Agua salada, una crónica de supervivencia (Parte II)

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DÍA 5

Como estaba planeado, Javier escaló por el balcón hasta el camarote de nuestro amigo de Perú para de ahí correr hacia el suyo. Parecía una ruta segura, pero permanecimos atentos durante más de 20 minutos para asegurarnos de no escuchar ningún ruido revelador. Nada, todo parecía tranquilo.

La primera mala noticia del día fue la falta de agua en el baño del camarote. No sólo era grave la falta de aseo, sino que era el agua que habíamos estado bebiendo. Una hora después llegó el aviso por los altoparlantes:

—El agua potable se ha terminado, junto con la comida se incluirá una botella de agua por camarote, pero deben racionarla. No salgan por ningún motivo de sus camarotes. Repito, no salgan por ningún motivo.

Más por distraernos en algo productivo que por encontrar una solución, improvisé con una parte firme de mi maleta y con la cuerda sacada de los chalecos salvavidas logramos bajar el recipiente hasta el mar y subirlo con una pequeña cantidad de agua que nos sirvió para asear el WC. Repetimos la operación turnándonos Isabel y yo hasta que el cansancio nos lo permitió; de repente un nuevo toc-toc en nuestra puerta.

Cuando abrí para recuperar la comida me llevé la sorpresa de que no era el room service, sino un colega de Estados Unidos al que apenas reconocí detrás de una máscara de tela que sólo le dejaba los ojos visibles.

—Soy Bryan, déjame pasar, tengo un plan para salir de aquí que les quiero compartir.

Bryan tenía mi número de camarote porque el primer día me lo pidió para contactarme más adelante para una cita de trabajo. De acuerdo a la información de Bryan, lo que estaba sucediendo es que el comando que había tomado el barco había diseminado una substancia en alguna bebida el día del coctel inaugural, la cual había matado a varias personas, con el propósito de correr la versión del virus y poder detener el barco para negociar nuestra liberación. Simplemente esto era un secuestro y éramos rehenes de un grupo criminal que, para mantenernos bajo control en nuestros camarotes, había diseminado la versión del virus letal. Claro, hacía mucho sentido. De alguna manera respiré, por fin había información que sonaba lógica, y en realidad, prefería estar secuestrado que expuesto a una infección mortal.

plan de escape agua saldad
Imagen: Cloudfront.

Según Bryan, tendríamos que saltar con nuestros chalecos salvavidas antes del amanecer del día siguiente hacia una luz intermitente que sería la señal de una lancha que iría a nuestro encuentro para llevarnos a tierra. Algo estaba mal en su plan… y cuando le pregunté cómo había hecho para contactar a alguien en tierra que viniese al rescate, no pareció asertivo y se limitó a decir que lo había negociado a través de “alguien” de la tripulación. No quise decir que no, pero claramente su planteamiento dejaba más dudas que certezas. Tampoco explicaba con claridad la razón de escogernos a nosotros para integrar el equipo de escape. Sólo se limitó a decir que debíamos ser al menos 6 para podernos cubrir unos a otros. Quedó de ver la forma de mandarme información sobre el plan de escape a través de alguien que vendría de su parte con indicaciones de ruta y lugar para el escape.

—No olviden llevar sus chalecos salvavidas, insistió, es la única manera de salir de aquí con vida.

DÍA 6

Hoy deberíamos estar desembarcando de regreso del congreso. Hoy todo tendría que haber terminado con abrazos y felicitaciones de vuelta a casa. A mí me esperaba mi hija que para este momento debía estar ya muy preocupada de la falta de noticias. Mi esperanza era que la situación del barco fuese noticia importante en el mundo y que al menos pudiera saber porque no regresaba a casa. Ese pensamiento me llevó a pensar en que era extraño, a esas alturas, no haber sido cercados por embarcaciones oficiales o sobrevolados por helicópteros de noticieros o de autoridades tratando de saber que ocurría. Nada. Para tranquilizarme asumí que seguramente era una de las exigencias de los secuestradores.

A cambio de eso, estaba dedicado a asearme con agua de mar, que me dejaba una sensación muy desagradable con esa mezcla pegajosa de sudor y la sal sobre la piel. El aire acondicionado se encontraba apagado desde ese día y el calor era ya un factor más de incomodidad.

En esas horas de quietud y silencio mis pensamientos viajaron a preguntarme si realmente me asustaba morir. Sí, definitivamente. El vacío más allá del borde de la cama de los enfermos me enfermaba ¿Qué seguía? ¿Qué había más allá? Y si había algo… ¿de qué servía sin la conciencia de seguir siendo yo? En algún punto me hice a la idea de morir y no me asustó tanto como pensar en dejar de hacer las cosas que aún tenía planeadas. Libros por escribir, viajes por hacer, amigos con los cuales departir, y el Corvette negro que siempre había querido comprar.

Lancé una vez más al mar una botella con mi orina. A partir de que nos habían suministrado botellas de agua, habíamos decidido usar algunas como recipiente para ese fin. Por una parte, para evitar ensuciar más nuestro baño, y por otro lado, para dejar flotando en el mar un mensaje líquido en la botella. Si alguien la encontraba, en alguna parte del océano, y la sometía a una prueba de ADN, sabría que habíamos dejado ese rastro de nuestra presencia en las aguas saladas del infinito mar.

Mis cavilaciones fueron interrumpidas por la voz entrecortada de Isabel que sólo alcanzó a balbucear que no se sentía bien, antes de tener un ataque que combinaba tos y llanto. Le faltaba el aire, se quejaba de dolores estomacales y en el pecho y su piel había adquirido un tono verdoso muy preocupante. La abrace, la lleve al bacón, la calmé hasta que poco a poco recuperó la suficiente dosis de tranquilidad para un autoexamen, dejando ver que más allá del ataque nervioso, sí tenía dolores identificables… y tos.

La llegada de Juan y Javier, de regreso de haber recuperado su ración del día, nos alivió un poco, especialmente porque regresaron con 3 botellas de agua que habían robado de un camarote abandonado, y con información nueva. El mesero que estaba vendiendo los lugares para la escapatoria en el bote salvavidas, esa misma noche, pedía un anticipo de dinero, joyas, relojes y cualquier otra cosa de valor a cambio de conseguirnos dos lugares, porque ya no quedaban más. Dependía de la suma ofertada que pudiera ganarlos para nosotros porque habían otros ofreciendo sus joyas y su dinero para conseguir los lugares. Debíamos sacar fotografías con nuestros celulares para mostrar las cosas y poder entrar a la subasta por la libertad. Juan y Javier, previendo la decisión que tomaríamos habían ya metido sus bienes y dinero en una back pack que vaciaron en ese momento. Hice lo mismo y sumando el dinero llegábamos a la cifra de $7,500 dólares, 3 relojes de buena marca y algunos accesorios de oro entre anillos y collares de Isabel. No era mucho pero era lo que teníamos.

De acuerdo, teníamos 2 horas para decidir si entrabamos a la subasta por los dos lugares, que era el plazo para que Juan se reuniera con el mesero para hacerle nuestra oferta. Mi decisión estaba tomada, así que les dije:

—La verdad no creo que con esta suma alcance para dos lugares, mi propuesta es que ofertemos por un lugar para asegurarnos de que Isabel pueda irse hoy mismo, porque no está del todo bien.

—De acuerdo jefe, dijo Javier y secundó Juan, ante las protestas acalladas de Isabel, las cuales, de tan débiles, sonaron a que también estaba de acuerdo.

plan de escape
Imagen: Human Rights Watch.

En corto, sin que Isabel lo viera, Javier me mostró fotos tomadas con su celular de fotos del teléfono que el mesero les había mostrado de pasajeros muertos por la infección, los cuales mostraban caras hinchadas y un color verdoso. Recorrí parsimoniosamente las fotos en busca de algún rostro conocido, pero no lo encontré, lo que me dio una cierta tranquilidad momentánea. Tal vez, sólo tal vez, era la manera de vender a precio de oro un asiento para un escape innecesario. Pero no teníamos opciones.

Casi sin discusión, asumiendo que era la única alternativa real y concreta, empezamos a trazar planes para que Isabel pudiera contactar posibles ayudas en tierra, y pudiera avisar a nuestras familias de que “estábamos bien”. En eso deliberábamos cuando… tocaron a  la puerta.

DÍA 7

Nos dieron las 12 de la noche, el inicio del nuevo día, discutiendo cuál de las opciones era la menos riesgosa. La nota que Bryan nos había hecho llegar a través de su mensajero decía: “Manuel, de lo que hablamos está listo. Estén preparados, pasaremos a las 5 en punto de la mañana por ustedes. No lleven nada, sólo sus papeles y lo que acordamos”. Estén listos, ya todo está arreglado”.

A las dos de la mañana tomamos la decisión. Parecía más real y realizable el plan del bote salvavidas del propio barco, que el que vendría de no sabíamos dónde, además, la idea de bajar al mar y dejar nuestro refugio, claramente era un paso sin retorno. Isabel iría en plan uno y el resto en el dos. No sabíamos con precisión a cuánto estábamos del punto en tierra más cercano, pero esperábamos que activando nuestros celulares en unas horas pudiéramos ya estar en contacto y fuera de peligro.

Al paso de las horas los nervios subieron de tono y la tos de Isabel también. Juan, el mejor dotado para escalar balcones y lograr circular en el barco, fue el encargado de acudir a la cita para subastar el lugar de Isabel en el bote salvavidas. Regresó sin contratiempos a decirnos que la oferta estaba firme para un lugar, que tendríamos que tener el dinero y las cosas juntas al momento de la partida para poder tener ese asiento. A las 3 de la mañana tocarían y nos dejarían un atuendo médico de los que empleaba el personal que repartía la comida para disfrazarse y poder avanzar hasta el punto de encuentro y de ahí proceder a abordar el navío. Sonaba posible.

Casi una hora después de lo acordado tocaron a nuestra puerta avisando que Isabel debía partir. Ya no hubo abrazos, ni llanto, sólo la precipitación de los últimos deseos de que todo saldría bien y pronto esto sería una gran anécdota para contar en la oficina. Al cerrarse la puerta nos quedamos en silencio, esperando nerviosamente nuestro turno para escapar. Antes de la hora acordada, Bryan llegó a nuestro camarote para explicarnos que “el plan había cambiado, que tendríamos que avanzar armados hasta el punto del bote en el que nos recogerían”. Que no tendríamos que tirarnos al mar, porque sabían que el barco sería abordado por la policía naval para recuperar el control y que la embarcación que vendría por nosotros aprovecharía la confusión para acercarse a un punto en el que podríamos abordar.

Con Bryan venían otras dos personas con suficientes caretas y protecciones como para no poder ver sus caras. Lo que sí se veía era que cargaban pistolas de alto calibre. En lo que tomábamos nuestras mínimas pertenencias para partir, Juan se nos acercó y extendiéndonos la mano se limitó a decir:

—Jefe, Javier, suerte, yo me quedo, no quiero tomar ese riesgo, prefiero esperar aquí a ver qué pasa.

—Pero… Juan, es nuestra oportunidad, no se ve que pueda haber una solución después, vente con nosotros.

—No jefe, yo aquí me quedo.

Rompimos el protocolo y nos despedimos de Juan con un abrazo deseando todos volvernos a ver muy pronto. Ready?, nos dijo Bryan, se hace tarde, hay que estar en el punto en menos de media hora. Recibimos un curso de 2 minutos sobre cómo usar el arma que a cada uno nos asignaron, y nos pidieron ir en la retaguardia del grupo. Los nervios iban en aumento, para mí era la primera salida del camarote desde el confinamiento, una semana atrás.

escape agua salada
Imagen: Kotaku.

No bien habíamos avanzado a la mitad del pasillo cuando de frente vimos caminando hacia nosotros a dos personas ataviadas con el equipo sanitario empujando un carrito de servicio. Bryan se limitó a pedirnos seguir y no decir nada, sólo seguir. El primer obstáculo parecía haberse librado bien, aunque uno de los sujetos, cuando habíamos ya pasado alcanzó a decir:

The code?

30 metros adelante nos alcanzó e insistió en que le diéramos el código. Bryan se quedó hablando con él y nos pidió que siguiéramos avanzando, lo cual hicimos. A los 20 segundos sonó un disparo, volteamos y vimos a Bryan corriendo hacia nosotros haciendo señales de que debíamos apurar el paso. Llegando a un punto en el que teníamos bajar por una escalera encontramos a tres personas en una especie de puesto de control, lo que nos obligó a regresar y tratar de encontrar otra ruta para bajar. Los gritos de los guardias empezaron a delatar nuestra incursión y escuchamos sus pasos corriendo detrás de nosotros. Empezamos a correr, pero al frente, al final del pasillo, ya teníamos cerrado el paso, estábamos acorralados. Mientras yo reducía el paso los demás doblaron hacia un pasillo que conectaba con alguna otra área, en busca de refugio.

Algo me dijo que estaría mejor solo. Oculté el arma y me recargué en una puerta de un camarote… y toqué. Abrió la puerta una mujer, seguramente esperando que fuera la charola con comida de todos los días. Tuve que aventar un poco la puerta y entrar. La mujer se refugió en la parte de atrás del camarote. Le dije con claridad que era pasajero y estaba huyendo de las personas que tenían el control del barco, que no le haría daño. Me miró fijamente y no dijo nada, sólo se mantuvo detrás de una silla, hincada en un rincón del camarote.

Afuera, ráfagas de disparos, gritos y caos. Era evidente que nuestro intento de huida había fracasado y había desatado una cacería. Por la frecuencia y estruendo de los disparos y los gritos parecía ya una confrontación entre varios grupos, o una especie de insurrección. Seguramente otros pasajeros, desesperados por el confinamiento, estaban en posición de pelea.

Aliviado de que nadie hubiera intentado entrar por mí al camarote, me tranquilicé un poco y en un resumen apretado expliqué en inglés a la dama quién era yo, que era asistente al congreso y que no le haría daño alguno, al contrario, que la ayudaría en lo que pudiera. A partir de ese momento salió de detrás de la silla que la protegía para mostrar su rostro y darme sus generales. Se llamaba Karen, era de Australia, trabajaba para una firma en Melbourne y llevaba una semana sin asomar las narices. Todo lo que sabía sobre la situación en el barco era información que le llegaba a través de un peculiar sistema que habían implementado con sus vecinos de los balcones contiguos, de manera que diariamente pasaban un cuaderno de balcón en balcón, anotando cada persona, cualquier nueva información que lograban adquirir, de manera que el cuaderno era ya una larga tira de diálogos entre los pasajeros de 14 camarotes que lo pasaban de mano en mano. Era, por así decirlo, un largo chat a la antigüita. Si alguien tenía nueva información para compartir, se pasaban la voz de balcón en balcón hasta que llegara a quien lo tuviese para reiniciar la cadena y pasar la información por escrito.

Además, me explicó Karen, habían implementado en el grupo una red solidaria para intercambiar medicamentos y otras cosas que cualquiera pudiere necesitar. Inclusive, un médico en el grupo, esposo de una abogada asistente al congreso, solía pasarse de camarote en camarote para asistir a quien lo pudiera requerir. Si a alguien le sobraba comida o agua, también podía ofrecerla al grupo.

Karen, que parecía meticulosa y muy observadora, había agrupado la información del cuaderno en tres modelos que podían explicar lo que estaba pasando. La teoría que en su opinión era la más creíble, es la que apuntaba a que el comando que tenía el barco bajo su control estaba negociando con la línea de cruceros la liberación y que este asunto del virus fue la mejor manera de mantenernos dentro de nuestros camarotes, porque no había forma de mantener a 3,500 personas sometidas que no fuese a través del miedo. La versión era consistente con lo que Bryan había dicho, por lo que, habiendo intercambiado ideas y posibilidades, llegamos a la conclusión de que lo mejor era quedarnos ahí en espera de noticias. Lo extraño, añadió Karen, refutando su propia teoría, era que en una de las notas que habían trasmitido en su correo diario del cuaderno itinerante, uno de los pasajeros aseguraba haber visto que en la madrugaba, en un punto bajo del barco cercano al agua, como tiraban bultos al mar que parecían cuerpos. Pudo haber sido basura, o tal vez alguna de las personas que pudieron haber sido abatidos tratando de huir, o parte de la tripulación sometida por el comando.

Entre las notas del cuaderno que me entretuve curioseando en él, una me llamó especialmente la atención, de uno de los integrantes del grupo que el primer día del crucero se había visto con varios árabes reunidos en una mesa hablando sigilosamente. Claramente ésa podría ser una evidencia que respaldaba la teoría del secuestro.  

Sin saber la hora, ni cómo, me dormí.

Continuará…


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