literatura

Fábula del reino de Toropiara

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Había una vez, en una tierra muy lejana, un reino llamado Toropiara. En él reinaba un monarca llamado “Paco el cruel”, por sus detractores, y “Paco el salvador” por sus seguidores. Años atrás, se había peleado con su hermano Manuel el Rojo por el trono y lo había matado. De haber vencido, Manuel también habría matado a Paco. Los seguidores de Manuel fueron encarcelados o huyeron a reinos limítrofes. Como el monarca fratricida era impotente, decidió que su sucesor sería el hijo de un primo lejano llamado Julián C. Bobon. Pero, eso sí, él educaría a su sucesor. Por supuesto, el pueblo rebautizó a su futuro monarca como Julián “el bobo”. En efecto, en la familia del futuro monarca abundaban las uniones incestuosas y no se podía decir de sus antepasados que fueran unas lumbreras. Peor aún era escucharlo, su voz tipluda y trastabillante confirmaba los peores recelos. Y cuando quería dárselas de culto y hablaba en la lengua del rey Arturo, los traductores sufrían para descifrar sus palabras. Los años pasaron y una buena mañana todas las campanas doblaron, pues el rey Paco había muerto. Sus enemigos celebraron grandes fiestas, mientras que sus seguidores quedaron sumidos en el mayor de los desconciertos. Su líder infalible había muerto y no tenían la menor esperanza en su sucesor.

Con lo que nadie contaba en el reino, era que el nuevo monarca fuese muy consciente de sus limitaciones. Sus instructores y Paco se lo hacían ver todos los días. Por no tener, no tenía ni siquiera los ánimos belicosos y conquistadores de sus antepasados. Por ello, sabedor de que no sería capaz de dirigir el reino, Julián “el bobo” decidió instaurar el puesto de primer ministro y supo elegir a un hombre de la región de la Piara (el reino se componía de las coronas de Toro y Piara) para que llevara a cabo todas las políticas del reino. Eso sí, desde el primer día quedó claro que el monarca tendría todos los privilegios sin ninguna responsabilidad. De esta forma, él podía destituir a su primer ministro y asesores según su capricho, apropiarse de las arcas públicas y, por supuesto, tenía derecho de pernada entre todas las mozas del reino. Ese derecho había sido abolido por su antecesor bajo la premisa de que, si el rey no podía gozar en el lecho con una dama, nadie podía salvo si estaban casados.

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Imagen: Patryk Hardziej.

Por fortuna, el noble elegido; Rodolfo Juárez, era un hombre bondadoso. Al poco tiempo de tomar el poder, permitió el retorno de todos los exiliados y convenció al monarca para que perdonase a todos los seguidores encarcelados de “Manuel, el Rojo”. De igual manera, anuló el derecho a recurrir al juicio de Dios en los juzgados. Más de una vez en los juzgados, los burgueses presentaban quejas ante los tribunales por desmanes cometidos por los caballeros y los jueces les daban la razón. Entonces, el caballero recurría al juicio de Dios y, como el burgués no sabía combatir, acababa pidiendo perdón al noble ofensor. Finalmente, Juárez abrió las puertas de su reino al comercio con otras naciones e incluso permitió que los trovadores y heraldos reemprendiesen su oficio durante tantos años prohibido por el rey Paco.

Los primeros años fueron de bonanza y todo el pueblo estaba contento con la prosperidad creciente. Solo el califa de Anguila, hombre probo y coherente, renegaba de los “derechos” del monarca y sus amigos a violar las plebeyas del reino y exigía transparencia en las cuentas de la corona. Por supuesto, fue vilipendiado por todos los heraldos del reino y castigado con el exilio donde moriría pobre y abandonado. Todo parecía ir bien en el reino de Toropiara, cuando una plaga de langostas arrasó todas las cosechas en un tiempo tan veloz, que apenas se pudieron almacenar cereales. Como la dieta del reino dependía en gran medida de los cereales, pronto empezaron a morir los vasallos de hambre. Mientras, sus amos seguían alimentándose de carne y pescado todos los días. Fue entonces que surgieron numerosos imitadores del califa que, si bien nunca lograron llegar al puesto de primer ministro, sí consiguieron mermar su popularidad hasta tal punto que el rey, temeroso de la ira popular, decidió despedirlo. Sus sucesores fueron una serie de mentirosos, oportunistas y ladrones que se vanagloriaban falsamente de mejorar la situación del reino y de haber encontrado la solución ideal a los problemas de plagas. Por aquella época, apareció en la vida del rey una cortesana de nombre Karina que, a decir de sus defensores, era una hechicera que le anuló con embrujos el juicio. Los detractores del monarca, no obstante, acabaron queriéndola, pues a través de ella los vasallos adquirieron conocimiento del gran gusto del monarca por vaciar periódicamente las arcas.

10 años pasaron de la invasión de las langostas. Cuando el reino empezaba a recuperarse, llegó la peste bubónica y quedaron sin cosechar los campos por temor al contagio, el primer ministro de turno volvió a mostrar su consabida incompetencia. Para colmo de males, el monarca se encontraba en el reino de Rocafuerte divirtiéndose en una orgía a la que había sido invitado por su primo el monarca vecino. El rey, haciendo nuevamente gala de su falta de carácter, decidió permanecer en Rocafuerte hasta que la plaga hubiese desaparecido. Fue entonces cuando los vasallos de Toropiara se hartaron de tanta incompetencia y corrupción y decidieron que no necesitaban un padre de la Patria. Se levantaron en armas y expulsaron con gran facilidad a los seguidores nobles del monarca. Se repartieron las tierras entre los labradores y, tras la desaparición de la plaga, volvió la gente al trabajo y después de un año de ardua labor empezó a mejorar la situación.

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Imagen: Pinterest.

Pese a las restricciones, todo era felicidad en aquella época, pues todo el mundo se sentía dueño de su propio destino. Sin embargo, el rey y su séquito no descansaban. Con la ayuda de sus vecinos levantó un ejército de 10,000 hombres que, a mediados de la primavera, empezó a marchar hacia la frontera. Los toropiáricos se enteraron de ello por unos artistas ambulantes y reunieron de forma desordenada, una armada numerosa, pero compuesta de jóvenes que nunca habían blandido un arma. Los oficiales de este ejército apenas habían visto un combate en su vida. Ambos ejércitos avanzaron a marchas forzadas con el fin de luchar en un terreno más favorable a su causa. El sitio elegido por el destino fue el valle de “las tres cumbres”. Sería una batalla a la antigua usanza donde todo dependería de la puntería de los arqueros y el arrojo de la infantería. La batalla se dirimiría en un valle no muy angosto.

Al despuntar el amanecer, la tierra pareció temblar ante el avance impetuoso de los 2 ejércitos. Durante un par de horas, los toropiáricos resistieron con tenacidad al enemigo, pero cuando éste desplegó su inmensa caballería, la suerte parecía estar echada. Media hora después los restos del ejército retrocedían en desbandada, cuando se oyó a lo lejos un cuerno. Por un momento, todas las miradas se dirigieron al Norte. Ninguno de los dos ejércitos esperaba refuerzos. Un tercer ejército compuesto por decenas de miles de ciudadanos de Rocafuerte que acometieron a las tropas monárquicas. Por su parte, el ejército toropiárico aprovechó el reposo para recomponer sus filas y volver a la carga. En menos de una hora los monárquicos se habían rendido. El líder de los plebeyos de Rocafuerte se dirigió a los toropiáricos.

—Hemos visto su decisión de quitarse las cadenas de su monarca opresor y hemos decidido hacer lo mismo. O nos deshacemos conjuntamente de nuestros opresores o estos acabarán volviendo.

Ambos pueblos se fundieron en un abrazo. A partir de ahí, los soldados del ejército perdedor fueron indultados. En cambio, los dirigentes y los dos reyes fueron condenados al exilio en las islas afortunadas. Ambas repúblicas viven hermanadas y felices de poder elegir a sus dirigentes desde entonces.


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Un triste cuervo azabache: Edgar Allan Poe

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Quien no comprende el fracaso está perdido.
Jean Cocteau.

Edgar Allan Poe ha sido uno de los pocos poetas en la historia que se ha dado el lujo de dejar plantado al mismísimo presidente de Estados Unidos en turno, prefiriendo quedarse en la cantina que se le atravesó camino a su cita en la Casa Blanca (¡aplausos!).

Corría el año de 1843 y entonces Poe gozaba de cierta fama como escritor y crítico de literatura en periódicos importantes, pero pasaba por uno de sus periodos, digamos, “traviesos”, de harta pachangüela que lo había dejado sin trabajo. Entonces los amigos le consiguieron en Washington, D.C., una cita personal con el entonces presidente John Tyler, que en deferencia con los conocidos ofrecía un puesto en la secretaría de aduanas, en Filadelfia, donde lo único por hacer era sentarse tras un escritorio por ocho horas al día y recibir un pago mensual a cambio, algo totalmente desconocido para el bohemiazo de Poe. Además, conocería en persona al presidente. Sin duda le contaría sus planes literarios, entre ellos la publicación de una revista de literatura nunca antes vista, su sueño dorado. Algunos dijeron que el lánguido poeta sí trató de llegar a la entrevista, pero al pasar por recepción con el abrigo y los ojos al revés, la camisa de fuera y cantando a todo pulmón La Despeinada, ja-ja ja-ja, se le regresó por donde venía.

Edgar Allan Poe es sin duda uno de los pilares fundamentales de la literatura, pero también ejemplo de una de las vidas más tristes de su época. ¿Cuál es la importancia de esta sufrida alma? Pues ser el creador de uno de los géneros más reeditables hoy en día no sólo en la literatura, sino en el cine y la televisión: la novela policíaca, la de detectives. Ninguna película o serie de misterio existiría sin Los crímenes de la calle Morgue (1841) de Poe. También fue maestro indiscutible del cuento de horror y uno de los principales contribuyentes a la ciencia ficción, además de ser el primero en convertir al cuervo, esa inteligente ave negra y solitaria (Corvux Corax), el símbolo de los decadentes y románticos que asumieron el color negro como insignia de todo lo que hoy nos gusta aducir como underground.

Me detengo tantito en este color, porque su connotación psicológica es interesante. En el antiguo Egipto el negro era símbolo de crecimiento y fertilidad; muchas tribus africanas, como los Masai, lo relacionan con la vida y la prosperidad, mientras los japoneses con la feminidad. En China era considerado el rey de los colores y en algunas épocas la gente se teñía los dientes de negro como algo cool (hacer esto aquí significaría un exceso de huitlacoche en la quesadilla).

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Imagen: Beisbook.

Una de las características que más llaman la atención de este color es que crea la sensación de protección. Sin embargo, ha tenido muy mala prensa (en color y en personas), pues normalmente se le vincula con lo desconocido, aterrador, oscuro, maligno y la muerte. También con la tristeza, el sufrimiento, la soledad y ya echados a andar con la crueldad, la mentira, la manipulación, la traición y el ocultamiento. ¡Pobre negro! (en las dos acepciones). Sin embargo, psicológicamente, dice los expertos, “genera sensación de elegancia y suele sugerir seguridad y fuerza, así como distintividad. Su uso práctico suele desembocar en los demás la apreciación de una mayor confiabilidad e incluso atractivo” (leer aquí). ¿Qué pintor famoso fue el que dijo “el negro es el único color que dice: no te molesto, no me molestes”?

Pero volviendo a nuestro cuervo azabache: durante su vida Allan Poe fue el rey de los saleros, una vida marcada por la serie de leñazos que doña Fortuna no dudó en propinarle no una, sino cien veces, ¡aún después de muerto! Por ejemplo, en la década de los ochenta del siglo pasado, a más de cien años de su muerte, los admiradores neoyorkinos de Poe presionaron al alcalde de la ciudad para que levantara una placa conmemorativa en el lugar donde el afamado poeta había escrito su incomparable poema El Cuervo, en 1845 (el cual sólo le dio nueve dólares de ganancia). El alcalde no tuvo objeción, Poe había vivido en una mugrienta granja en medio del bosque en la zona donde hoy se encuentra la calle 84 y Broadway. Se nombró una corta vía en su honor y todos contentos. Días después alguien notó que en la reluciente placa el apellido del escritor estaba mal escrito: Allen, en vez de Allan. Entonces los jijosdesú, en vez de arreglar la errata, prefirieron quitar la calle (emoji encabronado).

Flaco, frágil, ojeroso, pálido verdoso, cabezón de frente amplia y siempre vestido de negro con los rulos del pelo, también negros, enmarañados, Poe fue el clásico Sísifo solitario atragantado en su perenne ya casi. La muerte se encargó de espantarle cualquier momento de alegría durante su vida: su querida madre murió de tuberculosis cuando él era un niño; su único hermano murió alcohólico y tuberculoso antes que él; su adorada esposa murió en sus brazos también de tuberculosis; sólo le sobrevivió su hermana, retrasada mental, quien terminó sus días paupérrima deambulando por las calles de Baltimore, vendiendo estampitas con la cara de su famoso hermano cabeza de melón.

No en balde nuestro etílico poeta hace del abismo el personaje principal de su escritura. De ahí su mórbida fascinación por lo sobrenatural, la locura y el asesinato, por la epilepsia, la catatonia, la inquietud de saber qué se siente ser enterrado vivo y un entusiasmo por todo lo que pusiera al hombre en trance (incluyendo drogas y alcohol).

La relación entre el alcohol y Edgar Allan Poe fue contradictoria. Realmente no le gustaba beber, sino él buscaba el efecto y la euforia. Por lo mismo, cuando tenía enfrente el trago, lo tomaba de un jalón, feroz, como si “quisiera matar algo adentro de él, un maldito gusano que no se moría con nada” (Charles Baudelaire). Julio Cortázar dio su versión: “Se ha dicho que Poe, en los períodos de depresión derivados de una evidente debilidad cardíaca, acudía al alcohol como un estimulante imprescindible. Apenas bebía, su cerebro pagaba las consecuencias”. Su tolerancia para el chupirul era cero, dos copas y comenzaba a buscar el plano horizontal. Además, era sabido lo terrible que la pasaba en las crudas con unas cefaleas de terror que lo tiraban en la cama por días. Además, sus borracheras eran intermitentes: a las rachas báquicas venían periodos de seria sequía, ya sea por semanas o meses. Cuando sobrio Edgar era un gentleman, educado, trabajador puntual, escritor prolífico y cortés hasta la exageración.

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Imagen: Pinterest.

Eso sí, que quede claro: ninguna de sus historias o poesías fueron escritas bajo la influencia del alcohol. Pero cuando rompía su promesa nuestro cuervo tostado y solitario echaba vuelo en picada al tormentoso torbellino de su existencia y entonces lo despedían del trabajo en turno, agredía e insultaba a la gente que lo ayudaba, se peleaba sin sentido con seres imaginarios y terminaba cargando el doloroso costal del arrepentimiento por mucho tiempo.

Mucha gente que lo conocía decía que había salido igualito a su padre biológico, un chico bonito de familia acomodada, que mandó a freír espárragos la carrera de abogacía para dedicarse a ser actor, profesión en la que era malísimo. Para colmo padecía la némesis del histrión: pánico escénico. Por eso para darse valor bebía, y para cualquier otra cosa seguía bebiendo. De este borrachín intemperado Edgar heredó tres cosas: su flaqueza por el juego, la manía de pedir prestado a los demás y, por supuesto, la manera de beber ya sin vaso.

La madre, de ascendencia irlandesa, fue una actriz de cierto prestigio que comenzó su carrera a los cinco años y nunca paró. Era una mujer talentosa y profesional que a las tres semanas de parir ya estaba en el tablado. La familia vivía en una maleta, y cuando el padre vio nacer al tercer hijo, Edgar, prefirió convertirse en mago desapareciendo para siempre.

Elizabeth Arnold Poe tenía veinticinco años cuando soltó la primera flema sanguinolenta frente a sus hijos. Edgar la había visto tantas veces morir en el escenario que pensó se trataba de otra puesta de escena, hasta que es separado de sus hermanos y adoptado por una bondadosa pareja de Virginia, John y Frances Allan, quienes no podían tener hijos.

La madre adoptiva fue amorosa y protectora, pero cuando Edgar por fin comenzaba a saberse amado murió. El padre adoptivo, inmensamente rico, se convirtió en un cabroncete terco, macho y borracho boyante, quien lo trató con la punta del zapato toda la vida. Su relación con él fue siempre funesta. De él Edgar sólo heredó el apellido, que hasta nuestros días es una y otra vez mal escrito.

El único año ligeramente feliz en la vida de Edgar Allan Poe fue 1836, cuando por fin consiguió su primer trabajo como escritor en una revista neoyorkina y se enamoró perdidamente de su prima hermana, Virginia, de 13 años, con quien se casa. Por fin tiene una familia, un hogar donde lo quieren, respetan y de regreso de su trabajo le tienen la pantufla a buena temperatura y su ajenjo bien frío. Pero cuando las cosas comenzaban por fin a tomar su cauce la huesuda asesta nuevamente el tortazo, arrebatándole a la esposa, en 1847, detonante que llevó a Edgar a abandonar cualquier tipo de esperanza y a dejarse llevar por los delirios del artificial stimulus, como él mismo llamaba a la bebida.

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Imagen: Dr. Verawat.

Jamás se repuso. Dos años más tarde de la muerte de su amada se le vio deambulando por las calles de Baltimore en estado delirante, alucinando, sucio y vestido con ropas de otro hombre. Sería el compositor Joseph W. Walker quien lo reconoció tirado en la banqueta. Murió cinco días después, a los 40 años, en una triste mañana de domingo del 7 de octubre.

Durante su vida Poe sobrevivió gracias a su crítica literaria, donde era famoso por despiadado. Le decían Tomahawk Poe, por dar certeros golpes sin miramientos a quien fuera. Sus cuentos, poemas e historias nunca lo sacaron del apuro en el que siempre estuvo sumergido. Sin embargo, un dato curioso es que hubo un libro a su nombre que logró verdadero éxito en las librerías, aunque la idea original no fuera suya. Se trata del Primer Libro de Conquiliología, texto ilustrado y dedicado a las conchas de los moluscos. La idea era de un Thomas Wyatt, autor del primer Manual de Conquiliología en el mundo, quien pidió a Poe hiciera una nueva versión con su nombre, rearmando el material para una edición más pequeña y barata, pues el original valía $8 dólares, mientras que la de Poe $1,5. La primera edición se vendió en dos meses.

Por otro lado: ¿Qué hubiera dicho cuando en el 2009 se vendió una primera edición de sus poemas (sólo imprimió 50 copias), en $662,500 dólares?

Edgar Allan Poe (Jorge Luis Borges):

Pompas del mármol, negra anatomía
que ultrajan los gusanos sepulcrales,
del triunfo de la muerte los glaciales
símbolos congregó. No los temía. 

Temía la otra sombra, la amorosa,
las comunes venturas de la gente;
no lo cegó el metal resplandeciente
ni el mármol sepulcral sino la rosa. 

Como del otro lado del espejo
se entregó solitario a su complejo
destino de inventor de pesadillas. 

Quizá, del otro lado de la muerte,
siga erigiendo solitario y fuerte
espléndidas y atroces maravillas.

La mejor antología de sus cuentos es la traducida por Julio Cortázar, que Alianza Editorial reimprimió en el 2012. Con humilde opinión, su mejor biografía es la de George Walter, Allan Poe, poeta americano, Editorial Anaya, Madrid, 1995.

Moraleja: Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño (Edgar Allan Poe).


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Lecciones de El Cuento

Lectura: 6 minutos

Edmundo Valadés, el genial autor de La muerte tiene permiso, sostuvo que en un cuento, la única posibilidad que el escritor tiene de ser reconocido pasa necesariamente por el estilo.

“Es la marca de fábrica, la manera personal de contar la historia, de tender a su estructura, de perfilar personajes, de manejar el idioma, de tramar un cuento que resulte inolvidable, como también lo será él mismo”, expresó el creador de la revista El Cuento, la hoy desaparecida publicación que en su día fue la referencia del género en el mundo de habla hispana.

El estilo es la personalidad. Es todo aquello que caracteriza a un ser humano y que refleja en su entorno más inmediato. En literatura el estilo es parte de la personalidad del escritor, aunque en el proceso creativo el estilo se refiere a la manera en que un autor se vale de ciertas leyes, normas y técnicas, para expresarse.

El estilo es consustancial a la literatura. Puede ser bueno, malo, excelente o regular, pero cuando está ausente, cuando del texto se deduce el parentesco con el idioma sólo por la presencia de las palabras, puede haber escritura, mas no literatura.

Hay estilos que se ensanchan y se universalizan en ciertas épocas, convirtiéndose en el sello de una generación –independientemente de las particularidades de cada uno de los integrantes de esa generación. Por ejemplo, pocos lectores acuciosos dejarían de reconocer un estilo en la cuentística francesa del siglo XIX y otro en la cuentística estadounidense de principios del pasado.

lectores asiduos
Imagen: Pinterest.

Es indudable que en los últimos años el género cuento ha repuntado en el interés de los lectores mexicanos. La cultura audiovisual en que vivimos, con su carga de mensajes digeridos, pudiera explicar cierta predilección por lo breve entre quienes siguen creyendo en los libros. Lauro Zavala cree advertir que esta “cultura del fragmento” ha llevado a los escritores más sensibles a utilizar no sólo la palabra cotidiana, sino “muy especialmente el tono periodístico y hasta testimonial propios de la crónica, de tal manera que en muchos casos es difícil distinguir entre periodismo y creación literaria, entre testimonio y ficción”.

Respecto al creciente interés en el género, el mismo estudioso supone que una de las razones pudiera ser la explosión numérica de la universidad de masas, con el consiguiente aumento del número de lectores (y, por lo mismo, de autores y editores) de narrativa breve, acompañados por la multiplicación de los premios, becas, encuentros y talleres literarios en todo el país, y la relativamente reciente costumbre de organizar presentaciones de libros.

Me gustaría proponer que otro factor que impulsa la lectura son los medios masivos, la radio y la televisión y en particular el Internet. Es una propuesta controversial, pues a los medios electrónicos se les ha señalado como responsables de los altos índices de no lectura. Sin embargo, me parece que el asunto no ha sido bien estudiado y que podríamos encontrarnos ante un cliché o un mito.

En un encuentro convocado para definir políticas culturales, el sociólogo francés Alain Touraine me dijo: “Quisiera no ser paradójico, pero francamente no veo de dónde viene este pesimismo que se escucha en el mundo entero: «Los libros nadie los lee».” Mucha gente lee libros, mucho más que antes. «Lo escrito desaparece frente a la imagen». Y atribuye esto en parte a la proliferación de los adminículos electrónicos.

Definir lo que es un cuento puede resultar una tarea tan peligrosa como intentar una definición de “belleza” que satisfaga a todo el mundo. Sin embargo, hay puntos en los que están de acuerdo la mayoría de los autores contemporáneos: extensión inferior a la de la novela, tensión constante y desenlace inesperado.

A partir de estos y otros puntos se ha intentado formular leyes, que como no atañen a fenómenos comprobables y medibles como la fuerza de gravedad o la curvatura de la luz en las proximidades de los astros, pueden dar a teóricos y críticos un placer semejante al que obtenían los padres de la Iglesia al discutir sobre el sexo de los ángeles, pero de poca utilidad al proceso creativo en sí.

proceso creativo del cuento
Imagen: Tumblr.

William Faulkner dijo en alguna entrevista que, si el escritor está interesado en la técnica, más le valdría dedicarse a la cirugía o a la colocación de ladrillos. Opinión extrema, sin duda, pero tiene lo suyo.

Edmundo Valadés, en contra, fue capaz de revisar brillantemente todos los aspectos teóricos del cuento y concluir con una sencilla confesión: “… al término de especulaciones, el cuento tiene leyes secretas, misteriosas, y lo único que sé es que sólo el cuentista es quien puede intuirlas”.

Entre aquel tajante rechazo a la técnica, y este azoro frente a los misterios de la creación literaria hay, digamos, un canal de navegación por el que es posible transitar muy provechosamente.

¿Qué es, pues, “un cuento” en literatura? Julio Cortázar dice que el cuento “parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte cuartillas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha”.

Otras aproximaciones o intentos de definición:

Ernesto Sábato: “El cuento tiene que dar en pocas palabras una idea toral y poética”.

Robert Stanton: “El autor de un cuento debe crear y poblar su mundo, y simultáneamente zambullirse en la acción”.

Mario A. Lancelotti: “El tour de force del cuentista consiste en convertir el acontecimiento en un lenguaje; el cuento no es una forma estática”.

Silvina Bullrich: “El cuento puede darse todos los lujos menos el de ser incompleto; el cuento es un hecho consumado, una íntima parcela de vida completa en medio de los años que abarcan el pasado de un hombre sobre la tierra”.

Alberto Moravia: “El cuento debe sujetar en su silla al lector”.

mar de cuentos
Imagen: Pinterest.

H. H. Murena: “El cuento es algo así como una gota de agua vista con una lupa, y por lo tanto en ella está el universo entero”.

A mediados del siglo antepasado Edgar Allan Poe –sin duda punto de referencia para la cuentística contemporánea- publicó su famoso análisis sobre el cuento o historia corta:

Un hábil artista literario ha construido una narración. Si prudente, no ha modelado sus ideas para conciliarlas con su trama; pero habiendo concebido, cuidadosa y deliberadamente, cierto efecto único a lograr, entonces pergeña tales incidentes, y combina tales hechos como mejor le sirvan para lograr ese efecto preconcebido. Si desde la misma primera línea no se tiende al logro de ese efecto, entonces habrá fracasado en el primer paso. A lo largo de toda la extensión de la obra no incluirá una sola palabra cuya tendencia, directa o indirecta, no sea hacia la consecución de ese diseño preestablecido.

En 1925, otro par de la República de las Letras, el uruguayo Horacio Quiroga, publicó su Manual del perfecto cuentista en cuyo punto V aconseja: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas”.

Cuarenta y cinco años después Cortázar diría: “Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas”.

Y de nuevo Edmundo Valadés: “Un cuento debe estar conformado como un círculo trazado de principio a fin, sin que sea válido salirse de él. Hay que sujetarse a la redondez que exige, a la continuidad de la historia preestablecida, que debe desenvolverse sin rodeos o divagaciones innecesarias o excluyentes, hasta alcanzar el punto que la cierre”.

Un cuento debe dejarnos la sensación de que los hechos descritos –trátese de situaciones extraordinarias en que se involucran seres ordinarios o de seres extraordinarios atrapados por asuntos ordinarios–, no sólo son posibles sino que incluso nos pudieron haber pasado a nosotros mismos.

Juego de ojos.

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Lawrence Durrell

Lectura: 5 minutos

En memoria de José Antonio Meyer
y Vidal Elías, amigos, compañeros, hombres de bien.

El 27 de febrero conmemoramos 109 años del nacimiento de Lawrence Durrell, autor consagrado en un lugar privilegiado de la literatura universal con una vasta obra en donde esplende el Cuarteto de Alejandría.

Aunque a Durrell se le ha considerado un escritor inglés, en realidad nació en la India, hijo de padres ingleses (como su contemporáneo, George Orwell). Recientemente supe que nunca tuvo la ciudadanía británica y, un dato no confirmado, se resistió a ser súbdito de la pérfida Albión.

A lo largo de su vida publicó diez y seis novelas, varios volúmenes de poesía, tres obras de teatro, seis libros de viajes, tres de humor, cuatro de cartas y ensayos, muchos prólogos y varios guiones de cine. Además tuvo un modesto éxito como pintor anónimo en Francia. Fue desde luego candidato al Premio Nobel.

Tuvo una vida fascinante y controvertida, nos dice Gordon Bowker. “Fue un complejo enigma, un oscuro laberinto […] Se casó cuatro veces, una de ellas con una mujer 25 años más joven, y después de su muerte fue acusado de haber sostenido una relación incestuosa con su hija, quien se suicidó en 1985.

Lawrence y Nancy Durrell
Lawrence y Nancy Durrell en los primeros días de su matrimonio, años 30. (Imagen: Patrimonio de Gerald Durrell).

“Al explorar los oscuros territorios de su espíritu, buscó en las filosofías orientales y en la moderna psicología, la manera de enlazar su fijación sexual con un poderoso impulso creativo”.

Y nos dejó esta inquietante sentencia: “Escribo de la misma manera en que otras personas hacen el amor: como un vicio”.

Las novelas Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960) que forman la tetralogía de Durrell, son una fiesta de fuegos artificiales en cuanto a recursos lingüísticos, manejo de personajes y atmósferas, al mismo tiempo que una obra de excelente y propositiva factura formal.

“Como la literatura no nos ofrece unidades, me he vuelto hacia la ciencia, para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad”, explicó Durrell para definir su aspiración de representar el espacio-tiempo en esta obra.

Confieso que después de leer en dos ocasiones el Cuarteto, nada se agregó a mi conocimiento de la teoría de la relatividad, que es muy escaso… por no decir nulo. En cambio, mi entusiasmo por la obra de Durrell creció exponencialmente.

Las cuatro novelas narran, desde la perspectiva de otros tantos personajes, prácticamente el mismo periodo y los mismos acontecimientos. Sólo en Clea hay un desarrollo de la trama que abarca un periodo más largo que las otras novelas.

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La pluma creativa de Durrell hace que cada una resulte diferente, como si fuese una historia distinta la que se cuenta. La voz narrativa de los personajes, cargada de una espectacular riqueza interior, se funde imperceptiblemente con los recursos literarios formales y da al lector la impresión de acercarse, en cada volumen, a una historia nueva con los mismos protagonistas.

En diversos análisis de este cuarteto de novelas se ha señalado la viveza que logra Durrell en la descripción de la ciudad de Alejandría –lugar donde se desarrolla la trama– hasta convertirla en una protagonista más: sitio escurridizo y misterioso que no se deja atrapar.

La relación entre el narrador-escritor de la primera novela, Darley, con Justine, la protagonista, parece ser una analogía de la mirada occidental de aquél frente a los enigmas de la cultura árabe: “lo que me hechizaba era la ilusión de que tal vez podría llegar a saber cómo era de verdad”, dice el narrador de su amante, y al igual que Justine, parece que la ciudad se resiste a ser descifrada por los ojos extranjeros de Darley, visto que muchas de sus percepciones quedan exhibidas como simples, incompletas o ajenas si se confrontan con la capacidad natural de Clea o Balthazar para escudriñar su esencia misteriosa.

Esta naturaleza huidiza proviene en parte de su complejidad, semejante a la de Justine, descrita por Darley como “una hija auténtica de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura”.

Sin duda las relecturas de este conjunto maravilloso son siempre aleccionadoras y sorprendentes. Cuánta razón les asiste a los críticos cuando aseguran que Durrell ofreció a sus lectores cinco libros: cada una de las novelas, que pueden no depender una de otra, y las cuatro que, en conjunto, son una obra aparte.

La primera lectura me impactó con el trabajo formal del género, la meticulosidad con que se desarrollan las cuatro historias y los abundantes recursos que puso de manifiesto Durrell para hacer cuatro libros diferentes a partir del mismo argumento.

En El libro negro, la biografía publicada por Gordon Bowker en 1966, este escritor nos describe, con una espléndida metáfora, lo que cree fue el secreto del oficio de Durrell: “Un ataque, con los puños desnudos, a la literatura”.

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Imagen: Newsweek.

En una segunda lectura del Cuarteto, después de haber dejado reposar los libros unos diez años, mi interés se centró en los personajes y cómo en cada libro se agregan pinceladas que no modifican el retrato original sino sólo lo hacen más complejo.

Protagonistas como Melissa, la prostituta griega enamorada de Darley y quien mejor describe la relación amorosa del escritor con Justine. Clea, enigmática y sabia. Balthazar, más enterado que un narrador omnipresente. Nessim, poderoso y débil al mismo tiempo. Incluso personajes secundarios como el barbero Mnemjian, el sirviente Hamid, Pombal, Leila, Scobie, Naruz y Capodistria, tienen un encanto irresistible.

Balthazar es mi preferida, por la enorme riqueza del lenguaje con que Durrell dotó a su personaje, lo cual es, me queda claro, una afirmación osada. Pero siempre me pareció que Balthazar, el personaje que da nombre a la segunda novela, más que médico –que tal es su oficio en la historia– es más semejante a los druidas galos, poseedor de una sabiduría casi mágica que le permite ser condescendiente con los actos más siniestros o más sublimes de los humanos y dueño también de una serenidad que trasciende las emociones que insuflan vida a los actores con los que convive y que, sin embargo, forman parte irremplazable de su propia vida, emociones que él explica puntualmente: “la etiología del amor y la locura son idénticas, sólo es cuestión de grado”. Porque, al final, parece flotar siempre sobre los personajes la ambición febril por explicar intelectual o emotivamente el amor.

Espero poder robarle tiempo al tiempo para concluir una sosegada tercera lectura del Cuarteto, como un tributo al ya más que centenario escritor, porque cada lectura es, como decía Henry Miller, contemporáneo y amigo de Durrell, la historia del lector y no la del escritor, pues ellos ya han hecho su parte y no esperan ser juzgados.

Juego de ojos.


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Malcolm Lowry: ¡no vuelvo a beber mezcal con lava de volcán!

Lectura: 6 minutos

Eres como el mezcal, nomás animas pero no ayudas.
Refrán mexicano.

Ninguna novela del siglo XX refleja mejor el descenso al infierno de la mano del alcohol como Bajo el Volcán (1947), reescrita infinidad de veces durante diez años por su sufrido autor y donde, ¡claro!, México es el ambiente perfecto que cobija la espeluznante caída en desgraciada de su protagonista.

Se trata de una novela compleja y difícil de leer, por lo que ha tenido más comentaristas que lectores. Aun así, su autor, el inglés Malcolm Lowry, se manifiesta como uno de los pocos escritores que supo darle a su agonía etílica una fuerza poética al ver entre el alcohol y la escritura una correspondencia casi chamánica, llena de coincidencias misteriosas:

“Bajo la influencia del mezcal —escribió—, aquellos que en la vida normal son los mejores amigos harán lo posible por asesinarse uno al otro; pero una amistad nacida del mezcal, lo sobrevive, sobrevivirá a cualquier cosa.”

Hijo de un acaudalado magnate de la industria algodonera (puritano y abstemio terco, un pesado), Malcolm fue un niño gordo, torpe y mimado. Pero al terminar la preparatoria puso como condición que si lo querían ver entrar a la Universidad de Cambridge lo debían dejar hacer un viaje como cualquier otra persona de a pie, sin lujos.

Para darle realismo a su aventura se reclutó a bordo de la fragata S.S. Phyrrhus en una travesía de seis meses por los mares de oriente. El día que zarpó, Malcolm llegó al muelle a bordo de la limusina Roll Royce de papá. Cuestión de imaginar la burla de la curtida pandilla marinera cuando vieron subir a bordo a un señorito rechoncho con su maleta y un instrumento un tanto ridículo al hombro: su inseparable ukulele, con el que componía foxtrots y charlestones.

Malcolm Lowry
Malcolm Lowry, poeta, novelista y cuentista inglés (Imagen: Zenda Libros).

Sin embargo, Malcolm no tardó en sorprenderlos: el chico bebía como náufrago y era poseedor de un aguante de fondo, por lo que comenzó a tumbarlos uno a uno. De esta experiencia, descrita en su libro Ultramarina (1933), obtuvo la sabiduría que le dio una sífilis galopante que cauterizó a tiempo y el certificado que lo avalaría el resto de sus días como un chupador democrático, pues el joven ukulelista bebía desde un finísimo Château Lafite Rothschild hasta tónico para el cabello (sin soda, por favor).

En la universidad Malcolm fue aplaudido como golfista (ganó varios torneos), un nadador imbatible (como su padre), nene maravilla en el pingpong, popular animador de fiestas con su alegre ukulele y un chico con un don especial para vaciar garrafas y garrafas, pero nunca como buen estudiante. A pesar de todo jamás se pudo negar su enorme talento y sensibilidad para la poesía y la escritura.

En ese tiempo sufrió un hecho que lo marcó profundamente: su compañero de cuarto, Paul Frite, estaba enamorado de él y al no ser correspondido se suicidó. Malcolm se responsabilizó de su muerte y el trauma, según sus biógrafos (que por cierto dos de ellos se suicidaron), le aguzó su obsesión por el alcohol. Durante toda su vida Malcolm ejerció una gran atracción sobre los homosexuales, hecho que su primera esposa, Jan Gabrial, no soportaba y de alguna manera se lo hacía saber a base de floreros y ceniceros que volaban en dirección de la cabeza del escritor en ciernes.

No obstante, las juergas del carismático y talentoso joven, promesa literaria, comenzaron a dejar de ser diversión: a los 27 años fue ingresado al hospital psiquiátrico de Bellevue a causa del exceso de trago y comportamiento errático. El vuelo al averno había comenzado.

Sería México el escenario mágico-infernal donde Lowry encuentra el nutrimiento etílico perfecto para su imaginación:

“(…) arena secular de conflictos raciales y políticos (…), donde un pintoresco pueblo indígena genial profesa una religión que podemos describir como de la muerte (…). Podemos considerarlo como un mundo mismo, o un jardín del Edén (…). Es paradisíaco; es indiscutiblemente infernal. Es México el lugar del pulque y de las chinches”.

Malcolm Lowry
Malcolm Lowry en una imagen de “Volcano: An inquiry into the Life of Malcolm Lowry”, John Springer Collection Corbis via Getty Images (tomado de El País).

Para darle un toque pesadillesco, Lowry llegó a nuestro país el Día de Muertos de 1936. Inmediatamente se identificó con el ethos mezcalero de esta tierra de extremos surrealistas (en una carta cuenta su encuentro con una mujer indígena jugando dominó con una gallina) y la afición de un pueblo que espera la muerte como los aztecas: bailando rocanrol a todo trapo.

La ironía hiriente de ese México lleno de contradicciones se le mete en la piel y le inspira comentarios sublimes como: “¿Qué belleza se puede comparar a la de una cantina en las primeras horas de la mañana?”. ¡Óle!

Durante los veinte meses que vivió en Cuernavaca con su primera esposa (noviembre 1936-junio 1938), Lowry no dejó de aprender sobre la maravillosa y excéntrica historia del país, y lo vemos en la novela, donde hay referencias al pasado precortesiano, al porfiriato, a la recién finalizada Revolución mexicana y a la expropiación petrolera, con la que el escritor inglés se solidarizaba:

“Gustaba de la comida mexicana; empero, curiosamente, en ningún pasaje de la novela habla de las botanas de las cantinas. Son las bebidas alcohólicas las que acapararon su atención; su leyenda está íntimamente ligada al mezcal. Alababa la belleza de la raza de bronce, en particular la de sus niños; encontraba a los indígenas dignos de admiración, al tiempo que advertía su pobreza, cometa”, narra el periodista Carlos Paul (aquí). Cosa curiosa, Lowry nunca se interesó ni en la literatura, ni en la pintura mexicana, y menos en sus  autores.

Ya afincados en Cuernavaca (calle Humboldt), su esposa Jan comenzó a racionarle el alcohol a un litro al día. Pero al mes Malcolm deja la dieta y comienza el trajín de sus frecuentes “paseítos”, como él los llamaba, expediciones etílicas donde desaparecía por días sin saberse su paradero. Jan le pone un ultimátum: la bebida o yo… Risas. No hace falta decir la decisión de Lowry. Ella lo abandona, no sin antes sorrajarle nuevamente en la cabeza el florero en turno y de pasada embarrarle en la cara el amante que ya traía de tiempo atrás (cierto, la dama era más fácil que conquistar Polonia).

Solo y abandonado a su suerte, Lowry le da un empujón a su llameante aventura yéndose nada menos que a la cuna del mezcal y la hechicería milenaria: Oaxaca. Se ha hablado y comentado mucho de las andanzas borrachas en solitario de Lowry por aquellas tierras, en donde deambuló por las calles sucio, enajenado, con la mirada ensatanada, como quien busca un cielo perdido. Al verlo las autoridades lo primero que les vino a la cabeza fue “¡un comunista!”, la amenaza de moda. Así que lo refunden tras las rejas, donde pasa navidad con una temblorina de maraca epiléptica y tratando de evitar, como le escribe a un amigo, “ser castrado por los colegas de celda”.

Malcolm Lowry
Imagen: Wikimedia.

Una vez más el padre tuvo que salir al rescate y lo saca de la cárcel y del país, si bien en calidad de deportado. De México pasa a Estados Unidos de donde también lo deportan por malportadés, por lo que termina en Canadá.

Para cuando se casa por segunda ocasión, en 1940, con Margerie Bonner, actriz y escritora, ángel protector cuyo soporte y consejos fueron clave para que Bajo el Volcán viera la luz, la preocupante autodestrucción de Malcolm comenzaba a mostrar tanto inclinaciones suicidas como criminales (trató de estrangular a Margerie en dos ocasiones). Para 1949 su dosis etílica era la increíble cantidad de tres litros de vino y dos de ron al día… ¡qué aguante!

Finalmente, el 26 de junio de 1957, después de otra riña violenta, Malcolm rompe una botella de ginebra y corretea a su esposa con la finalidad de degollarla. Margarie logra huir (no sin antes ser mordida en la calle por un perro feroz que le dejó graves heridas). Esa noche no regresó y el escritor, que no recordaba nada de lo sucedido, se hizo un coctelín de ginebra y barbitúricos, ahogándose más tarde en su propio vómito. Muere a los 48 años.

Malcolm Lowry y su esposa Margerie Bonner Lowry
Malcolm Lowry y su esposa Margerie Bonner Lowry (Fotografía: book flight).

Eso sí, le dio tiempo para escribir su epitafio:

Malcolm Lowry
Difunto de Bowery
Su prosa era florida
Y a veces reñía
Vivió de noche
Bebió de día
Y murió tocando el ukulele.

Genio mal entendido de la literatura, Lowry provocó que muchos grandes escritores vinieran a conocer México para tratar de perderse en su mágica catástrofe. Uno de ellos fue García Márquez, quien era parte de esos seguidores del autor de Bajo el volcán que componían casi una secta:

“El autor de Cien años de soledad obtuvo de alguna manera influencia narrativa derivada de la obra de Malcolm Lowry, específicamente en elaboración de tramas, escenas o personajes de Macondo. Y la inquietud viene indudablemente de que este autor inglés influyó en muchos de los novelistas latinoamericanos y españoles, y hoy sigue siendo indiscutiblemente uno de los grandes escritores del siglo XX” (leer aquí).

Enrique Vila-Matas comentó en alguna ocasión: “Lowry escribía para no beber del mismo modo que bebía para no escribir”.

Moraleja: ¡no le sirvan otra!


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El polémico Nobel de Knut Hamsun

Lectura: 4 minutos

Cuando el hermano de Albert Nobel murió, un diario francés confundió los nombres y Albert tuvo ante los ojos su propio obituario: “El mercader de la muerte ha muerto”. Si ya antes de este evento el ingeniero sueco, inventor de la dinamita, sentía las punzadas de la culpa por lucrar con explosivos, darse cuenta de cómo sería percibido después de muerto lo sacudió. De esta culpa y de la necesidad de redimirse de alguna manera, nacieron los premios que llevan su nombre. Se otorgan a instituciones o personas que hayan logrado hechos notables en beneficio de la humanidad en la medicina, la física, la química, la literatura y la paz. En 1920, el ganador en el área de literatura fue el escritor noruego Knut Hamsun.

Aunque El círculo se ha cerrado no es considerada su obra maestra, me enfocaré en ella por su sensibilidad en el desarrollo de los personajes y por la profundidad filosófica detrás de la historia. La novela transcurre en un aburrido pueblo noruego: “Cuando la gente acude al muelle del barco costero no gana nada, pero tampoco pierde”, empieza, “se queda igual que estaba, tal vez con la depreciación por desgaste de calzado”. Y es verdad que en el pueblo nada cambia. La gente vive y muere siguiendo reglas prestablecidas por una sociedad cerrada a cualquier discusión que amenace sus prejuicios. Sólo Abel Brodersen es distinto. Un buen día, sale del pueblo y se va a recorrer el mundo. Su ida es un acontecimiento importante; en la mente de los habitantes que apenas se atreven a romper una rutina, un aventurero causa expectativas. El hijo del farero, convertido en millonario, fantasean algunos, mirando de reojo a sus hijas casaderas.

El circulo se ha cerrado

Qué desilusión verlo regresar igual que antes, sin ninguna de las aspiraciones que le habían atribuido. Para colmo de males, tiene la tendencia de deshacerse del dinero con una generosidad que les parece irresponsable. Pero Abel sigue sus propias reglas y, con la misma facilidad con que se desprende de los bienes materiales, no le provoca escrúpulos robar. Es un hombre versátil: cambia de ladrón harapiento a confiable capitán de un barco y de capitán a vagabundo sin perder un ápice de su esencia. Abel rompe con los esquemas porque no le interesa pertenecer; los rituales para ser considerado parte de la sociedad le son indiferentes.

Para él, ser banquero o indigente son formas de vida igual de válidas. Cuando hereda, en lugar de comprar ropa y dejar la pocilga que encontró en las afueras del pueblo, reparte la herencia entre quien le pida dinero. Bien podría hacer un esfuerzo y lucir trajes nuevos, a la moda, piensa la gente. Un hombre bien parecido, con manchas de grasa en el abrigo… ¿Es Abel un antihéroe o un héroe? La pregunta queda en el aire. El final de la historia, magnífico, despierta reflexiones que maduran con el tiempo, mucho después de haber cerrado el libro. Cuesta asimilar la magnitud del último acto de Abel.

Knut Hamsun nos presenta a su personaje desde distintos ángulos. Él no lo juzga. Nosotros, sus lectores, seremos los jueces. El comportamiento de Abel nos confronta con el nuestro, como individuos y como parte de un sistema de reglas fijas. Sería lógico pensar que el autor de una novela profundamente sensible, era un hombre, si no íntegro, por lo menos empático con sus congéneres. Nada más ajeno a la realidad. El Nobel noruego creía en la supremacía racial y en la limpieza étnica. “Los negros son y seguirán siendo negros, una incipiente forma humana de los trópicos, órganos rudimentarios en el cuerpo de la sociedad blanca. En vez de fundar una élite intelectual, Estados Unidos ha establecido un criadero de mulatos”, escribió en La vida espiritual de la Norteamérica moderna. Si bien es cierto que el premio le fue concedido en 1920, antes de que su siempre admirado Hitler proclamara abiertamente sus ideales, ya para entonces Knut Hamsun había dejado claras sus posturas. No debería haber causado sorpresa que, más tarde, le regalara a Goebbels la medalla.

Knut Hamsun
Imagen: Medium.

El testamento de Albert Nobel establece que el galardón debe dársele a personas cuya obra beneficie a la humanidad. Hamsun ganó el Nobel, precisamente, por su obra. ¿Hubiera sido válido negárselo por sus creencias? ¿Qué tanto se debe separar a la persona de su creación artística? Por conflictivo que resulte, el bien puede venir de una persona con ideas aberrantes. Lo contrario también es cierto. Einstein, por ejemplo, uno de los creadores de la bomba atómica, era un pacifista. En el caso concreto de la literatura, desde mi punto de vista, una vez que son lanzadas al mundo, las obras deben evaluarse por sí mismas.

Imaginar a un personaje como Knut Hamsun subir al podio y, entre aplausos, recibir el dinero que le permitirá dedicarse por completo a la literatura, un oficio menos inocuo de lo que parecería, causa conflicto. La palabra es un arma poderosa. Sin embargo, a mí me preocuparía más poner bajo la lupa la vida de los autores antes de reconocer que el resultado de su trabajo es, literariamente, valioso para la humanidad.


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Agua Salada, una crónica de supervivencia (Final)

Lectura: 10 minutos

Día 11

Finalmente, mi número se acercaba. De no interrumpirse la secuencia, en menos de una hora podría abandonar el barco y tocar tierra firme. Por fin podría empezar a saber que estaba pasando y como estaban mi familia y mis compañeros de viaje, y averiguar cómo regresar a mi casa desde un lugar tan remoto. Hice esfuerzos enormes para que la ansiedad no me devorara, llevando en el bolsillo mi arma más importante: mi celular y el cargador.

Cuando abrí mi camarote y salí, dos guardias ataviados con traje sanitario me escoltaron diciendo que era el único de esa zona que estaba en mi camarote.

—¿Qué pasó con los demás?

—Quisieron escapar pero no pudieron.

—¿Y qué les pasó? –insistí–.

Silencio, no recibí ni una palabra más de su parte, aunque sabía que su silencio era una respuesta.  

Por fin toqué tierra, el puerto era un gran vacío, no habían camiones o taxis para los pasajeros que suelen bajar de un crucero. Nada. No quise adentrarme a las primeras calles de la ciudad solo, por lo que decidí esperar a otros pasajeros para tratar de ir en grupo. Mientras llegaban a ese punto, sólo veía calles vacías llenas de basura y desechos, como si un huracán hubiese pasado por la isla. Prendí mi celular en busca de señal, pero no registraba nada.

Las tres personas que se acercaron no me parecieron la mejor opción para unirme. Por su aspecto, parecían de algún país africano y deduje que la comunicación y los códigos culturales dificultarían las cosas. Seguí esperando hasta que, por fin, un grupo de cuatro argentinos me dejaron unirme luego del interrogatorio de rigor, que pude superar gracias a que uno de ellos me identificó como parte de los pasajeros del congreso, e incluso dijo haber conversado brevemente conmigo en el evento inaugural.

—Gracias Fernando, aprecio mucho que me dejen ir con ustedes. Sea lo que sea que nos espera, creo que ir solo no es buena idea.

La propuesta de uno de ellos parecía hacer sentido. Buscar los edificios más altos del puerto, que seguramente serían los hoteles de cadena, para pedir ahí ayuda, ubicar la embajada o el consulado del Argentina o de algún país europeo, informarnos de la situación, trazar un plan de regreso, etcétera. No costó trabajo ubicar un par de construcciones que sobresalían de las demás, y no debían estar a más de un kilómetro, por lo que iniciamos la caminata.

Las calles eran un desierto caluroso y abrumador, como de película de terror. Muebles viejos, basura, cristales rotos, autos abandonados y un par de barricadas con gente que nos observaba de lejos, embozada y armada.

abandonado
Imagen: Jeremy Martínez.

Logramos llegar al primer edificio pero las puertas estaban cerradas y no había un solo letrero. El segundo edificio, una cuadra después, era un Holiday Inn también cerrado con toda clase de bloqueos que impedían siquiera acercarse a la puerta. Fue claro que la situación era muy grave y una sensación de abandono y muerte me invadió. El panorama parecía mucho peor de lo imaginable.

En esas cavilaciones estábamos cuando un adolescente se acercó en una bicicleta destartalada, y desde unos 5 metros nos habló en mal inglés:

—¿Son del barco?

—Asentimos con la cabeza.

—¿Necesitan wi-fi?

—Sí, sí.

—Síganme y los llevo a un lugar en que podrán usarlo, pero cuesta 100 dólares por persona 10 minutos; ¿traen dinero?

Hasta ese momento reparé en que todo mi efectivo se había ido en el plan de rescate de Isabel, y que mi expectativa era “sacar dinero de la tarjeta” en cuanto tocáramos tierra.

—¡Sí lo tenemos!, interrumpió Fernando, vamos… ¿está lejos?

—No, no, a 5 minutos caminando.

Iniciamos la caminata siguiendo al niño, que en ese momento veíamos como nuestra salvación. Tener un celular funcionando, en ese momento, representaba nuestra razón de ser. Todo se reducía a la magia del aparatito que nos permitiría tener todas las respuestas que necesitábamos.  

El lugar era una casa playera descuidada escoltada por tres tipos armados a la entrada, con pistolas y machetes. Esperen aquí nos dijo el niño, hay que entrar en el siguiente grupo. En la espera, pregunté a nuestro guía por los demás pasajeros del barco y se limitó a decirme que casi todos habían buscado la forma de tomar una balsa hacia la siguiente isla. No pasaron ni 5 minutos cuando nos llamaron para ingresar, cobrando a la entrada. Prometí a Fernando que algún día le devolvería el favor y pasamos. Adentro habían 10 o 12 sillas distribuidas alrededor de la habitación, separadas unas de otras por cortinas viejas de baño colocadas con maderas podridas. En cada espacio había un pizarrón con la clave escrita en gis. Tan pronto fuimos ingresando la clave nuestros teléfonos volvieron a la vida recibiendo los miles de mensajes que teníamos pendientes de ser bajados. El ruido de los mensajes “entrando”, se combinaba formando una melodía siniestra de información esperando ser descifrada.

No sabía por dónde empezar. Traté de ordenar mi mente. Revisé, primero, los chats de la familia y según fui leyendo la información me fue inundando la cabeza con imágenes. Palabras más o palabras menos, les urgía saber cómo estaba porque una parte del mundo estaba colapsada por la explosión de la nueva cepa del virus. En los países en los que las vacunas habían sido aplicadas el virus estaba bajo control, pero en los países pobres en los que las campañas de vacunación apenas empezaban la situación era apocalíptica. Además, ahora el  foco de la infección era Brasil, pero habían brotes en todos los países latinoamericanos, y desde luego en la del Caribe. 

En muchas ciudades los muertos eran dejados en montañas en las calles y todo estaba fuera de control. Habían levantamientos en toda la región, y tratando de mantener el control las policías estaban disparando contra todos los que violaran el toque de queda. ¡Era verdad, lo que había sucedido en el barco era verdad! El virus había regresado con mayor letalidad que antes y el miedo había sacado las cosas de su curso normal, al menos, en algunos países. La situación era clara y triste… los países más pobres, sin vacunas, estaban pagando el precio de haber ¡sido dejadas atrás!

Sólo alcance a avisar que “estaba bien”, en un lugar seguro, que les avisaría de mi situación “en breve”, y me puse a revisar los chats de mis otros compañeros de travesía en busca de algún mensaje revelador… pero no había rastro.

Iba a intentar una llamada con mi hija cuando nos avisaron que nuestro tiempo había terminado. Salimos del lugar y ya habían, al menos, otras 20 personas esperando entrar. Estábamos en shock. Nos dirigimos sin hablar hasta un lugar que consideramos “seguro”, en el que varias personas hacían una larga fila para recibir botellas de agua, y empezamos a intercambiar la información que cada uno tenía. Era la misma. En todas las ciudades de donde proveníamos reinaba el caos y la desolación. No sabíamos dónde estábamos, no sabíamos a dónde ir, y tampoco imaginábamos cómo salir de ahí. Formados en la fila para recibir una botella de agua que necesitábamos desesperadamente, fuimos informados a gritos por una persona con un uniforme que alguna vez había sido de guardia o policía, que a nosotros no porque éramos extranjeros. 

pandemia
Imagen: BBC.

Decidimos que lo mejor era que Fernando regresara al reino del wi-fi, y por otros 100 dólares mandara mensajes a diversas personas que podrían orientarlo sobre alguna forma de escapar de la isla. Empleamos más de dos horas en dos ingresos más de Fernando a la casa del wi-fi para obtener algunas respuestas y poder tomar alguna decisión. Al final, ya con la tarde convertida en anticipo de obscuridad y peligro se llegó a una decisión, que consistía en tratar de conseguir un bote que nos llevara hasta Puerto Rico, en el que se encontraba un consulado de Argentina que estaba asistiendo a sus nacionales a regresar a su país.

De acuerdo, era un buen plan, pero ¿yo qué haría? Aunque me aseguraron que abogarían por mí en su consulado, para recibir ayuda, el panorama era incierto. Si había una embajada o consulado mexicano en Puerto Rico, era posible que estuviese cerrado o incomunicado. Decidimos regresar al puerto. Ellos, en busca de alguien que quisiera llevarlos a Puerto Rico a cambio de una pequeña fortuna que habían reunido para negociar su salida, y yo, pensando en regresar el barco, mi antigua ratonera, tratando de acceder al único “lugar seguro” que identificaba en esa zona. Regresamos en silencio, todos pensando en lo que seguía. Todos con miedo en nuestros corazones. 

En el puerto, después de algunas gestiones con desconocidos, mis amigos habían ya encontrado transporte y esperarían al amanecer para intentarlo. Tratarían de pasar la noche en la pequeña oficina de acceso al puerto, en el que un conserje, a cambio de 200 dólares, les permitiría refugiarse. Les pedí que me dieran oportunidad de intentar reingresar al barco, y de no tener éxito los alcanzaría antes de su partida para unirme a la expedición. Nos despedimos deseándonos suerte, diciendo a Fernando que nada en este mundo me daría más gusto que entregarle personalmente los 100 dólares que le debía.

—De acuerdo –me contestó–, es una promesa…

Me acerqué al barco en busca de alguna persona para negociar mi reingreso y tardé casi dos horas en poder hablar con alguien de la tripulación que, desde más de 3 metros, casi a gritos, me pedía que me retirara.

No tenía opciones, por lo que eché mano de todas mis habilidades de abogado para convencerlo de que era responsabilidad de la línea de cruceros regresarme al punto de origen. Después de tres entrevistas con diferentes personas y casi en el límite para decidir si me unía a Fernando, aceptaron dejarme pasar. En el curso de la negociación me informaron que el barco trataría de regresar a Miami al día siguiente, tan pronto consiguieran combustible y agua, y además los únicos pasajeros que seguían en el barco, resguardados, eran los estadounidenses, porque eran los únicos que podrían autorizar para regresar a Miami. Una vez más, la nacionalidad como primer criterio de discriminación. Por lo visto, de la pandemia… no habíamos aprendido nada.

Lo que me abrió las puertas fue que la ruta de regreso tocaría Cozumel para reabastecer combustible, lo cual me permitiría bajar en mi país. Regresé al camarote por fin, escoltado, y tan pronto pude me dirigí al camarote de Juan esperando encontrarlo, pero nadie respondió.

Día 12

Dormí más de 14 horas, y aun así seguía exhausto. El día previo había agotado mis reservas de estabilidad emocional y de resistencia física. Había logrado conseguir media botella de agua en el barco, pero moría de sed y hambre. Salí al pasillo y esperé en la puerta de mi camarote hasta que un miembro de la tripulación pasó y le pregunté por agua y comida. Quedó de ver la forma de conseguirlo y volvería. Y volvió. Media hora más tarde, una charola con pan y alguna fruta en estado regular de conservación aparecieron ante mis ojos, como el mayor de los tesoros. Junto con la comida llegó la mejor de las noticias: el barco iniciaría el camino de regreso por la tarde, una vez que acabaran la recarga de combustible y de alimentos. Además, disfruté de mi primer baño con agua dulce y caliente, que pasó por todo mi cuerpo eliminando la sal y el sudor que formaban ya una capa grasosa que daba constancia olorosa de mi condición de marginado.

¡Qué alivio! Sentí, por primera vez desde el confinamiento, que era el fin de la pesadilla. Volvería a casa vivo y sano. Por primera vez lloré, primero sólo unas lágrimas, y luego un llanto desolado y abundante, como hacía años que no lloraba.

El aviso del capitán de que estaríamos iniciando el regreso, y que esperábamos llegar a Cozumel a las 10 de la mañana del día siguiente terminó por inyectarme la dosis de emoción que me faltaba. Repasaba, uno a uno, los momentos vividos desde que habíamos abordado, y las muchas personas que me habían ayudado desinteresadamente y habían hecho la diferencia. Una hora después de partir, previo aviso del capitán insistiendo en que nos mantuviéramos en nuestros camarotes, iniciaron el reparto de comida. Otra vez toc-toc en mi camarote, y esta vez una charola con una ración suficiente de comida y agua.

barco
Imagen: RT.

A los 5 minutos, otros breves golpes en la puerta, y al abrir la sorpresa, casi me hace gritar. Era Juan, disfrazado con traje sanitario, que me apartó para poder entrar con rapidez, y ya con la puerta cerrada darme un abrazo largo y sentido. Ambos lloramos antes de poder empezar a ponernos al día. Le hice un muy breve resumen de mi estancia en tierra y de mis peripecias para regresar al lugar del que tanto tratamos de escapar.

—¿Qué pasó?, ¿te dejaron regresar al barco como a mí?

—No jefe, yo nunca bajé, me escondí y me quedé aquí, pasando de un camarote a otro para poder escabullirme y conseguir los restos de comida o agua que pude conseguir. A los gringos los concentraron en el piso de arriba.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Tengo ya mis “mensajeros” jefe, la gente de limpieza se ha convertido en aliada…

—… y de Isabel o de Javier, ¿sabes algo?

—De Isabel nada, aunque llegué a escuchar en los pasillos que dos o tres intentos de fuga habían fracasado y que tenían a varias personas detenidas en la parte de abajo del crucero.

—Bueno, ojalá estén detenidos, además no pueden acusarlos de nada porque en ese momento quien tenía el control del barco era el comando que lo tomó…

—¿Comando? No jefe… nunca hubo un comando. Una persona de la tripulación me confió que nunca existió algún comando, el capitán tomó la decisión de dejar correr esa información para evitar que la gente saliera de sus camarotes… era la única manera de evitar el caos porque el barco tenía sólo combustible y comida para llegar al primer punto de la travesía y pasarían semanas antes de que nos dejaran bajar en algún lugar.

No pude contestar, esa información desató cientos de conjeturas en mi mente sobre los efectos de una decisión que influyó totalmente en las vidas y destinos de todos los que viajábamos en ese barco, y que reconocíamos en el capitán a la máxima autoridad del navío. No quise calificarlo como estúpido o criminal de inmediato, prefería aplazar el veredicto para cuando pudiera reflexionar sobre el asunto. Sólo me limité a decir:

—No chingues, está muy cabrón hacer algo así…

—Juan, ¿tú sabes lo que sucedió en realidad?

—Sí, me lo comentaron otros pasajeros que pudieron de alguna forma tener señal en sus teléfonos al acercarnos a tierra… ¿no hubiera sido mejor decir la verdad sobre la existencia del nuevo virus para que la gente se quedara confinada?

—Creo que no… después de la experiencia del COVID, la gente habría buscado escapar del barco a toda costa, y según pasaran los días la situación se habría salido de control. Tal vez la decisión del capitán no había sido tan mala. Por eso cortaron toda comunicación del barco con el exterior.

—Y la nuestra de no participar en intentos de fuga tampoco. Era una huida hacia una situación peor que en el propio barco. En mi caso –agregó Juan–, el miedo que me paralizó me ayudó a mantenerme con vida.

Sólo entonces me asaltó un pensamiento que me tomó por sorpresa como mío, con forma de culpa plena. ¡No debí impulsarlos a tratar de huir! Fue una decisión funesta, basada en especulaciones.

—Debimos permanecer juntos y aguantar hasta el final.

—Pero Isabel ya se veía muy mal jefe, tenía que tratar de huir o moriría aquí…

Salimos al balcón a hurgar el horizonte, cada uno sumido en sus pensamientos. En otras circunstancias sería un momento placentero para disfrutar del sol, de la brisa y del agua salada. Hoy no lo era.


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Lectura: 11 minutos
DÍA 5

Como estaba planeado, Javier escaló por el balcón hasta el camarote de nuestro amigo de Perú para de ahí correr hacia el suyo. Parecía una ruta segura, pero permanecimos atentos durante más de 20 minutos para asegurarnos de no escuchar ningún ruido revelador. Nada, todo parecía tranquilo.

La primera mala noticia del día fue la falta de agua en el baño del camarote. No sólo era grave la falta de aseo, sino que era el agua que habíamos estado bebiendo. Una hora después llegó el aviso por los altoparlantes:

—El agua potable se ha terminado, junto con la comida se incluirá una botella de agua por camarote, pero deben racionarla. No salgan por ningún motivo de sus camarotes. Repito, no salgan por ningún motivo.

Más por distraernos en algo productivo que por encontrar una solución, improvisé con una parte firme de mi maleta y con la cuerda sacada de los chalecos salvavidas logramos bajar el recipiente hasta el mar y subirlo con una pequeña cantidad de agua que nos sirvió para asear el WC. Repetimos la operación turnándonos Isabel y yo hasta que el cansancio nos lo permitió; de repente un nuevo toc-toc en nuestra puerta.

Cuando abrí para recuperar la comida me llevé la sorpresa de que no era el room service, sino un colega de Estados Unidos al que apenas reconocí detrás de una máscara de tela que sólo le dejaba los ojos visibles.

—Soy Bryan, déjame pasar, tengo un plan para salir de aquí que les quiero compartir.

Bryan tenía mi número de camarote porque el primer día me lo pidió para contactarme más adelante para una cita de trabajo. De acuerdo a la información de Bryan, lo que estaba sucediendo es que el comando que había tomado el barco había diseminado una substancia en alguna bebida el día del coctel inaugural, la cual había matado a varias personas, con el propósito de correr la versión del virus y poder detener el barco para negociar nuestra liberación. Simplemente esto era un secuestro y éramos rehenes de un grupo criminal que, para mantenernos bajo control en nuestros camarotes, había diseminado la versión del virus letal. Claro, hacía mucho sentido. De alguna manera respiré, por fin había información que sonaba lógica, y en realidad, prefería estar secuestrado que expuesto a una infección mortal.

plan de escape agua saldad
Imagen: Cloudfront.

Según Bryan, tendríamos que saltar con nuestros chalecos salvavidas antes del amanecer del día siguiente hacia una luz intermitente que sería la señal de una lancha que iría a nuestro encuentro para llevarnos a tierra. Algo estaba mal en su plan… y cuando le pregunté cómo había hecho para contactar a alguien en tierra que viniese al rescate, no pareció asertivo y se limitó a decir que lo había negociado a través de “alguien” de la tripulación. No quise decir que no, pero claramente su planteamiento dejaba más dudas que certezas. Tampoco explicaba con claridad la razón de escogernos a nosotros para integrar el equipo de escape. Sólo se limitó a decir que debíamos ser al menos 6 para podernos cubrir unos a otros. Quedó de ver la forma de mandarme información sobre el plan de escape a través de alguien que vendría de su parte con indicaciones de ruta y lugar para el escape.

—No olviden llevar sus chalecos salvavidas, insistió, es la única manera de salir de aquí con vida.

DÍA 6

Hoy deberíamos estar desembarcando de regreso del congreso. Hoy todo tendría que haber terminado con abrazos y felicitaciones de vuelta a casa. A mí me esperaba mi hija que para este momento debía estar ya muy preocupada de la falta de noticias. Mi esperanza era que la situación del barco fuese noticia importante en el mundo y que al menos pudiera saber porque no regresaba a casa. Ese pensamiento me llevó a pensar en que era extraño, a esas alturas, no haber sido cercados por embarcaciones oficiales o sobrevolados por helicópteros de noticieros o de autoridades tratando de saber que ocurría. Nada. Para tranquilizarme asumí que seguramente era una de las exigencias de los secuestradores.

A cambio de eso, estaba dedicado a asearme con agua de mar, que me dejaba una sensación muy desagradable con esa mezcla pegajosa de sudor y la sal sobre la piel. El aire acondicionado se encontraba apagado desde ese día y el calor era ya un factor más de incomodidad.

En esas horas de quietud y silencio mis pensamientos viajaron a preguntarme si realmente me asustaba morir. Sí, definitivamente. El vacío más allá del borde de la cama de los enfermos me enfermaba ¿Qué seguía? ¿Qué había más allá? Y si había algo… ¿de qué servía sin la conciencia de seguir siendo yo? En algún punto me hice a la idea de morir y no me asustó tanto como pensar en dejar de hacer las cosas que aún tenía planeadas. Libros por escribir, viajes por hacer, amigos con los cuales departir, y el Corvette negro que siempre había querido comprar.

Lancé una vez más al mar una botella con mi orina. A partir de que nos habían suministrado botellas de agua, habíamos decidido usar algunas como recipiente para ese fin. Por una parte, para evitar ensuciar más nuestro baño, y por otro lado, para dejar flotando en el mar un mensaje líquido en la botella. Si alguien la encontraba, en alguna parte del océano, y la sometía a una prueba de ADN, sabría que habíamos dejado ese rastro de nuestra presencia en las aguas saladas del infinito mar.

Mis cavilaciones fueron interrumpidas por la voz entrecortada de Isabel que sólo alcanzó a balbucear que no se sentía bien, antes de tener un ataque que combinaba tos y llanto. Le faltaba el aire, se quejaba de dolores estomacales y en el pecho y su piel había adquirido un tono verdoso muy preocupante. La abrace, la lleve al bacón, la calmé hasta que poco a poco recuperó la suficiente dosis de tranquilidad para un autoexamen, dejando ver que más allá del ataque nervioso, sí tenía dolores identificables… y tos.

La llegada de Juan y Javier, de regreso de haber recuperado su ración del día, nos alivió un poco, especialmente porque regresaron con 3 botellas de agua que habían robado de un camarote abandonado, y con información nueva. El mesero que estaba vendiendo los lugares para la escapatoria en el bote salvavidas, esa misma noche, pedía un anticipo de dinero, joyas, relojes y cualquier otra cosa de valor a cambio de conseguirnos dos lugares, porque ya no quedaban más. Dependía de la suma ofertada que pudiera ganarlos para nosotros porque habían otros ofreciendo sus joyas y su dinero para conseguir los lugares. Debíamos sacar fotografías con nuestros celulares para mostrar las cosas y poder entrar a la subasta por la libertad. Juan y Javier, previendo la decisión que tomaríamos habían ya metido sus bienes y dinero en una back pack que vaciaron en ese momento. Hice lo mismo y sumando el dinero llegábamos a la cifra de $7,500 dólares, 3 relojes de buena marca y algunos accesorios de oro entre anillos y collares de Isabel. No era mucho pero era lo que teníamos.

De acuerdo, teníamos 2 horas para decidir si entrabamos a la subasta por los dos lugares, que era el plazo para que Juan se reuniera con el mesero para hacerle nuestra oferta. Mi decisión estaba tomada, así que les dije:

—La verdad no creo que con esta suma alcance para dos lugares, mi propuesta es que ofertemos por un lugar para asegurarnos de que Isabel pueda irse hoy mismo, porque no está del todo bien.

—De acuerdo jefe, dijo Javier y secundó Juan, ante las protestas acalladas de Isabel, las cuales, de tan débiles, sonaron a que también estaba de acuerdo.

plan de escape
Imagen: Human Rights Watch.

En corto, sin que Isabel lo viera, Javier me mostró fotos tomadas con su celular de fotos del teléfono que el mesero les había mostrado de pasajeros muertos por la infección, los cuales mostraban caras hinchadas y un color verdoso. Recorrí parsimoniosamente las fotos en busca de algún rostro conocido, pero no lo encontré, lo que me dio una cierta tranquilidad momentánea. Tal vez, sólo tal vez, era la manera de vender a precio de oro un asiento para un escape innecesario. Pero no teníamos opciones.

Casi sin discusión, asumiendo que era la única alternativa real y concreta, empezamos a trazar planes para que Isabel pudiera contactar posibles ayudas en tierra, y pudiera avisar a nuestras familias de que “estábamos bien”. En eso deliberábamos cuando… tocaron a  la puerta.

DÍA 7

Nos dieron las 12 de la noche, el inicio del nuevo día, discutiendo cuál de las opciones era la menos riesgosa. La nota que Bryan nos había hecho llegar a través de su mensajero decía: “Manuel, de lo que hablamos está listo. Estén preparados, pasaremos a las 5 en punto de la mañana por ustedes. No lleven nada, sólo sus papeles y lo que acordamos”. Estén listos, ya todo está arreglado”.

A las dos de la mañana tomamos la decisión. Parecía más real y realizable el plan del bote salvavidas del propio barco, que el que vendría de no sabíamos dónde, además, la idea de bajar al mar y dejar nuestro refugio, claramente era un paso sin retorno. Isabel iría en plan uno y el resto en el dos. No sabíamos con precisión a cuánto estábamos del punto en tierra más cercano, pero esperábamos que activando nuestros celulares en unas horas pudiéramos ya estar en contacto y fuera de peligro.

Al paso de las horas los nervios subieron de tono y la tos de Isabel también. Juan, el mejor dotado para escalar balcones y lograr circular en el barco, fue el encargado de acudir a la cita para subastar el lugar de Isabel en el bote salvavidas. Regresó sin contratiempos a decirnos que la oferta estaba firme para un lugar, que tendríamos que tener el dinero y las cosas juntas al momento de la partida para poder tener ese asiento. A las 3 de la mañana tocarían y nos dejarían un atuendo médico de los que empleaba el personal que repartía la comida para disfrazarse y poder avanzar hasta el punto de encuentro y de ahí proceder a abordar el navío. Sonaba posible.

Casi una hora después de lo acordado tocaron a nuestra puerta avisando que Isabel debía partir. Ya no hubo abrazos, ni llanto, sólo la precipitación de los últimos deseos de que todo saldría bien y pronto esto sería una gran anécdota para contar en la oficina. Al cerrarse la puerta nos quedamos en silencio, esperando nerviosamente nuestro turno para escapar. Antes de la hora acordada, Bryan llegó a nuestro camarote para explicarnos que “el plan había cambiado, que tendríamos que avanzar armados hasta el punto del bote en el que nos recogerían”. Que no tendríamos que tirarnos al mar, porque sabían que el barco sería abordado por la policía naval para recuperar el control y que la embarcación que vendría por nosotros aprovecharía la confusión para acercarse a un punto en el que podríamos abordar.

Con Bryan venían otras dos personas con suficientes caretas y protecciones como para no poder ver sus caras. Lo que sí se veía era que cargaban pistolas de alto calibre. En lo que tomábamos nuestras mínimas pertenencias para partir, Juan se nos acercó y extendiéndonos la mano se limitó a decir:

—Jefe, Javier, suerte, yo me quedo, no quiero tomar ese riesgo, prefiero esperar aquí a ver qué pasa.

—Pero… Juan, es nuestra oportunidad, no se ve que pueda haber una solución después, vente con nosotros.

—No jefe, yo aquí me quedo.

Rompimos el protocolo y nos despedimos de Juan con un abrazo deseando todos volvernos a ver muy pronto. Ready?, nos dijo Bryan, se hace tarde, hay que estar en el punto en menos de media hora. Recibimos un curso de 2 minutos sobre cómo usar el arma que a cada uno nos asignaron, y nos pidieron ir en la retaguardia del grupo. Los nervios iban en aumento, para mí era la primera salida del camarote desde el confinamiento, una semana atrás.

escape agua salada
Imagen: Kotaku.

No bien habíamos avanzado a la mitad del pasillo cuando de frente vimos caminando hacia nosotros a dos personas ataviadas con el equipo sanitario empujando un carrito de servicio. Bryan se limitó a pedirnos seguir y no decir nada, sólo seguir. El primer obstáculo parecía haberse librado bien, aunque uno de los sujetos, cuando habíamos ya pasado alcanzó a decir:

The code?

30 metros adelante nos alcanzó e insistió en que le diéramos el código. Bryan se quedó hablando con él y nos pidió que siguiéramos avanzando, lo cual hicimos. A los 20 segundos sonó un disparo, volteamos y vimos a Bryan corriendo hacia nosotros haciendo señales de que debíamos apurar el paso. Llegando a un punto en el que teníamos bajar por una escalera encontramos a tres personas en una especie de puesto de control, lo que nos obligó a regresar y tratar de encontrar otra ruta para bajar. Los gritos de los guardias empezaron a delatar nuestra incursión y escuchamos sus pasos corriendo detrás de nosotros. Empezamos a correr, pero al frente, al final del pasillo, ya teníamos cerrado el paso, estábamos acorralados. Mientras yo reducía el paso los demás doblaron hacia un pasillo que conectaba con alguna otra área, en busca de refugio.

Algo me dijo que estaría mejor solo. Oculté el arma y me recargué en una puerta de un camarote… y toqué. Abrió la puerta una mujer, seguramente esperando que fuera la charola con comida de todos los días. Tuve que aventar un poco la puerta y entrar. La mujer se refugió en la parte de atrás del camarote. Le dije con claridad que era pasajero y estaba huyendo de las personas que tenían el control del barco, que no le haría daño. Me miró fijamente y no dijo nada, sólo se mantuvo detrás de una silla, hincada en un rincón del camarote.

Afuera, ráfagas de disparos, gritos y caos. Era evidente que nuestro intento de huida había fracasado y había desatado una cacería. Por la frecuencia y estruendo de los disparos y los gritos parecía ya una confrontación entre varios grupos, o una especie de insurrección. Seguramente otros pasajeros, desesperados por el confinamiento, estaban en posición de pelea.

Aliviado de que nadie hubiera intentado entrar por mí al camarote, me tranquilicé un poco y en un resumen apretado expliqué en inglés a la dama quién era yo, que era asistente al congreso y que no le haría daño alguno, al contrario, que la ayudaría en lo que pudiera. A partir de ese momento salió de detrás de la silla que la protegía para mostrar su rostro y darme sus generales. Se llamaba Karen, era de Australia, trabajaba para una firma en Melbourne y llevaba una semana sin asomar las narices. Todo lo que sabía sobre la situación en el barco era información que le llegaba a través de un peculiar sistema que habían implementado con sus vecinos de los balcones contiguos, de manera que diariamente pasaban un cuaderno de balcón en balcón, anotando cada persona, cualquier nueva información que lograban adquirir, de manera que el cuaderno era ya una larga tira de diálogos entre los pasajeros de 14 camarotes que lo pasaban de mano en mano. Era, por así decirlo, un largo chat a la antigüita. Si alguien tenía nueva información para compartir, se pasaban la voz de balcón en balcón hasta que llegara a quien lo tuviese para reiniciar la cadena y pasar la información por escrito.

Además, me explicó Karen, habían implementado en el grupo una red solidaria para intercambiar medicamentos y otras cosas que cualquiera pudiere necesitar. Inclusive, un médico en el grupo, esposo de una abogada asistente al congreso, solía pasarse de camarote en camarote para asistir a quien lo pudiera requerir. Si a alguien le sobraba comida o agua, también podía ofrecerla al grupo.

Karen, que parecía meticulosa y muy observadora, había agrupado la información del cuaderno en tres modelos que podían explicar lo que estaba pasando. La teoría que en su opinión era la más creíble, es la que apuntaba a que el comando que tenía el barco bajo su control estaba negociando con la línea de cruceros la liberación y que este asunto del virus fue la mejor manera de mantenernos dentro de nuestros camarotes, porque no había forma de mantener a 3,500 personas sometidas que no fuese a través del miedo. La versión era consistente con lo que Bryan había dicho, por lo que, habiendo intercambiado ideas y posibilidades, llegamos a la conclusión de que lo mejor era quedarnos ahí en espera de noticias. Lo extraño, añadió Karen, refutando su propia teoría, era que en una de las notas que habían trasmitido en su correo diario del cuaderno itinerante, uno de los pasajeros aseguraba haber visto que en la madrugaba, en un punto bajo del barco cercano al agua, como tiraban bultos al mar que parecían cuerpos. Pudo haber sido basura, o tal vez alguna de las personas que pudieron haber sido abatidos tratando de huir, o parte de la tripulación sometida por el comando.

Entre las notas del cuaderno que me entretuve curioseando en él, una me llamó especialmente la atención, de uno de los integrantes del grupo que el primer día del crucero se había visto con varios árabes reunidos en una mesa hablando sigilosamente. Claramente ésa podría ser una evidencia que respaldaba la teoría del secuestro.  

Sin saber la hora, ni cómo, me dormí.

Continuará…


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