maradonianos de los nuestros, que cómo estarán, qué les pasara con esto.

Inclusive, ¿cómo te diste cuenta Diego que nos estábamos olvidando de Fidel, y te fuiste el mismo día que él, que te estaría esperando por ahí, con tus padres y los otros tuyos, en La Habana del cielo? Justo Fidel que llevó él tu cielo a La Habana, cuando llevó al Papa. ¿Cómo te diste cuenta Diego?

Gracias por permitirnos sacar con tristeza lo que teníamos guardado dentro, por el último regalo que nos diste. Perdón por no entenderte muchas veces, y gracias de nuevo por todo.

Gracias por volvernos a la realidad de un golpazo, de un pelotazo, a ponernos a llorarte y agradecerte. ¿Y cómo te diste cuenta que estábamos medio flojos de agradecer? Y cuando los días se vayan limpiando, y esto se vaya acomodando un poco, porque se va a acomodar, allá arriba, en las neuronas, que este año tuvieron una zaranda, empezaremos a trabajar con alegría, humildad y esfuerzo, como hacías vos, en tu homenaje, y en el aprendizaje de tu ejemplo.

Que supiste lo que había que hacer y eso es lo que vamos a aprender después de esto, vacíos, bien vacíos, de lágrimas de llorarte y de angustias de putear. Con el tranco lento de lo que se va quedando quieto. Y el vacío sano, pero que venga lo nuevo, y regalártelo Capitán.

Como dijo Benedetti del Che:

“¿Dónde estés? Si es que estás, si estás llegando. Aprovecha a llenarte de cielo los pulmones”. Que ya has llenado de cielo, tantas veces los nuestros.

  Y hasta siempre.


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El relato de los días

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Llegó a la casa, dio unos pasos y sintió algo raro detrás suyo, se dio la vuelta para mirar y vio dos gotitas negras, dio dos pasos más y se volvió a dar vuelta y volvió a ver dos gotitas negras. Iba dejando un reguero de gotitas negras, se asustó. O estaba herido y no se había dado cuenta, e iba dejando gotitas de sangre negra, pensó. O peor, perdía aceite, como los coches, lo que era peor porque él no era un coche. ¿Qué parte de su mecanismo desconocía de sí mismo que llevara aceite, si era una persona?, a las personas no se les pone aceite. Volvió a caminar y a dejar atrás dos gotitas negras, y dos pasos más y dos gotitas negras más. Entonces se congeló en el lugar, se dio cuenta lo que podía pasar, lo que había pasado tantas veces en las películas. Lo estaba siguiendo cabeza abajo, a la altura de él, desde el techo, un monstruo que podía caminar al revés y despedía ese líquido negro, pero cuando miró no vio a nadie.

relato de los dias
Imagen: Joey Guidone.

No, no era eso. Caminó hasta la cocina ya con las gotitas negras haciendo un reguero atrás de él, y él acostumbrado. Fue hasta la heladera, cuando giró la cabeza para abrir la heladera, algo le hizo ruido en el cuello. Un crac-crac, pero como más mecánico. Se sorprendió de nuevo, tan contracturado estaba que le hacía un crac mecánico el cuello. Sí, estaba contracturado, pero no podía ser tanto. Fue hasta el baño, de nuevo giró mal la cabeza y de nuevo le hizo crac-crac el cuello, de modo metálico. ¿Qué sería? ¿Qué andaba mal? De inmediato se puso frente al espejo del baño, se agarró la oreja y se la empezó a girar toda para atrás. En un momento el pabellón auditivo se puso colorado, pareció que se iba a salir, que se iba a arrancar la oreja de un tirón, y fue en ese momento, desde la oreja, que le vino un crac y un mecanismo se destrabó.

Ahora sí, se dijo, y luego de un crac-crac-crac-crac empezó a girar la oreja que se movía con una rueda, y de la parte del medio de la cabeza se empezó a asomar una hoja. Más crac-crac-crac y la hoja de escribir que le salía de su cabeza escrita y legible empezó a subir, cuando estuvo hasta la mitad de sí misma, fue que miró, la escritura estaba manchada de tinta. Ahí se dio cuenta lo que pasaba, el relato que se estaba escribiendo en esa hoja, el relato que llevaba a la calle, el relato que formaba su realidad, el relato con el que se movía como si fuera la verdad, ese relato tenía problemas de tóner. Se tocó atrás, la espalda, donde generalmente nos agarra tensión, metió los dedos en la piel justo arriba de la cintura, al costado derecho, como si se fuese a arrancar la piel, y cuando tiró salió junto con ese pedazo de piel, una palanquita para atrás, la tiró para atrás hacia abajo, y desde la espalda baja, entre la espalda baja y los espinales, se abrió para afuera un compartimento largo que la cubría toda su espalda; quedó colgado, metió la mano hacia atrás, y sacó el tóner del tamaño de todo el ancho de la espalda.

en la cabeza de un escritor
Imagen: Joey Guidone.

Lo puso frente a sus ojos, lo miro, se había agotado, manchaba tinta. ¿Cuánto había hablado que se le acabó el tóner? Un tóner por día. ¿Tanto hablaba? Claro, hablar no era gratis, costaba un tóner. Dejó ese tóner en el mueblecito del baño, sacó uno nuevo, se lo colocó, trabó, tiró para adentro, y después se pasó la mano por la parte baja de la espalda, tersa, la piel perfecta, el tóner había calzado bien. Volvió a mirar de frente al espejo, volvió a mover la oreja, crac-crac-crac, y sacó la hoja por completo. La arrugó con las dos manos y la tiró a la basura. Eso hacía con su relato siempre al final del día, se lo sacaba de la cabeza, lo hacía un bollo y lo tiraba. Digamos que ese movimiento era como un movimiento de mucha autocrítica.

Después, del mismo mueblecito sacó una hoja totalmente en blanco, la calzó en la cabeza, y desde la oreja que giraba la empezó a calzar, crac-crac-crac-crac, hasta meterla completa y hacerla desparecer.

Ahí estaba, la hoja en blanco, el nuevo día, el relato que iba a construir para salir al otro día a contarle el relato de sí mismo al mundo. “Los días son hojas blancas”, eso  pensó, y luego se fue a dormir.


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No tiene miedo al arte chiquito

Hay gente que no tiene miedo al arte chiquito, comentaba en el banco de la plaza donde estaba sentada la Chichina, y señaló a diez hinchas que iban a la cancha con trompetitas, silbatos, vuvuzelas. Esas personas son trompetistas, saxofonistas, trombonistas. Es una Orquesta de Cámara, pero lo hace con arte chiquito. Digamos, hacer arte con poquito. Y cuando se hace el arte con poquito “queridaaa” –decía–, es mucho el arte. Y seguía diciéndole a su amiga que la miraba: porque el arte para ser arte no necesita vestirse de gala y grandes estridencias.

“Nooo querida, es lo que nos han hecho creer”. Aquél muchacho que pasa golpeándose rítmicamente el pecho, ¿para qué se va a comprar una batería? La lleva en el alma. Y ese otro muchacho que va allá, el que siempre canta alguna canción y se le olvida la letra y canta algunos pedazos aislados repitiéndolos una y otra vez. No necesita cantar bien para cantar, ni instrumentos, ni siquiera necesita toda la canción, con una sola frase que repite una y otra vez le alcanza para hacer una ópera. Y ni siquiera necesita de su memoria, porque siempre se olvida la frase y la inventa.

También aquella señora que pasa por el negocio, ése que tiene los parlantes con la música, cada vez que pasa por la verada con dos o tres pasos va bailando la música que está sonando. No necesita una discoteca, ni una pista, ni siquiera toda la canción. Y ni hablar de los guitarristas que imitan una guitarra con una escoba y siguen el ritmo de una canción. “Esos son guitarristas querida”, porque tocar con la guitarra lo hacen todos, pero tocar con una escoba que no saca un puto sonido, eso es animarse a tocar la guitarra, o los que tocan la guitarra en el aire, y el violín en el aire, y en el aire hacen la batería, como si le hubiesen sacado los instrumentos hace instantes. Ni hablar de los escritores que escriben en el baño, en los pupitres, o las paredes pequeñas, partes de libros, muy pequeñas frases que, si tuvieran que escribir un libro, así necesitarían todas las paredes de la ciudad, o los baños de todas las casas. Eso querido, también es arte, el pequeño arte que está en todas las cosas. Porque para buscar en lo grande hay que buscar en lo pequeño.

musica y palabras
Imagen: Leonard Peng.

La mujer que tenía muchas palabras adentro

Eso pasaba con esa mujer, tenía muchas palabras adentro, y las quería decir todas, ella no podía dejar de decir las palabras que tenía adentro. Estaba educada desde chica en que las palabras se decían todas, frases completas, bien armadas, bien pensadas, bien trabajadas, en la escuela y la casa. No sabía que de esa manera no se hablaba, que lo que motorizaba a la palabra no era el intelecto sino la emoción, sobre todo la velocidad de la emoción, y que ahí podía salir cualquier cosa, cualquier palabra, menos las que quería decir. Eso estaba muy bien si hablaba sola, pero si hablaba con otras personas, que también hablaban, y casi todas las personas hablaban más que lo que escuchaban; ella estaba lejos de poder decir toda la cantidad de palabras que quería porque era interrumpida, no escuchada, completada, cortada, tapada. Así que sus palabras salían en partes, tapadas, cortadas, divididas, susurradas.

Algunas se perdían saliendo, otras las cortaba por la mitad. Pero más que nada, la mujer no era escuchada. Se encontraba con que los otros, la mayoría, más que incorporar, sacaban. Entonces empezó a buscar quién sí la escuchaba. En su casa tenían dos perros que había criado de chicos, y observaban con atención todo lo que hacía, la seguían con la mirada por toda la casa como si fueran un sistema de vigilancia. Y empezó a hablarles a ellos, y ellos la empezaron a acompañar con movimientos de orejas, leves quejidos, ladridos, movimientos atentos, según cambiaba el tono de voz de ella. Le gustó hablarles a los perros, y se dio cuenta de algo, sus perros hablaban con el tono de su voz, pero no con su voz. Y se dio cuenta de otra cosa, su tono de voz hablaba también.

Cuando se cansó de hablarle a los perros, todavía le quedaban palabras por sacar y se fue a hablar con una oveja que tenía afuera, que de lejos hacia como que no la escuchaba, pero la escuchaba con atención, como si ella fuese un ser que acababa de ser concebido y sus palabras algo que acababan de ser lanzadas al mundo. La escuchaba como si la descubriera. Cuando se cansó de la escucha curiosa de la oveja, aun le quedaban más palabras, entonces se puso a hablar con las plantas; parecía que no escuchaban, pero escuchaban todo y mucho, sólo aparentaban como si no lo hicieran. Después de esa escucha gentil, amable y suave de las plantas, se quedó sin una sola palabra pero se sintió contenta de la experiencia. Y se dijo que que a partir de ahora le iba a hablar a los animales y las plantas, que ellos lejos de interrumpirla, cuando lo hacían era de manera tan suave que se volvía una conversación entre ellos.

mujer de las palabras adentro
Imagen: Anja Susanj.

Corrientes de aire

Todo cambió cuando en ese lugar empezaron a comprender las corrientes de las cosas. Todo empezó con una profesora de escuela le dijo lo que nunca le habían dicho: las personas están en corrientes, las cosas tienen corrientes y en los lugares hay corrientes, por eso existen cosas con corrientes de las cosas. Por ejemplo, cuando alguien está enojado no es porque está enojado, está en una corriente de enojo, que es algo muy diferente, decía la profesora. Hay que pensarlo como un accidente climático, es como si estuviera en un huracán. No nos llega él, sino el huracán en el que está. Uno ante un huracán se manejaría con prudencia. Y cuando alguien está deprimido está en una sequía, no hay que ver a la persona deprimida sino a la corriente de sequía en la que están las cosas. Uno ante una sequía se manejaría con paciencia y espíritu constructivo.

Y así, aprendimos de la profesora a tratar a las personas como accidentes climáticos, corrientes que van por el aire, parte de un sistema de corrientes. Por ejemplo, el vecino, que siempre estaba alegre, se manifestaba como un día de campo, o una temporada de vacaciones en la playa con días templados. Siempre se manejaba como si estuviera en un día templado, hasta en invierno, si hasta andaba descalzo todo el día.

Así, la vecina de más allá que llegaba y te contaba sus desastres llorando y llorando sin parar, era un tsunami. Llegaba como un tsunami porque te revolvía todo, y te arrastraba como éste y luego se iba. Si sabíamos tratarla como un tsunami, o como una marejada alta los días más tranquilos, sabíamos que teníamos que encontrarnos con ella sobre alguna tabla de windsurf. El vecino de más adelante era una pedrisca, hablaba y caían piedras, y lo seguían las piedras. Encontrarse con él era como encontrarse con una tormenta de granizo, mientras él se quejaba y se quejaba, y criticaba y criticaba todo, recibía su pedrada. Hasta él mismo que se sentía mal haciendo eso, y el que lo escuchaba que se iba como cagada a palos.

Y otros vecinos, por ejemplo, o los mismos vecinos, pero en otro momento del accidente climático de su espíritu, era un amanecer con rocío y los pájaros cantando. Después de que uno hablaba con ellos, salía levemente mojado, con pequeñas gotas de rocío con olor a los más exquisitos perfumes, porque eran de los que se ponían en sí mismos esencias de flores para agradar a los otros. Así que hablar con ellos era como hablar con un bosque.


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Ser como…

El otro día hablaban unos vecinos sobre las personas. Son como luciérnagas, decía una vecina. Somos como luciérnagas, afirmaba otra, andamos volando en lo oscuro y de vez en cuando prendemos nuestra luz interior y nos ubicamos un tiempo hasta que volvemos a andar en oscuro. Las personas son un campo de luciérnagas. No, decía una que estaba más allá, somos peces de los abismos en los abismos, nos tapó el agua, estamos en la zona más oscura donde no llega el sol, pero tenemos luz propia y con eso nos alumbramos y alumbramos a los otros. Pero ¡no!, decía una que había llegado hacia poco a la charla. Somos los pájaros cuando recién amanecen. La luz está, se ve por todos lados, porque el mundo vive amanecido, pero nosotros recién nos encontramos con él y gritamos y volamos por todos lados como cotorras. De poco a poco nos vamos a ir volviendo los pájaros al atardecer que vuelan y regresan tranquilos al nido y es tan armónico verlos.

Pero ¡no!, querido, nosotros somos cóndores en la cordillera. El mundo es una cordillera y cada uno de nosotros es un cóndor, y estamos mirando para abajo, porque estamos recordando lo que hemos sido para no olvidarlo. En el fondo, en el fondo –comentó otro hombre que había ahí–, somos como árboles, con muchos años de existencia, mucho tiempo de vida, erguidos, derechos, con raíces bien profundas, y ramas que puedan dar sombra a los que se saben ubicar cerca nuestro, que formamos parte de un sistema de bosques, pero no lo sabemos. ¿Y qué hacemos con la frase? Preguntó uno que justo pasaba por ahí y pescó un pedazo de la conversación: “no dejes que el árbol tape el bosque”. “Ningún árbol tapa el bosque” le dijo la primera vecina que había hablado, el árbol es el bosque.

Árboles en la cabeza

A Alberto se le presentó ante su vista una ciudad llena de árboles, altos, de varios metros, verdes, hermosos, uno al lado del otro en hileras, gigantescos y silenciosos seres vivos ordenados. Siempre habían estado ahí, desde que era chico, pero por primera vez los veía. Se había ampliado su cabeza y se había ampliado su mundo. Su cabeza se había llenado de árboles. ¿Qué te pasa? Le preguntó Sara. “Tengo árboles en la cabeza, desde esta mañana. La cabeza llena de árboles”. ¿Y cómo te aparecieron? Le preguntó. “De golpe, vi uno de ellos, y después los vi todos, y una vez que los vi a todos entraron en la cabeza y ahora están ahí”. Pero si los árboles siempre estaban, le dijo ella. “Pero ahora los veo”, aclaro él. Se amplió tu conciencia, le dijo Sara. “Calculo”, dijo él. Lleno, lleno la cabeza por todos lados de árboles. ¿Y ahora qué vas a hacer con las otras cosas que tenés en la cabeza?, preguntó Sara. “¿Qué otras cosas?” preguntó Alberto. “Los problemas de la oficina, de los que me hablas siempre, que era más o menos lo único que tenías en la cabeza siempre”.

bosque de luciernagas
Imagen: Pinterest.

Ahora voy a tener dos cosas en la cabeza, los problemas de la oficina y árboles. “Acá”, se señaló la parte del medio de la frente, “acá tengo unos fresnos”. Luego se tocó la parte de atrás, “acá tengo pinos, y acá uno de esos bosques frondosos del norte”. ¿Y las cosas de la oficina? preguntó Sara. “No sé”, dijo Alberto. “¿Van a entrar?”. Claro, dijo Sara, entra todo lo que quieras ahí, y deja de entrar todo lo que quieras también. Ese lugar, la conciencia, es inmenso. Tenés árboles y cosas de oficina en la cabeza, antes tenías sólo cosas de oficina. Bueno, estás creciendo. “Yo me veo más complicado, con más cosas”, renegó él. No, no, se equivoca mi amigo, usted no tiene más cosas, usted tiene más espacio, que es otra cosa.

Luciérnagas en la oscuridad

Es como una luciérnaga, decía mi abuela, refiriéndose a un vecino que comentaba que venía mal con sus cosas, es como una luciérnaga en la oscuridad, casi todo el tiempo anda tanteando en el oscuro, sin ver a dónde va, pero de vez en cuando prende su luz interior y se ubica. Claro que sí, es una luciérnaga, se daba la razón, porque cuando prende la luz se ubica él, pero nos ubicamos todos. Todos podemos ver por dónde vamos y dónde va, pero mientras no prende la luz interior no sabemos dónde está y no sabe tampoco él. Y después amplió, refiriéndose a todos nosotros. Todos somos luciérnagas en este mundo, andamos tanteando en oscuro sin poder ver, y de golpe, cuando nos cansamos, prendemos un poco la luz que tenemos y encontramos el rumbo de nuevo, hasta que la volvemos a apagar, y así, vamos poniendo luces de posición en el mundo, titilando entre luces y oscuro. Y cuando más de nosotros prenden la luz, más veces, más vamos a ver todos.

“¿Es como cuando nos llega una idea, que se prende una lamparita?”, preguntó un niño que había por ahí. Eso mismo, dijo mi abuela, cuando las luciérnagas titilan son las lamparitas de ellas que se prenden de las ideas que van teniendo.

Y lo mismo nos pasa a nosotros. Cuando nos llega una buena idea, nos volvemos una luciérnaga y prendemos todo alrededor.


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El mundo está lleno

El mundo también está lleno de pibitos[1] que tocan el timbre de una casa cualquiera y dicen: “Señora, yo le rompí el vidrio de la ventana”. Debe haber miles de esos pibitos por la ciudad. Y lleno de señoras que le dicen al kiosquero “me está dando el vuelto de más” –¡millones de esas señoras!–. Y está plagado el mundo de adolescentes que vuelven a la casa con el boletín lleno de aplazos[2] y se lo dan a los padres con la espalda derecha y la cabeza en alto pensando que mañana comenzarán a estudiar mejor. También en el mundo se hallan un montón de señores que ahora son grandes, pero cuando fueron pibitos volvieron algún día al quiosco del barrio a devolverle una golosina al kiosquero y decirle: “Tome, yo se la robe”. Se les puede ver porque brillan en la calle por la noche y en los pensamientos.

El mundo está lleno de personas que se levantan en una reunión de alcohólicos anónimos y dicen: “Soy alcohólico”. De restaurantes donde el cocinero le pone a la porción un poco más de lo que lleva como un regalo. Lleno de perros debajo de los pies de sus dueños porque los sienten tristes. Y de dueños que aprecian el gesto. El mundo está lleno de secretos defensores que se dejan pasar una vez por el delantero porque a éste le salen todas mal. Y de pibitos que, con el compañero más olvidado del curso, comparten la mitad de algo.

El mundo también está repleto de ellos, de quienes viven pero callan. El mundo tiene un silencio tan lindo que se deja oír más que las palabras.

juego de ninos
Imagen: Esther Gómez Madrid.

Todos los días tienen esos momentos en que patean el tablero

Todos los días surgen esos momentos en que se patea un tablero. En que el perro está persiguiendo a un gato, de repente lo acorrala en una esquina, se da media vuelta, se va y lo deja ahí, como diciéndose a sí mismo: “¿Qué estoy haciendo?”. Esos momentos que caen como una evolución de la situación, que son momentos que la situación que había estado madurando se desprende, momentos en que el señor que está en la esquina tocándole bocina a todo el mundo y alterando a todo el barrio, usando la bocina como un bombardeo sonoro de decibeles que van cayendo en momentos irregulares, deja de hacerlo, y no vuelve a tocar.

Esos momentos donde se calman los instantes, se dejan de mover para todos lados, y se van acomodando como adormeciéndose en la sucesión de los hechos en su justo espacio. En que el diez que va a jugar al campito y tiene a sus compañeros solos, y nunca da un pase a nadie pero de repente en vez de patear al arco, le pasa la pelota a un compañero y descubre que se siente mejor de ese modo, y también descubre que juega para eso. Encuentra, además, y de manera significativa, que hay otros en la cancha, no sólo él mismo, y sólo así descubre que hay otros en el mundo.

Una película

“Si uno mira la vida entiende que es una sucesión de escenas de películas”, dice la tía Marina. La vida está formada por retazos de fragmentos de muchas escenas de diferentes películas. Y de personajes de películas. Y agrega con entusiasmo, en el momento en que se le posa una vaquita de San Antonio[3] en el brazo: “Esta vaquita de San Antonio es un personaje de Pixar”. Y el grillo que hoy más temprano cantaba, escondido entre las cajas, es otro personaje quizás de Disney; hasta puede ser un personaje de Tim Burton, callado, sin cantar para que no lo encontremos escondido de nosotros.

vida
Imagen: Lisk Feng.

Una trama semioscura que termina mal, pero que en el fondo está bien. Ni hablar del colibrí, que baja siempre más allá en el jardín, revolotea entre las plantas: ¡es un personaje de Disney!, de alguna película de hadas para niños muy pequeños. Así también el gato que nos mira desde el tapial con la cola moviéndose nerviosamente, y un búho vigilando desde arriba de un árbol, que como toda escena nos ignora, a lo mejor son dos personajes de alguna de las películas de Harry Potter. Y el señor Picollo, el diariero que entrega los periódicos casa por casa montado en su alegría como un escudo, es un personaje de alguna comedia italiana, sin duda, o sacado de alguna película de Marcello Mastroianni. Y el vendedor de helados pasa como un actor de reparto del comienzo de alguna película taquillera de verano que transcurre en una playa.

“Sin duda, la vida es una serie de escenas de películas que se habita a sí misma en los detalles y está despoblada en los barullos de los extremos”. Decía la tía Marina esa tarde mientras tomábamos sol en su jardín.


Notas:
[1] “Niño” en Argentina.
[2] Nota reprobatoria en un examen (Argentina).
[3] También llamada “catarina” en México.


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El mismo viento

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 ¿Se habrán dado cuenta que era el mismo viento? ¿Traería el viento la información a todos? Sería un viento traducido ante cada roce que lo transformaría en otro viento, pero el mismo viento como Las mil y una noches. Cuando Marina sintió el viento que le traía el olor a lluvia desde las afueras de la ciudad, en la oscuridad abierta de su patio de noche, también lo sintió Federico, entrando por la ventana de su living y trayéndole ese olor desde la infancia. Y ese mismo viento que no sabía de exclusividades entró hasta los pies por las hendijas de los respiradores del comedor de Martina y le lengüeteó levemente los pies.

volar al viento
Imagen: Lily Etta.

Y cómo no había celos que lo frenara o se lo apropiara, y nadie podía agarrar al viento, el mismo viento les llevó el olor a la lluvia que se aproximaba, ese olor a tierra mojada, a los chicos del campamento en la otra punta de la ciudad. De repente, en ese momento también apareció en la terraza y en la mente de Raúl; él mismo de pequeño olía ese viento en el patio de su abuela, así que éste coló hasta el pasado de Raúl. Incluso Julieta, quien se encontraba volviendo a su casa, se puso a pensar si tal viento más adelante seguiría llevando el olor a tierra mojada de la tormenta como lo recordaba desde su infancia; ése era el mismo viento que llegaba hasta el futuro de Julieta.

Y desde ahí volvía porque que no sabía de propiedades ni nadie lo cercaba alrededor con un corral, era el mismo viento, el que entró por la ventana del colectivo y las narices de los pasajeros y les recorrió el cuerpo; enseguida salió por las palabras, porque en ese momento se pusieron a hablar del olor a tierra mojada y de la tormenta. Y en lo alto de su terraza mirando el foco, tranquilo en la paz de la bajada de actividad del día, el mismo viento que tampoco se alquilaba ni obedecía a instrucciones, le llevó a Rubén las viejas tormentas que venían siempre en esta época y movió el foco sin lámpara levemente.

tormenta
Imagen: Kati Närhi.

El mismo viento que jamás fue y será de ninguna internacional, ni tampoco nunca se iba a poder estatizar, que agarró a la abuela y la nieta regando las plantas, se les metió en los oídos, haciendo un leve ruido, luego salió por sus bocas porque se pusieron a hablar de éste, y así sacaron puras palabras de viento. Después volvió a entrar por la nariz y enseguida vino el olor a tierra mojada, de nuevo salió por la nariz porque lo que respiraron, lo sacaron y se los volvió a meter por los ojos; señalando a los lejos vieron la tormenta que ya llovía en las afueras de la ciudad y se acercaba suave.  

El viento se les quedó un rato en el tacto, porque estuvo pasándoles por el cuerpo sutilmente como una vestimenta invisible de la naturaleza.

Ninguno se dio cuenta en la ciudad que por un momento compartieron el mismo viento, el mismo aroma, la misma tranquilidad y los mismos recuerdos, porque les llegó a todos simultáneamente como tantas veces. Quizás –eso lo decía un anciano, quien observaba el viento en su carpa en el parque de la ciudad–, eran hermanos del viento.


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A ese hombre no le entraban más problemas, lo había dicho él, lo había dicho claro, ya no le entraba un problema más, un solo problema más. Claramente lo había dicho, en más de una reunión, de amigos, de consorcio, en las fiestas, en los viajes. A los que lo paraban para contarles algo. Les decía: “Chst chts, no me entran más problemas”. Le apodaban el loco del barrio. El hombre andaba con medias, una de cada color y ojotas arriba de las medias. Pantalón roto en la parte de la cola y quemado por el calefón, arriba del pantalón, un calzoncillo. Camisa de vestir, mitad puesta, mitad salida para afuera. Arriba de la camisa una camiseta blanca de las que estaban agujeradas en el torso. Barba de varios días sin afeitar, escarbadientes en la boca, lapicera en la oreja, diario recién comprado abajo del brazo, y dos valijas que estaban a medio cerrar y llenas de cosas.

Y así andaba por la ciudad. Cualquiera que lo veía pensaba que ese hombre estaba lleno de problemas. “Pobre hombre”, decían al verlo, “está lleno de problemas”. Lo veían lleno de problemas en la ropa que tenía puesta, en el modo de ponerse la ropa, en las valijas que llevaba, en el modo en que caminaba. El hombre caminaba muy lento, como yendo a ningún lado mirando las plantas y los pájaros. Y cada tanto hacia algún comentario sobre algún brote nuevo, o alguna nueva actitud que le veía a los pájaros. Generalmente hablaba con ellos y con las plantas. La gente cuando lo veía decía “ese hombre tiene muchos problemas, pobre”.

problemas
Imagen: Mr. Bob.

“Y claro” –comentaban los que solían saber de las cosas–, “cuando uno está lleno de problemas, los problemas se acumulan encima de uno (como a ese hombre), y lo aplastan”. “Ése es un hombre aplastado por los problemas”. “Él no lleva a sus problemas, los problemas lo llevan a él”. Pero el hombre lleno de problemas sonreía, andaba por la calle y sonreía. Y hablaba a veces en castellano, a veces se le daba por hablar en un idioma raro, medio inentendible, a veces bufaba como un caballo, y a veces se quedaba en el banco, tirado al sol, horas y horas. “Lleno de problemas”, decía un amigo que lo había conocido de otra época. “En un momento no le entraban más problemas”, decía el amigo, “le había entrado tantos que ya no le entraban más”.

Llenó el cuerpo, la ropa, el pelo, las valijas, los pensamientos de problemas. Llenó hasta arriba como se llena un recipiente de agua, que llega al tope, y cuando llega al pico, se rebalsa, así se rebalsó él. Ése es un hombre al que no le entraron más problemas. Y cuando no le entraban más problemas se ajustó solo, bajó hasta el máximo, ya no rebalsó más. Pero quedó al tope de problemas, al máximo. No le entra un problema más. Por eso lo ven así, problema nuevo que aparece, él no lo agarra, porque no le entra más. Nada más. Ni uno más.

Ver al hombre que no le entraban más problemas en la calle era una imagen impactante. Era como si un tipo hubiese chocado con un ropero, con una oficina y una casa de valijas, todo junto, y hubiese quedado eso, una pila de ropas, papales, y bolsos, como tirados o puestos arriba de un hombre. El hombre estaba debajo de una montaña de cosas. Era un monumento al desorden. Muchos ordenados lo iban a ver para descansar de sí mismos, y se daban cuenta de que la visión de ese hombre extrañamente era relajada.

Pero la gente seguía comentando que a ese hombre no le habían entrado más problemas. Ya está lleno; hasta arriba de problemas y no le han entrado más.

Y por ahí se cruzaba a un hombre prolijo, de traje, todo arreglado, acicalado, planchado, que pasaba al lado de él, con cara seria, teléfono en el oído, apurado para acá o para allá. Y decían, “ése es un hombre sin problemas. El otro está lleno de problemas”. Pero lo extraño es que no estaba claro de cuál se hablaba.

el hombre con problemas
Imagen: Emanuele Ronco.

El hombre lleno de problemas hasta el tope generalmente hablaba con animales, y con los perros que lo seguían, pero ya estaba lleno de perros y tampoco le entraba un perro más. Este hombre tampoco solía hablar mucho con personas. Y si alguien lo paraba para algo, por ejemplo, para preguntarle dónde quedaba la plaza principal, les respondía: “Su problema no me lo pase, a mí no me entra un problema más”. Y si recibía visita para algo, simplemente decía, “No, no, estoy lleno, no me entra más”. Así que, de poco a poco, al hombre lleno de problemas le fueron dejando de hablar. De golpe los problemas viejos se fueron gastando, cansando y yéndose.

Los problemas se van con el tiempo, como si un día llueve, otro día deja de llover. Y los problemas nuevos no fueron llegando porque él ya no recibía más problemas y en poco tiempo pasó a estar hasta tres cuartos de problemas. Él lo sintió en el peso de cómo caminaba o las cosas que podía ver. Después se dio cuenta de que tenía la mitad de los problemas. Y, luego, sólo un poquito de problemas. Hasta que en un momento se levantó totalmente liviano, pensando en nada, y se dio cuenta, él, solo nadie más, que estaba vacío de problemas. Y así fue que el hombre que estaba lleno de problemas para todos, en realidad estaba vacío de problemas. Y lo más interesante para él es que no le entraba un problema más. Porque cuando uno se vacía de problemas, hay un momento en que ya no toma más problemas en su responsabilidad, son difíciles de cuidar, ocupan mucho espacio, y tarde que temprano, ciertamente se van, por más que uno los quiera agarrar.

Y así andaba por la calle el hombre vacío de problemas, mientras el mundo pensaba que no le entraba un problema más. Tenían razón, no le entraba un problema más.


La reciente publicación del autor: Pérez y otros relatos de humor (editado por Círculo Rojo).


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Cuatro relatos cortos sensoriales

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Lo que se ve

No se veían, se hablaban pero no se veían, en ese lugar las voces habían empezado a venir desde la nada, desde el aire, desde el silencio. ¿Cómo había pasado? No saben si de golpe o paulatinamente. Hacía años que ellos no se miraban a sí mismos, sino que miraban a los otros. Era algo más raro porque miraban a los otros, pero no los miraban ni los veían, en realidad miraban lo que querían. Y así, de no mirar sino mirar lo que querían, ya no veían, ni a los otros ni a sí mismos. Y en cierto momento se dieron cuenta de que ya tampoco miraban nada, y como no miraban nada, no veían nada. Y así fue como se encontraron con que no se veían, eran voces que iban al aire, y cuando profundizaron un poco más se percataron de que como no escuchaban después de un rato, ni su propia voz ni la de los otros, no se escuchaban más. Eran sensaciones en el aire. Fue el sabio que al pasar por la ciudad les tuvo que decir, pues nadie sabía lo que ocurría ni cómo les había sucedido eso.

Un día juntó todas las voces en la plaza y les dijo que no se veían ni se escuchaban, porque lo único que hacían era mirar a los otros, y mirando a los otros se miraban a sí mismos, miraban lo que querían de los otros.

La verdad era que habían dejado de ver a los otros y a sí mismos; habían dejado de ver todo. Y en poco tiempo el sabio empezó a escucharlos, y como los escuchó se escucharon, y al escucharse, por eso escucharon a los otros, y así, todos se volvieron a ver.

ojos relatos sensoriales
Imagen: Julian Ardila.

Los ojos

Increíble, de los ojos les habían salido unas especies de lentes enormes, tipo largavistas, mezcla con telescopio, microscopio y mira telescópica; mezcla también de anteojos infrarrojos y lentes de sol. Estaba el cuerpo de ellos, los ojos, y adelante todo un aparato que era del tamaño de ellos mismos pero un poco más adelante. Y esos aparatos que le habían salido de los ojos, mezcla con todas esas cosas, tenían patas mecánicas y podían caminar. Los llevaban donde querían. Así que ellos iban a donde querían ir esos aparatos que les habían salido de los ojos. Y también tenían unas manos mecánicas y agarraban lo que querían. Así que las personas que habían quedado atrás de esos ojos gigantes ya no tenían acción ni voluntad, se dirigían en dirección de donde querían ir esos súper ojos que todo lo veían a la distancia y a la cercanía. Las cosas muy grandes y las muy pequeñas, lo muy visible y poco visible.

Empezó como todo lo que se pasa a sí mismo, aumentando poco a poco sin que nadie se dé cuenta, y terminó mal como todo lo que se excede. Las personas ya no tenían a esos súper ojos a su servicio, ahora ellas estaban al servicio de esos súper ojos. Era un mundo que tenía pares de súper ojos gigantes con una persona atrás que andaba por todos lados. La gente todo lo miraba, todo lo veía, pero ya no vivía. Y quienes habían pasado por otras ciudades decían que habían visto todavía ojos más grandes, de 10 o 15 metros, que arrastraban una pequeña persona atrás. Y así, habían empezado a mirar demasiado a los otros.

ojos
Imagen: Leslie Rosique.

Bochinche

Lo decía claro y lo decía siempre, tenía bochinche en la oreja, en la oreja le habitaban ruidos, onomatopeyas, gritos, frenadas, puteadas, corridas, murmullos, llamadas, señalamientos, ruidos tecnológicos, ruidos de computadoras y teléfonos. Le habían entrado de tanto hablar, y se le habían quedado ahí. No podía escuchar a nadie porque lo único que escuchaba era el bochinche que tenía en la oreja. Y cuando alguien lo veía tampoco podía escuchar nada porque lo único que se escuchaba era el bochinche que llevaba sobre sí.

Le salía de la oreja y se escuchaba cuadras y cuadras. Parecía una fonola esa oreja, un bafle, un viejo grabador de escuela con el himno sonando. Se escuchaba venir a lo lejos porque se escuchaba el sonido que le salía de la oreja, y parecía que venía una manifestación con bocinazos, pero era él, con su bochinche. Todos le huían porque con ese bochinche no se podía escuchar nada ni hablar tampoco.

oreja relatos sensoriales
Imagen: Ricardo Mapurunga.

Zumbidos

Todo empezó con un zumbido y hasta la oreja le llegó un zumbido, él cree que de un mosquito porque le prestó demasiada atención, de modo que éste se dirigió hasta su oreja. Por eso aumentó el sonido hasta convertirse en un zumbido de una abeja, y como ahora la atención se volvió en preocupación, intensificándose más la atención hacia él, el zumbido incrementó tanto que se transformó en el zumbido de un abejorro.

Después, cierto zumbido desperfecto de otro planeta, percibido por un alguacil que le prestó una atención extraña, bajo tensión crítica, aumentó mucho más hasta volverse el zumbido de un ruido de motor de un avión. Y como miró para arriba y no lo vio, pero vio que se movían las hojas, entonces se convirtió en el zumbido del viento.

Finalmente, cuando miró bien, ese zumbido de avión, del viento, y que estaba saliendo del mosquito que se encontraba parado al lado de él, del que venía el primer zumbido, pensó que todo eso no podía estar en el mosquito sino adentro de él, pero que él se lo había adjudicado al mosquito. Entonces se concentró en el mosquito y ese tenue zumbido, el inicial, el primero, volvió a sentirlo en el mosquito.


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