Reflexiones

En defensa del optimismo

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La resignación y la aceptación son conceptos primos, pero no hermanos. Frente a una pérdida, una situación indeseable o una derrota, el primero supone una actitud indistintamente pasiva –todo está perdido u oposicionista–, no quiero que pase lo que está pasando. 

La aceptación, por otra parte, plantea un pulso distinto, un acto que moviliza, que obliga a un esfuerzo, a veces supremo, para encontrarle sentido y lógica a aquello que no lo tiene. No se trata aquí de elegir qué posición es la correcta, muy por el contrario, ambas son válidas y posibles para cada uno de nosotros dependiendo de la magnitud del dolor que experimentemos, pero también del carácter que cada uno de nosotros posea.

defensa del optimismo
Imagen: Freepik.

Para quienes la aceptación no es una opción, sino una forma de estar en el mundo, de vivir, y por qué no decirlo, aunque parezca algo cursi, de respirar, el optimismo se manifiesta, de modo natural, como proactividad, como una acción cognitiva o experiencial. No hablamos aquí del optimismo voluntarista que distorsiona escenarios adversos; muy por el contrario, se trata del optimismo realista, de aquél que se planta frente al dolor, al cansancio y al abatimiento y les dice: —¡No!, esto no me gusta, esto no es lo que elegí, esto no es lo que quería, pero esto no me la va a ganar. 

De algún modo se trata de una forma de fe, no necesariamente en un Dios o en el destino, sino que en algo profundamente básico y animal. ¿Instinto de supervivencia, eros en lugar de tánatos, tozudez? Podemos llamarlo de distinta manera, pero está ahí, en la historia de la humanidad y por lo tanto en la memoria libidinal de cada uno de nosotros. En momentos cruciales es la fuerza vital que produce las grandes transformaciones individuales y colectivas. 

Pero la aceptación no es un camino sencillo, ni mucho menos gratis. La aceptación implica compromiso, coraje, sacrificio y trabajo, un enorme trabajo. Los cambios verdaderos se dan no porque sean deseables o justos a nuestros ojos, o porque respondan a una concepción filosófica o política que creemos correcta, sino porque tienen mitología y épica; en otras palabras, porque tienen pulsión de vida.

aceptacion
Imagen: TrendWatching.

Hay tanta oferta en estos días y tan poca rigurosidad para explicitar con claridad el costo, tiempo y sacrificio que requiere alcanzar aquello que se anhela. Soñar hace bien, apostar por mejores tiempos para la humanidad no es hoy tan necesario. Sin embargo, muchas veces el lenguaje nos juega malas pasadas y las palabras dejan de tener valor racional y centran su función en el plano afectivo. “Pienso, luego existo”, es tan cierto como “siento, luego existo”, a ambas premisas habría que agregarle, además: trabajo, me esfuerzo, creo nuevos paradigmas y soluciones y sobrepaso mis límites físicos y psíquicos, luego triunfo. Porque luché, porque no me di por vencido; aunque pierda, el camino elegido habrá valido la pena. En definitiva, acepto mi realidad, pero no me conformo.

“Vivimos en el mejor de los mundos posibles”, afirmaba el filósofo alemán Leibniz; algunos leen en su afirmación una actitud naif, otros ven en su obra un pesimismo subyacente. Karl Popper, ese optimista sobrio, defendería con nosotros la raíz profunda de la aceptación: renunciar a vivir en la ignorancia y en la anestesia psíquica, preferir la consciencia de muerte y de límite, elegir la lucidez y el rigor intelectual siempre, antes que la comodidad de una existencia meramente voluntarista y quejumbrosa. 


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El Árbol del Deseo

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¿Evolucionaremos para no desaparecer?

Imaginemos que no necesitáramos más de alimentos para vivir.

¿Podría una pastilla darnos todo lo que necesitamos al día para vivir? De ser así, ¿podríamos producirla?, ¿cuál sería el costo de producción? ¿alto?, ¿bajo? ¿Quién la produciría? ¿Se comercializaría o sería gratuita? ¿Sería la solución para el hambre?

Así como existen árboles y plantas que dan frutas y verduras por separado, los cuales son un regalo de la naturaleza, ¿podría Dios crear un árbol o una planta que nos de en un solo alimento todo lo que contienen todos los árboles y las plantas en conjunto? Y si no es Dios, ¿podemos hacerlo nosotros genéticamente? ¿Alguien ya lo está haciendo?

Nuestra forma de vida está basada en hacer lo necesario para conseguir los alimentos que necesitamos para vivir. Así que es nuestra primera necesidad, siendo todo lo demás secundario –transporte, vivienda, gustos, etcétera–.

¿Estamos en este mundo para ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente?

Una cosa sería no necesitar alimentos, y otra que aunque no necesitáramos igual decidiéramos seguir comiendo.

Pensando que existiera este árbol que nos dé todo lo que necesitamos, ¿modificaríamos nuestra forma de ser y de trabajar, o seguiríamos igual?


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Agua Salada, una crónica de supervivencia (Parte III)

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Día 8

Lo primero que vi cuando desperté fue a Karen sentada en la mesa del camarote escribiendo en el cuaderno. Hizo una pausa, volteó, me lo barajó para acreditar que él mismo estaba por terminar sus hojas, y me dijo que con la información que yo le había traído llevaba ya dos páginas reportándolo a los demás. Mientras regresaba a su tarea, por primera vez desde el inicio del caos, el anuncio que repetidamente daban por los altavoces –y que habíamos dejado de atender– cambió:

—“A partir de hoy, las raciones de comida y agua serán reducidas a la mitad, favor de racionarlas al máximo”.

—Karen se limitó a mirarme y decirme con un dejo de sonrisa: “no te preocupes, te daré de mi parte, yo no como demasiado…”.

Pasamos el día esperando la nueva ración y alguna noticia nueva del exterior sin sobresaltos… y sin comida. Ahondamos en conversaciones sobre nuestras vidas, nuestras familias, nuestro trabajo, nuestras expectativas y nuestros miedos. El camarote se había convertido en un pequeño reducto en el que dos personas extrañas, de puntos opuestos del mundo, flotando en medio del mar, estaban dispuestas a hacerse mutuas confesiones en busca de la liberación de cargas, de recuerdos inservibles, de culpas y de miedos.   

Al llegar la noche algo había cambiado en el barco, había cierto silencio, cierta expectación diferente a los días previos, cierta calma, y mucha hambre. La comida de todos los días no había llegado, lo cual marcaba un punto de preocupación particular. Karen sacó de algún lugar un par de barras de chocolate que había llevado consigo y que fue como una cena en el mejor restaurante del mundo. Afuera, a lo lejos, la estela de luz de la luna se reflejaba en el mar hasta nuestra mirada, sugiriendo un camino hacia un mejor lugar.

Me dispuse a dormir pesando en la suerte que habrían corrido mis compañeros de viaje, especulando furtivamente en que sería, posiblemente, una de mis últimas noches en el mundo, cuando sentí algo hasta ese momento imprevisto. El cuerpo de Karen, detrás de mí, abrazándome como mejor pudo y pidiendo permiso para acurrucarse a mi lado. “Si hay virus no te preocupes, llevo 8 días sin ver a nadie… soy covid free”.

secreto en el camarote
Imagen: Anna Hagen.
Día 9

La llegada del cuaderno, por la mañana, trajo noticias sorprendentes. Alguien de los que repartía comida había informado a uno de los vecinos que la situación era ya insostenible, que la comida se había terminado y el agua escaseaba, y que cosas muy graves sucederían en las próximas horas. Si había algún plan de escape, había que ponerlo en marcha de inmediato. El cuaderno viajó y viajó de lado a lado innumerables veces hasta lograr un consenso entre los integrantes del grupo. Todos se concentrarían en el balcón del extremo sur, para desde ahí trepar con cuerdas a uno de los botes salvavidas que se ubicaba unos 3 metros arriba, para tratar desde ahí de descolgarlo al mar y huir.

Un plan parecido al que había seguido Isabel, cuyo final desconocíamos, pero del que teníamos indicios de que habría fracasado. No habían muchas más opciones. Sin agua y sin comida lo siguiente en el barco era la anarquía total, la guerra salvaje entre grupos para tratar de sobrevivir.

En las horas siguientes nos concentramos en preparar la huida, pactada para las 4 de la mañana. Había que llevar todas las provisiones posibles, cosas para cubrirse del sol, papeles personales, cubrebocas, medicamentos, todo aquello que pudiera servir como arma, y dejar cartas explicando la decisión, para el remoto caso de que nuestros familiares pudieran algún día recibirlas.

En mi caso, tenía que intentar entrar en contacto con Juan, que debía permanecer en mi camarote, y convencerlo para tratar de escapar con nosotros. Ahora sí, el tiempo se agotaba y no se veían otras opciones. Pasé de balcón en balcón hasta el punto que consideré más cercano a mi camarote, salí y corrí por el pasillo hasta llegar al lugar. Toqué y toqué sin respuesta, traté de entrar con mi llave y estaba desactivada. Tuve suerte, no me cruce con nadie en el camino. Regresé sobre mis pasos con la zozobra de la incertidumbre.

Cuando regresé, cansado y abatido, informé a Karen sobre el resultado y me acosté a descansar para acometer el plan de escape en 3 horas más. Otra vez Karen se acomodó a mis espaldas y me reconfortó. Sin saber cómo consumimos las últimas horas en besarnos y hacer el amor hasta media hora antes de la hora final. En la vida siempre supe que cuando uno desnuda su alma ante una mujer, desnudar el cuerpo es ya solo cuestión de tiempo y circunstancias. Y Karen y yo nos habíamos desnudado por completo casi desde que nos conocimos. Fue estrujante pensar en que, para ambos, era una despedida sin tener idea de si al menos podríamos ver el siguiente amanecer.  Afuera del balcón estaba la noche, que no era el miedo en sí, sino sólo el lugar en que éste habita.

Día 10

No pudimos dormir, a las 3 de la mañana debíamos iniciar el camino entre balcón y balcón para llegar al punto desde el cual podríamos trepar hacia el bote salvavidas. Justo antes de partir cambié de opinión. No supe por qué, no tenía una razón elaborada, no hacía sentido, pero algo me decía que era mejor quedarme donde estaba. Traicionar mi intuición, que siempre me había servido, era lo único que no podía permitirme.

intuicion
Imagen: Gérard DuBois.

—Lo siento Karen, no voy, aquí me quedo, prefiero esperar.

Insistió 5 minutos y desistió, tenía que iniciar el camino o la dejarían atrás.

Nos deseamos suerte, nos cruzamos números de contacto, nos abrazamos como viejos amigos y prometimos vernos pronto en tierra, cuanto todo esto hubiese terminado. Y se fue.

Mi primera sensación fue que estaba dejando ir la única oportunidad que me quedaba de escapar de la caja flotante, pero ya era tarde, ya ni queriendo podría alcanzarlos. Me senté en el balcón, tratando de identificar diferencias entre el negro de la noche y el negro del mar, y esperando para ver si alcanzaba a identificar alguna luz o sonido del bote escapando hacia tierra segura. Nada. Me quedé esperando hasta que el amanecer me faltó al respeto con un sol quemante frente a los ojos, anunciando un día más de calor sin aire acondicionado.

Sin nada que hacer, sin comida, sin agua, sin libros, sin nadie a mi alrededor me recosté mirando al techo y sentí un mareo, algo se había movido ajeno a mi voluntad. Un primer impulso, y luego otro, y otro más. El barco, el barco se estaba moviendo. Los gritos de otros camarotes identificando el movimiento me confirmaron esa inconcebible noticia. El barco avanzaba. Salía al balcón a buscar la espuma de la estela del barco, y aunque apenas incipiente, ya se anunciaba el vaivén del casco del crucero rompiendo las pequeñas olas.

Toda mi energía, mi atención, mis pensamientos y mi voluntad estaban puestos en que el barco debía seguir avanzando. Un nuevo anuncio en los altavoces empezó a dar forma a una realidad que nos había abandonado por 10 días, el anuncio empezaba diciendo: “Les habla el capitán…”.

Sin explicar nada se limitó a decir que habíamos sido autorizados para avanzar hacia puerto en la isla de San Cristóbal y Nieves, a donde deberíamos estar llegando en aproximadamente 5 horas. Se nos pedía no salir de nuestros camarotes y esperar nuevas instrucciones. Por ningún motivo debíamos salir de nuestros camarotes. No importaba nada, la inminencia de estar en tierra en 5 horas era una información difícil de procesar. Los gritos de alegría de otros pasajeros y el llanto de otros confirmaba que no estaba sufriendo alucinaciones. Para ese momento, además, la velocidad del barco ya era notable.

Pensé en ir a mi camarote por mi maleta y ver si encontraba a Juan, pero me pareció un riesgo innecesario cuando la solución estaba a la vista. Ya habría tiempo de buscarlo, o en su caso nos veríamos “abajo”. Reparé entonces en la palabra “abajo”, que de todas las del idioma español se convertía en la más bella: “abajo”, “abajo”, “abajo”.

altoparlante del camarote
Imagen: Pinterest.

Cuando empecé a identificar, a lo lejos, el perfil de ciertas breves montañas mi corazón dio un vuelco. Era un hecho, nos estábamos acercando a tierra y podríamos salir de la trampa mortal flotante. No más hambre, no más sed, no más pensamientos suicidas. No más agua salada en la piel.

A escasos 400 metros de la orilla los altoparlantes del barco empezaron a repetir la misma instrucción hasta la saciedad.

—Nadie deberá salir de su camarote. Para abandonar el barco debemos esperar autorización de las autoridades locales, y llamaremos camarotes de dos en dos hasta desocupar el navío. Cada persona debe llevar sus pertenencias.

No importaba. Nada importaba. Después de 11 días de incertidumbre, esperar unas horas más, ya con la tranquilidad de estar en tierra era sólo un breve estirón adicional a la reserva de paciencia. Tocamos tierra, aunque me tocó del lado del barco en el que no era posible ver hacia la isla, pero podía ver el puerto y parte de la ciudad a lo lejos. De alguna manera nuestro secuestro había terminado y nos estaban liberando.

Prendí mi celular, no había señal, por lo que lo volví a apagar para no gastar lo que me quedaba de pila. Ya habría oportunidad de encontrar señal en tierra. Después de dos horas de espera, por fin la voz en las bocinas empezó a dictar los números de camarotes cuyos ocupantes podrían ya salir. Dos minutos después otros dos, y dos minutos después otros dos. Hice cuentas, con el número que tenía debían pasar unas 3 horas más para que llegara mi turno. 

A veces la voz paraba y no llamaban a nadie, lo que fue demorando la salida por horas y horas. La secuencia era extraña, porque había ciertos números de camarotes que simplemente, eran saltados. Dormitaba entre llamados y llamados, tratando de identificar una secuencia que me permitiera un mejor pronóstico de mi momento de caminar hacia la libertad.

Continuará…


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¿Estudio luego existo?

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¿Nuestros hijos estudian y aprenden lo que necesitan, o lo que un programa que dura muchos años diseñó para ellos?

Desde que son muy pequeños mandamos a nuestros hijos a la escuela para que los maestros les enseñen lo que los encargados de la educación en el mundo quieren o consideran que requerirán en el futuro. Así que niños de 2 años en adelante se sientan varias horas al día en un escritorio escuchando sus explicaciones.

¿En realidad así se aprende algo más allá de hablar, escribir y tener un poco de conocimientos generales?

Vamos a la escuela de los 2 a los 18 años, es decir, 16 años sin interrupción en los que de lunes a viernes desde las 9 a.m. hasta las 3 p.m. nos sentamos en un pupitre dentro de un salón a escuchar a diferentes maestros con diferentes materias para enseñarnos y “prepararnos” para salir a vivir la vida.

Con la pandemia hemos visto que los niños no necesitan ir a la escuela para aprender, basta con sus mamás y papás. Entonces, ¿mandamos a los niños a la escuela para que aprendan, o para que alguien se ocupe de ellos mientras las mamás y papás trabajan? O si las mamás no trabajan, ¿para que tengan un momento de paz y tranquilidad durante el día?

aprendizaje y estudio
Imagen: Marly Gallardo.

Después de estos 16 años de estudio, nos convencen a través de las universidades de que debemos de seguir estudiando algunos años más para prepararnos para trabajar, entonces escogemos estudiar una carrera a la cual dedicarnos, lo cual nos toma aproximadamente unos 4 años más.

Para entrar a la universidad, muchos tenemos que pedir un préstamo o trabajar al mismo tiempo que estudiamos para poder pagarla. En caso de haber pedido un préstamo, ¿cuántos años nos tomará de trabajo para poder pagar nuestra deuda?

Saliendo de la universidad, ¿encontraremos el trabajo que buscamos en atención a la carrera que estudiamos?

Por si esto no fuera suficiente, después nos ofrecen hacer una maestría para especializarnos en lo que estudiamos en la universidad, y acabándola, un doctorado para especializarnos aún más, lo cual equivale a otros 2 a 4 años de estudio adicional.

De tal manera que habremos pasado alrededor de 20 a 24 años estudiando –de los 2 a los 22 o 26 años de edad–.

¿Acaso en unos meses de trabajo no se aprende más que en unos años de estudio?

Así que después de todos estos años de estudio, ¿habremos aprendido lo que necesitábamos? ¿Eran necesarios tantos años? ¿Era éste el sistema adecuado?


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El valor de lo intangible

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No todo lo que cuenta puede ser contado,
y no todo lo que puede ser contado cuenta.
Edward Bruce Cameron.

Una colaboración de Amando Mastachi Aguario y Edgar Sánchez Magallán González.


En esta ocasión me referiré a un tema novedoso, pero no por eso innovador, pues todos –aún de forma inconsciente– lo conocemos. El hombre desde sus inicios ha podido distinguir el valor de los objetos, al principio de los tiempos por su utilidad práctica, como los instrumentos líticos; los instrumentos de labranza; el garrote, la lanza, un buen pedazo de carne, etcétera.  

Desde el Austrolopithecus ghari (capaces de fabricar herramientas) se ha atribuido valor a las cosas. El proceso evolutivo ha sido permanente,  no se ha detenido;  después de miles de años, apareció el hoy nombrado “homo sapiens sapiens” y con este avanzó la ciencia y la tecnología, hasta llegar a ser elegante, educado y moderno, quien a la par de su desarrollo conceptualizó la idea de propiedad, es decir, reconoció lo propio de lo ajeno; y siguiendo su tradición le atribuyó un valor ya no sólo por su utilidad práctica sino también tomando en cuenta valores interpersonales o subjetivos, me refiero pues a aquello que no puede ser tocado o medido, pero invariablemente conceptualizado, como cuando le menciono una marca de ordenadores con una manzana. Le describo el sabor de una bebida de cola envasada en vidrio o simplemente le pregunto por el  nombre de un fármaco para detener el dolor de cabeza, seguramente, como ya se dio cuenta llegan a nuestra mente varios recuerdos asociados: nombres, sabores y diseños, utilidad, etcétera, y me permito preguntarle en realidad, ¿Qué valor tienen? y la respuesta se antoja fácil. Esto se debe a que el valor asignado para aquello que no puede ser medido o contado corpóreamente, lo encontramos al final de nuestra conciencia –en el subconsciente–.

¿Por qué es mejor o peor el nuevo ordenador de la manzana? ¿En qué se distingue de otros ordenadores? ¿Acaso no realizan la misma función? Inmediatamente recordamos una serie de respuestas para las que nuestro cerebro está programado a responder casi en automático, y es ese valor agregado, esa apreciación subjetiva, es lo que hace que las cosas adquieran un valor, esto aun cuando lo que tengamos enfrente sean materiales que por sí mismos tendrían un valor inferior o casi nulo. Me refiero, por ejemplo, al metal y plástico empleados para su elaboración; no es sino el desarrollo del producto final y su comercialización lo que nos ayuda a entender mejor ese por qué.

Un pedazo de tela, en las manos de un gran diseñador le puede dar un valor increíble, mientras que en otras manos, –como las nuestras– no le añade valor alguno.

En México y en el mundo existe un mercado completo para ese tipo de valores, a los que se les conoce como intangibles, que en ocasiones pueden tener un valor mucho mayor que los elementos materiales del propio negocio. Dentro de la gama de intangibles tenemos a las denominadas regiones geográficas, que cuentan con un certificado de denominación de origen. ¿Quién no ha escuchado la expresión de que se trata de un buen vino, porque proviene de determinada bodega que se encuentra en una región con una denominación de origen controlada?

Con el sólo nombre de la etiqueta o de la Bodega, existe la garantía de que se trata de un buen o excelente caldo.

En México, tenemos dieciséis denominaciones de origen, entre otros el Tequila de Jalisco, el laqueado de Olinalá, la Talavera de Puebla, el Chile Habanero de la Península de Yucatán, el Cacao de Grijalva, Tabasco, etcétera.

Así como las denominaciones de origen, existen otros bienes incorpóreos, regulados entre otras por la Ley de Propiedad Industrial, que protegen activos importantes como: marcas, patentes, modelos de utilidad, diseños, secretos comerciales, avisos comerciales, fórmulas y hasta el know how, por mencionar algunas; todas ellas en lo individual o en conjunto generan un valor a las empresas, mismo que puede representar y en algunos casos hasta ser en lo particular, el activo más valioso con el que cuentan.

Estos intangibles, agregados al producto final que se comercializa, les añaden en gran medida el valor económico, por el cual me permito recordarle, querido lector, que No todo lo que cuenta puede ser contado.


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Lecturas para navegar

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Me gusta leer, en verdad no puedo estar un día sin leer algo, unas pocas páginas, un par de capítulos. Leo no necesariamente en orden, ni tampoco una sola vez un mismo texto. Releo, me detengo, hago una pausa, no siempre breve, y regreso al relato o la idea que quedó suspendida.

Leo para hacerme preguntas, me zambullo en textos que a veces me atrapan y otra me aburren; no me importa, la mala literatura es tan fundamental como aquella que nos deslumbra. Es más, los gustos literarios son contradictorios, opinables, rebatibles y, sobre todo personales. Como con la música, el universo de registros posibles es dinámico e infinito. Palabras y notas pueden, indistintamente ser ruido o dar forma a una ecuación perfecta de armónicos o ideas.

Me zambullo en las páginas porque me gusta su olor y su textura; pero también me fascina la plasticidad de los libros en versión digital que me permiten buscar referencias y explicaciones inmediatas en buscadores y páginas de crítica, las que se encuentran, en mi pantalla, a un clic. Cada vez que pulso ésta o el teclado, una nueva puerta se abre y allá voy, me pierdo gozosamente y puedo vagar por horas por variaciones sobre lo mismo, explicaciones contradictorias, hipótesis absurdas o descubrimientos magníficos entregados por nuevas voces o relecturas frescas de un autor u obra que casi había olvidado.

importancia de leer
Imagen: Michelle Pereira.

Tengo amigos escritores, un padre poeta, una madre ensayista y una compañera de vida novelista. ¿Tenía escapatoria?, probablemente no. Pero si ninguno de ellos hubiera existido en mi vida, estoy seguro que igual habría elegido a la literatura, al pensamiento, a la imaginación y a la creatividad como las piedras angulares para respirar. Porque eso es justamente lo que el lenguaje nos permite hacer: respirar.

Estamos hechos de palabras, somos palabra; nos constituimos gracias a ellas, nos explicamos en ellas, discutimos gracias a ellas; amamos y odiamos usándolas a veces como mariposas y otras veces como rocas que vuelan por los aires. Somos fonemas y grafemas, sonidos y formas.

Leo textos y leo personas; traduzco e interpreto, ellos hacen lo mismo conmigo. Hoy cuando claramente no se entiende demasiado el presente, ni mucho menos se controla el devenir; más que nunca hay que contar con una buena cartografía para el siglo XXI. En la era de la tecnología y la robotización el lenguaje sigue siendo el rey. Para leer los mapas del futuro habrá que, necesariamente, volver a leer.


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Adiós Presidente. No lo vamos a extrañar

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 #AdiosPresidente

“Querido Presidente:

Ha sido usted un mentiroso durante todo su mandato. No ha pensado más que en usted mismo y no tiene la capacidad de escuchar a los demás. Cada vez que ha tenido oportunidad de hablar en público (cosa que le encanta) se encarga de denostar a políticos adversarios, a medios de comunicación e incluso a otros países, para ponerse en posición de víctima y denunciar que hay una campaña en su contra.

Usted, señor Presidente, vive en otra realidad. En esa del soberbio, del que cree siempre tener la razón y en donde no hay posibilidad de diálogo. Es un populista que ha degradado la imagen de nuestra nación en todo el planeta.

La polarización en nuestro país nunca había alcanzado los niveles que hoy vemos. El encono y el rencor se han alimentado todo este tiempo por sus discursos que no construyen nada, sólo destruyen e inquietan a propios y extraños.

Usted ha gobernado a través de sus declaraciones, no ha habido logros gubernamentales importantes, pura verborrea. No dejará ningún legado, pasará a la historia como el peor Presidente.

Siempre alega que la democracia sólo ha beneficiado a una minoría poderosa y abusiva. Critica a un sistema que, aunque paradójico, le ha dado todo lo que tiene.

Usted llegó y se hizo del poder público por capricho. Aprovechó que la sociedad creía que no se podría estar peor; harta del establishment que había prevalecido durante tantas décadas. ¡Qué equivocados estábamos! Con sus cosas buenas y malas, por lo menos ese establishment había construido en este país tantas cosas que usted quiso destruir en tan poco tiempo.

Un grupo minoritario se ha cegado con lo que usted dice y su discurso los ha vuelto fanáticos. A tal grado que tomaron las calles y el Congreso. Sus gritos de odio provienen del engaño mayúsculo del que han sido víctimas. Porque usted, señor Presidente, no tiene escrúpulos. Puede mentirle al de enfrente, en su cara y sin el menor pudor, y decir lo que quiera; porque usted, por el simple hecho de ser Presidente, cree que tiene el derecho de hacer lo que le venga en gana. No entiende que este país luchó por crear instituciones que precisamente le crearan contrapesos a su figura y que eso se hizo con el fin de que ningún Presidente volviera siquiera a contemplar cualquier conducta autoritaria y represiva, como usted seguro visualizó.

Sobre el coronavirus, ¿qué le digo? La torpeza con la que se atacó la pandemia es sólo proporcional al número de contagiados y de muertos que hay en nuestro país. ¡Un desastre colosal! Esperemos que con el plan de vacunación se remedie.

La democracia es la columna vertebral en este país y el que usted hable de fraude en las elecciones, una y otra vez, deja claro que usted no cree en ella. Lo bueno es que el voto cuenta y es en el sufragio efectivo donde se empodera al ciudadano. Es el ciudadano quien manda y quien define a sus gobernantes. No se le olvide que usted llegó ahí por nosotros. Los mismos que lo pusimos en el cargo somos ahora su verdugo.

¿Pensaba de verdad que gobernando así iba usted a prevalecer? La gente quiere estar bien, y con usted no ha sido el caso. Se vive en tensión todo el tiempo pensando:

– “¿Con qué nueva ocurrencia nos saldrá ahora el Presidente?”

y ya nos quedó claro que, precisamente en esas ocurrencias es donde quería que el pueblo descansara y se distrajera. Quería que no nos diéramos cuenta que realmente no sabía ser Presidente y que el puesto le quedó enorme; ¿pero sabe qué, señor Presidente? Nos menospreció. Nos dimos cuenta de su engaño, nos dimos cuenta que en su gobierno no mejoramos, sólo nos enfrentamos. No somos más productivos, ni más ricos, ni más libres. No vivimos mejor y por eso se va.

Adiós, Presidente Trump, tenga la seguridad de que no lo vamos a extrañar.”

Así me imagino una carta que cualquier ciudadano norteamericano le puede estar escribiendo a Donald Trump ahora que deja el cargo.

¿Ustedes, qué se imaginan?

Buen inicio de año y mis mejores deseos para el 2021.


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En busca de nuevos horizontes

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Cuando la anormalidad se vuelve cotidiana no sólo se comienza a perder la capacidad de asombro, sino que, también, aparece una suerte de zona de confort en la que, a pesar de los malestares y dolores experimentados, surge un conformismo funcional al temor de que nuestras expectativas nuevamente se vean truncadas. Entonces la creatividad entra en receso, aparece el callamiento y el silencio se apodera de los sueños. La inercia de la autocomplacencia o la resignación se instala, convenientemente, en nuestras cabezas, manteniéndonos en cómoda pasividad, mientras la historia se sigue sucediendo, llevándose, como en un tsunami, todo lo que tiene por delante.

Se trata de una posición de comodidad psíquica, a través de la cual evitamos enfrentarnos al espejo de nuestra memoria. No es que no queramos saber de nuestro pasado, lo que no queremos es hacernos responsables de éste. Del mismo modo, intentamos no comprometernos mayormente con el futuro, ya que hacerlo implica, una vez más, asumir la responsabilidad de fallarnos.

La pérdida del sentido de comunidad asociado a las utopías que nos acompañaron durante buena parte del siglo XX nos ha ido dejado en una posición de orfandad, no tenemos un padre ni una madre ideológicos que nos den seguridad. Ya no tenemos al socialismo, ni al humanismo cristiano, ni al colectivismo. La socialdemocracia y el libre mercado hace tiempo que nos desilusionaron.

anormalidad
Imagen: Yeoman.

A nivel mundial hay un recrudecimiento de la intolerancia, el fundamentalismo, el nacionalismo y el matonaje en nombre de la misma democracia que tanto se desdeña. El presentismo, la inmediatez tecnológica, hacen que muchos hayan comenzado a volver a creer que saltarse los procesos democráticos resulta más efectivo que someterse a la reflexión, a pensarnos individual y socialmente, a planificar. En la era de la inmediatez, la premura, es una moneda de cambio. 

El presentismo hace perder la capacidad de análisis. Se pone en el mismo plano una emoción, un hecho relatado por decenas, cientos y hasta miles de ecos en redes sociales, que una teoría construida con fundamentos. Se confunde correlación, con causalidad; se pretende transformar una opinión en una tesis.

Entonces, ¿qué nos queda por hacer cuando la anormalidad se hace cotidiana dejándonos suspendidos, atónitos y desorientados? Elegir.

Siempre podemos optar entre la queja, la anestesia y la resignación; la rabia, la envidia por la supuesta “normalidad” de la vida de los otros y la pulsión destructiva y refundacional. Pero así también, podemos buscar nuevos horizontes, desconocidos e inseguros, pero que pueden darle un nuevo impulso a nuestras vidas. Que pueden iluminar, con nuevas ideas y soluciones, la monumental transformación de lo que entendíamos por normalidad y que estamos experimentando.

La fuerza de voluntad y la valentía son el combustible que nos permitirá salir de la planicie psíquica y de la tristeza angustiosa que subyace en estos tiempos tan difíciles de entender.

Ya lo dijo Churchill: “Soy optimista. No parece muy útil ser otra cosa”.


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