El baúl. Relatos cortos

Toto y los nuevos saludos en la ciudad

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Esa mañana cuando Toto salió a la calle, se encontró con que la gente se saludaba distinto. Al célebre saludo de cabeza de algunos vecinos que hablaban el idioma de cabeza, y saludaban con un cabezazo para abajo, como si estuvieran metiendo la pelota de pique al piso, lejos del alcance del arquero. O el cabezazo altanero de algunos otros con un cabezazo para arriba, como si peinaran la pelota para atrás, lo habían sustituido por otro tipo de saludo. A veces la gente se cansa de estar mal, parece increíble, parece que no, pero hay momentos en que la gente se cansa de estar mal. No lo nota porque parece que uno tiene una reserva para guardar penas y problemas de un tanque de agua de ciudad, pero hay veces que la gente nada más se cansa, y cuando eso pasa, es como mágico, deja de estar mal, por más que esté todo mal. La imagen es de un día soleado con pájaros cantando en la mente, y tormentas y huracanes afuera.

Bueno, parecía que la gente se había cansado de estar mal, porque el primer saludo que escuchó en la esquina, entre dos vecinos que se cruzaron de golpe, que se conocían de toda la vida, pero que se saludaron como si fuera la primera vez que se vieron: “Hola, ¿cómo le va? Soy Mirta, me gusta hornear pan tanto como si uno fuera a hacer un mundo completo de pan. Escuchar de vez en cuando ‘Soy pan, soy paz, soy más, de Piero’, y meterme suavemente en el ritmo bajito de la canción y quedarme ahí. Y comprarme cada tanto en cuando una planta, a la que le hablo y la pongo en el patio como si fuéramos amigas de toda la vida, y le pongo nombre y apellido y la llamo por su nombre y apellido”.

Luego, el que le respondió como una cosa que recién se encuentra en el mundo fue Ermundo, el arisco Ermundo, el que no le hablaba a nadie.

un nuevo saludo
Imagen: Local Love.

“Hola Mirta”, le dijo, “soy Ermundo, me gustan los pájaros, cuando los veo que vuelan yo vuelo con ellos, y me tiro en una pileta a la tardecita así como si estuviera tirando todo mi mundo a la pileta, la casa, el sillón, el traje, el portafolio. Me gusta también cómo sale la pasta de dientes cuando la aprieto como si no fuera la pasta sino el cremoso genio de la pasta de dientes, y el solecito en algunas cuadras, entre sombras, que calienta la espalda, como un ser que lo va siguiendo desde arriba de los árboles apurado y preocupado de darse esos masajes calóricos”.

Y siguieron, cada uno para su lado. “Upa, upa, upa”, se dijo Toto. ¡¿Qué pasó?! Tres upas para Toto era mucho upa, generalmente los asombros de Toto eran habitados por un solo upa o como mucho dos, ¡pero tres! Y se sorprendió Toto, que de escuchar eso le cambió el día.

Pero lo que vino después le sorprendió aún más. A media cuadra de él, de frente, venían Jesale, el viejo Jasale, y la doctora, la odontóloga Mechese, que se odiaban, eran mal llevados los dos, y habían intranquilizado más de una tarde de barrio con sus discusiones sin sentido por cosas menores de vereda y sus gritos. Eran como dos Demonios de Tasmania que se levantaban a la tardecita cuando todos estaban cansados y querían acompañar al día en su bajada suave, y enredaban al barrio con sus gritos y berrinches. De frente los dos, a punto de cruzarse, Toto se imaginó dos locomotoras chocándose, pero aquello que vio lo dejó con la boca abierta.

“Hola, soy Machese, me gusta reventar las pelotitas de aire de los envoltorios y me imagino que como algo tan simple, así empezó el Big Bang; me gusta los pies descalzos sobre la baldosa en primavera, y mojar el pan en lo que queda de tuco en la olla como si fuera una gigante que se asoma a la olla”. “¿Cómo le va buen hombre?”.

Y el viejo le dijo: “Soy Tritico, me gusta ver cómo hacen las cosas los horneros con cierta gracia y cierta determinación. Cuando aparece el colibrí, que aparece y desaparece como si se perdiera en el aire y después se encontrara de nuevo y viajara en el tiempo. Y me gusta ver que un pájaro persiga a una mariposa, pero no la alcance, porque eso significa que todavía hay pájaros y también muchas mariposas, e incluso, ¡que todavía pueden hacer sus cosas!”. “Que tenga un buen día”, dijo el viejo y siguieron los dos por su vereda… Y extrañamente Toto vio cómo sus figuras se ampliaron y agrandaron.

toto y vecinos
Imagen: Nishant C.

No pudo pensar mucho en eso porque enseguida le tocó a él. Es decir, aparecieron casi a la altura de su cadera y cuando bajó la vista, estaba la señora de Marino, la vecina de toda la vida, con quien tantas veces habían tomado mates en su casa y lo había mantenido al tanto de todo lo que pasaba en el barrio. “Soy la Chilina, me gusta ver cuando los cachorritos duermen, sueñan y hacen ladriditos suaves, en tono bajo, casi para sí mismos, como dentro del sueño, como medio apagados, y fantaseo con meterme y seguir a esos ladriditos en mi mente hasta imaginar a dónde me llevan. También me gusta cuando pasa un panadero en medio del cielo, solo, en el aire, como un océano inmenso, como un navegante –vaya a saber en qué mares de aire–, y se aleja con ese espíritu de esponja. Y las cosas esponjosas, la torta bien esponjosa, que cuando uno la corta, el cuchillito se cae solo adentro de la torta y da la impresión de que esa esponjosidad detendría cualquier caída”. “Un gusto señor”.

Y de golpe, en un mundo nuevo, con una lógica nueva, con una manera nueva, a Toto le vinieron varias imágenes. Primero comenzó diciendo –y lo dijo poco a poco–, buscando adentro de sí mismo y sacando con tirabuzón de alguna historia pasada de su mente. “Soy Toto, me gustan los goles de mis equipos en los últimos minutos, y la alegría de la gente cuando algo le sale bien, cómo se hacen los hoyuelos en los cachetes cuando alguna persona sonríe; esas personas que dan vueltas caminando en la tardecita y que disfrutan de la caminata, como si en la ciudad ellos habitaran solos; me gusta el olor a plástico nuevo de las zapatillas que a uno lo lleva a pensar que han cambiado el mundo u lo han hecho nuevo. Y me gusta el humito que sale del mate cuando está bien hecho, el primer mate que uno se va a tomar, con mucha azúcar y con tanta concentración, que no parece que uno se toma el mate, sino que el mate lo toma a uno”.

Y siguió con un torrente de cosas que le gustaban, que las había olvidado o ya no las veía, que no pudo parar y que le recordaron tanto a él, y le presentaron tantas regiones de él mismo que ya no se daba cuenta que visitaba todos los días. Y cuando miró a la vecina, ella ya no estaba más, con una palmadita de saludo se había ido. Entonces, se quedó pensando en él y en los otros; en las cosas que la vecina le dijo que le gustaban, dándose cuenta de que a él también le gustaban esas personas que había encontrado; que le gustaban los pequeños detalles casi insignificantes de las cosas, y que a todos en algún momento nos gustan los pequeños detalles. Y que tenía razón esa frase tan dicha, de que Dios estaba en los detalles.


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El joven viejo José

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El viejo José fue viejo desde chico, esos chicos que son ancianos desde que nacen. Cuando los chicos jugaban él los miraba. Cuando empezaron a comprar juegos, él no jugaba pero los guardaba. Y de vez en cuando les cambiaba uno por otro, o les compraba alguno. Era el dueño de las cosas, pero no por riqueza, sino por actitud. Cuando las cosas se fueron perdiendo en el crecimiento de la infancia, en el salto de etapas, que son como superficies superiores en una montaña, a todos les iban quedando las cosas de la etapa anterior en la etapa anterior, José, las guardaba todas. Se metía en las etapas bien vividas, porque una etapa para ser saltada tiene que ser bien vivida, y recogía el bochinche de cosas que habían dejado los que acababan de pasarla.

Así fue que el viejo José llegó a viejo y se quedó ahí, en la vejez con que había nacido, y en la etapa de guardar etapas. Andaba el viejo José con un guardapolvos por las plazas, en una época había sido placero, cosa que también desapareció, y también ayudante de una carpintería, y andaba con sus guardapolvos de trabajo, con los bolsillos gigantes de los costados. Y los bolsillos del viejo José estaban vivos, se movían, como si tuvieran un ratón adentro, una pequeña lagartija. Y cuando uno le preguntaba “José, ¿qué tiene en el bolsillo?” Nada importante, decía, unas bolitas. Y sacaba unas cuantas bolitas. Y si le preguntaban “¿cuántas tiene?”, José se ponía a sacar, sacar y sacar, haciendo una pila de bolitas delante de él, como si estuviese trayendo algunas bolitas del pasado.

pintura, oleo, James Coates
“Old”, James Coates (Etsy).

Sí, se decía que el viejo José tenía un bolsillo mágico que guardaba todo lo que añorábamos. “José, ¿tiene pelotitas saltarinas?”, le preguntaban. Y él sacaba diez, veinte, miles de pelotitas saltarinas, haciendo desaparecer en el bolsillo el brazo hasta el hombro. Se decía que el viejo José tenía un bolsillo mágico, pero además tenía cierto ritmo lento que le permitía no dejarse llevar por lo urgente que se iba presentando, y quedarse en el ritmo normal de las cosas. Eso decía José, en el ritmo normal de las cosas sigue habiendo bolitas, bomberos locos, bucaneros, sólo que en la velocidad con la que vamos, no la vemos. No se ve nada de los costados a esa velocidad, sólo el frente de un mundo que se hace más pequeño.

Frenen un poco y van a ver que todo lo que buscan está en algún lugar, decía José, y metía la mano en el bolsillo y sacaba un TEG, un Ludo Matic, una Pileta Pelopincho tres veces más grande que él, y hasta un día lo vieron sacar un metegol completo, del pequeño bolsillo de centímetros. Eso sí, revolviendo y buscando con la mano en el pequeño bolsillo, y pegando unos cuantos tirones hasta que salió.


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Los nombres de las calles

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Él sabía que los nombres de las calles habían sido un gran debate histórico en el país. Se lo ponía un nombre a una calle, de alguna persona que había hecho algo, y ya saltaba el debate justo a veces sobre la disposición moral del personaje, y una contrapropuesta más justa. Rara vez los nombres se cambiaban. A veces se tapaban, a veces las personas las denominaban diferente, a veces se ignoraban. Era más fácil que las calles cambiaran el apellido con las modificaciones que se le veían hacer a la ciudad, que se agrandaba y se transformaba. A veces pasaban a ser avenidas, a veces boulevard, por ahí volvían a ser calles. Si les aparecía algo eran cortadas. Si no las consideraban muy importantes se volvían pasaje. Y si ya había mucha gente que caminaba en la ciudad y querían que no hubiera mucho tránsito, probaban con peatonal. Pero los nombres de las calles por nombres más justos, jamás se cambiaban

Pero esa mañana cuando se levantó e hizo su caminata tradicional vio algo que no había visto nunca, todos los carteles de nombres de las calles estaban vacíos, ya no estaban los viejos nombres conocidos, debatidos, nombrados. Se paró en medio de la plaza principal, una plaza de árboles enormes que eran un descanso para la vista. Uno de los pulmones de la ciudad le decían. Miró hacia los costados y lo mismo, las viejas calles que había tenido un nombre y una identidad, sin nombre. Casi todos de hombres que para otros hombres habían luchado por algo, generalmente algo que consideraban importante para el país, ¿a dónde habían ido los nombres? –se preguntó–.

calles en las ciudades, paraguas
Imagen: Genial Gurú.

¿Él seguiría teniendo nombre o también se había quedado sin nombre? ¿Cómo se iban a ubicar ahora? ¿Quizás los cambiarían por números, como en otras ciudades? ¿Cómo se ubicarían para orientar a las personas? ¿Iba a haber una crisis de orientación? Para él no era un problema ése, porque él no se orientaba por los nombres, sino a ojo, negocios importantes, lugares por donde había pasado, plazas, casas que llamaban la atención, monumentos, pero jamás por calle. De hecho pensaba que quizás, los nombres de las calles obedecían a su conocimiento, y aquellos que él no conocía eran los que habían cambiado.

Se fue a dormir con una sensación de culpa y de ciudad sin nombre en el espíritu. Anticipado como él era, ya había empezado a pensar cómo iba a hacerle para vivir en una ciudad sin nombre.

Cuando se despertó al otro día, y salió casi con miedo a la calle, se encontró con nombres nuevamente en los carteles. De lejos vio la ilegible letra pequeña que marcaba algo, se acercó a mirar con cierto miedo, y cuando vio el primer nombre se dio cuenta que algo nuevo estaba pasando, “Calle El gato de la señora Ofelia, animal fiel que lo ha acompañado a todos lados”. La primera calle tenía nombre de gato, del gato de una vecina cualquiera. Esto sobrepasaba los límites de lo que habían buscado los revolucionarios más avanzados de la denominación. La segunda calle que se cruzó se llamaba “Calle El Tito Marfati, el señor que tomaba un café en el café del centro todos los días a las nueve de la mañana y siempre dejaban una buena propina”. Pero mira vos, se dijo, al tito Marfati, lo conocía, había muerto el año pasado, pero que buen hombre que era.

ilustraciones en las calles
Imagen: Genial Gurú.

Enseguida empezaron sus especulaciones. Si al Tito Marfati le habían dado la calle que antes era Perú, quería decir que le estaban poniendo los nombres de las calles todas las personas buenas de la ciudad, e inclusive los animales nobles. La tercera calle, una avenida principal ya lo encontró haciendo especulaciones sobre quién podía ser, uno si quiere se adapta rápido y forma parte de lo nuevo, “Calle el Cucha Saavedra, el cascarrabias de la gomería que los tenía cortitos a todos”. Eso lo confundió un poco, conocía el Cucha Saavedra, era bravo, mal llevado, y los tenía a todos a mal traer. Sin pensar que el Cucha era difícil, también le ponían nombre a las personas difíciles. La lógica para poner los nuevos nombres lo desorientó un poco. Era hombre necesitado de lógicas de anticipar acciones, de necesitar modus operandi generales para sentirse cómodo.

Mientras llegaba a la próxima cuadra caminando por la Cucha Saavedra, se puso a pensar que quizás le estaban poniendo nombre a las calles de vecinos comunes que ya no estaban. Bueno, eso no estaba mal tampoco. La calle a la que llegó, la de la esquina, una calle cortita de seis cuadras se llamó “Calle Mirta Marfeti, le gustan las tostadas, escuchara los pájaros a la mañana, y está tranquila si todas las tardecitas habla un ratito por teléfono con sus amigas”. Eso lo despistó totalmente, la cortada, la que toda la vida había sido la Sargento Cabral, aquella que agarraba para salir a caminar todos los días, que lo llevaba directo a la plaza, calle de plantas altas, calles anchas, lindas sombras y pájaros, ahora se llamaba “Mirta Mafei, tostadas, escuchar a los pájaros…”. Y a la Mirta Mafei él la conocía, de hecho estaba caminando de frente por vaya uno a saber qué calle. Ella con una sonrisa pícara lo cruzó, lo saludó, y tomó por su calle, pero no dijo nada.

ilustraciones en las calles
Imagen: Genial Gurú.

Entonces pensó que le ponían los nombres de las calles por los nombres de los vecinos aún vivos. Más que enojarlo lo puso contento, cuántas veces había dicho que los homenajes hay que hacerlos en vida, y que todos somos únicos e importantes en este mundo. Y una cosa lo asustó, su propia calle, esperaba que no estuviera. Él era tímido, no quería de ninguna manera encontrarse con su propia calle en una esquina. Y además, qué característica iban a destacar de él, si ni él mismo conocía lo que le gustaba. Pero la calle de la plaza principal, esa avenida ancha y hermosa por la que caminaban varios, lo dejo mudo. Cuando llegó a la plaza y leyó el cartel, lo tuvo que leer dos o tres veces, porque pensó que estaba leyendo mal: “Calle la piedra gris bonita que está en la plaza al lado del monumento, la ancha y brillosa”. Se acordaba de esa piedra gris, todavía estaba ahí, la había mirado varias veces. Caramba, le habían puesto un nombre de calle a una piedra.

Ya visto todo eso volvió para su casa. Cruzó el pasaje “El pájaro que siempre se para acá, ese hornero hermoso”, que él cree haber visto más de una vez. La calle “El pepe Ferrone, le encanta el salame, los quesitos en el bar y su buena película a la noche, de las de no llorar”. Se alegró que el pepe también tuviera una calle, él conocía al pepe Ferrone. Y llegando a su casa, en la esquina, no le pareció demasiado la calle “La pulga el Ernesto, el perro del pueblo, hermoso bicho que siempre le cruza la panza a la vista de todos”. Estaba bien que el Ernesto o aunque sea esa pulga atrevida que se hacía ver por todos cuando el Ernesto se tiraba panza arriba teniendo una calle.

calles en la ciudad
Imagen: Depositphotos.

Se fue a dormir contento de haber encontrado una lógica, se le ponía calle a todo porque más que liberar un país o descubrir una montaña o crear un remedio, todo era importante. Al otro día, al salir a caminar, iba a poder caminar en la lógica más que en la incertidumbre, conocía los nombres de las calles.

Cuando llegó al otro día a la primera calle, la de la esquina, la calle de la pulga del  Ernesto, hermoso bicho que siempre le cruza la panza a la vista de todos, vino la primera sorpresa, cuando la calle ésa ya no se llamaba así sino que ahora se llamaba “Calle la salmuera de la Tita, noble remedio casero que nos ha sacado la hinchazón a más de uno”. Los nombres de las calles habían cambiado de nuevo durante la noche. Atravesó la ciudad viendo nombres de distintas cosas, entre ellos al poncho que nos ponían de chico y las botitas amarillas para lluvia. El maravilloso olor a lluvia que caía antes de las lloviznas, el relajante colibrí que aparecía en la planta roja, el marianito que siempre nos alcanzaba la pelota.

calles con semáforos
Imagen: Freepik.

Sorprendiéndose y también tranquilizándose, si los nombres de las calles eran tan rotativos, quizás nunca iba a pasar la vergüenza de ver el suyo, ni la manera en que lo consideraban. Aunque todas las consideraciones eran positivas, él mismo era negativo. En el camino fue pensando cómo se iba a ubicar la gente, pero tampoco le pareció de gran importancia, la gente si quería se ubicaba igual, y si quería se perdía igual. Su sorpresa mayor fue cuando llegó a la placita de su infancia, la del campito al lado. Le había puesto nombre al campito, a ése y todos los campitos de la ciudad “Campito el Jorge Pérez, que tantas veces jugó de relleno acá con los equipos que le faltaban jugadores y como entregó en cada partido. Buen pie, buen compañero”.

Un nombre un poco largo para un campito, pero eso no le impidieron las lágrimas, Jorge Pérez era el que tantas veces había ido de relleno. Finalmente sin querer, buscando en la ciudad, se había encontrado. Sí, pensó volviendo, la nueva manera de nombrar las cosa en la ciudad estaba bastante bien.

“A las cosas por su nombre” se fue diciendo, y durmió tranquilo esa noche.


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El número 2 que fabricaba haikus futbolísticos

Lectura: 6 minutos

El número 9 se quedó congelado con la pelota en los pies, no se movió un centímetro más como si el réferi le hubiese pitado un penal. El 2 sacó la pelota mansita de los pies, como quien saca una pelota que queda enganchada en un alambrado. La corrió muy despacio hacia atrás con la puntita del botín, la enderezó y empezó el ataque. El 9 se había encontrado con el defensor existencial, un particular 2 del futbol local que le hacía preguntas existenciales y filosóficas a los delanteros. Allá, casi contra el banderín del córner, cuando lo había ido a marcar, le había preguntado:

—¿Existe la realidad o es algo que se forma en la mente?

Muchos consideraban esa jugada un haiku futbolístico, una acción que desconcentraba a la mente, cortaba el flujo de los pensamientos, los detenía, y los obligada a encontrarse con el presente. Una especie de meditación japonesa, del budismo zen, pero adaptada al futbol. A todos los delanteros les pasaba lo mismo, dejaban de concentrarse en el partido y se quedaban pensando largos minutos en la pregunta.

Mucho habían hecho los técnicos de los equipos rivales para frenar la estrategia del defensor existencial, pero el que más se había ocupado de eso era el técnico del Atlas, un tipo también sabio, que había jugado la final del campeonato con Deportivo Archinda. Había estado meses preparándolos, había llevado a sus jugadores a los mejores filósofos, politólogos, sociólogos, para que les enseñaran las respuestas básicas a algunas preguntas filosóficas. Ante la pregunta del número 2, el delantero iba a responder de manera más o menos automática e iba a seguir la jugada.

futbol y haikus
Imagen: Ross Bruggink.

La primera oportunidad de esto se vio empezado el partido, cuando el 9 de Atlas se fue sólo contra el dos, y el 2 se le pegó cuerpo a cuerpo y le dijo:

—¿Hay matemática en el universo o es una creación de los hombres?

Esperando el detenimiento, el haiku, la maduración para el delantero, una ampliación de conciencia, y quitarle la pelota, como quien le quita un helado a un niño. Pero el 2 le respondió de manera automática.

—Todas las respuestas a esa pregunta son válidas.

Y después tiró la pelota por un costado del defensor y la fue a buscar el otro.

No entendió qué había pasado, primera vez que sus preguntas socráticas eran respondidas de manera automática y desactivadas. No había logrado generar un haiku en la mente del rival, sino todo lo contrario, el haiku se produjo en él, que se quedó quieto en el lugar, como si se hubiera lesionado. Algunos compañeros se acercaron a preguntarle si estaba bien. Asintió con la cabeza y se puso a pensar qué pudo haber pasado. Miró el banco de suplentes del equipo rival, vio a su técnico riendo y se dio cuenta que él estaba atrás de todo. No tuvo mucho tiempo de acomodarse, enseguida le tocó cruzar a la derecha a encerrar al número 7 que se le había escapado al 3.

—Lo que verdaderamente cambia la mente de las personas es la voluntad, está comprobado por neurólogos –dijo casi llegando a él y poniendo el pie para que la pelota le rebotara y estuviera afuera–.

—La neurología es el paradigma actual, ley de Kuhn. Todos los paradigmas se justifican solos y dominan el saber de una época. Los investigadores sólo seleccionan los datos que sirven al paradigma.

—Pensamos en paradigmas, pero ésa no es la realidad –le dijo el 7, después de levantarle la pelota y esquivarle el pie en toda la carrera que hizo hasta el arco, con el 2 “existencial” corriéndolo de atrás–. Después de escuchar el remate de la frase los paradigmas de Kuhn, escuchó el grito de “¡goool!” de todo el estadio.

futbol
Imagen: Tolga Akdogan.

Las sensaciones eran distintas, le molestaba que su método ya no funcionara, le molestaba ya no quitar pelotas, le molestaba más no poder fabricar haikus en las cabezas de los delanteros. Pero le gustaba que todo el equipo rival hubiese tenido que ir a estudiar epistemología para neutralizarlo.

Con un vendaval, de esos equipos que hacen todo enseguida, en los primeros 20 minutos, de inmediato le tocó salir a cubrir la subida al campo de juego del 5 que había rebasado la línea de los mediocampistas y avanzaba derecho a él. Probó con lo que prueban todos los sabios cuando se ven rebasados en su filosofía: el latín. Se le paró de frente y le dijo:

Vini vidi.

Vici –respondió el delantero y le empaló la pelota de sombrero, que le pasó por arriba de la cabeza y la mirada, le cayó adelante al 11 quien había tirado una diagonal al área, y la acarició ante la salida del arquero. Dos a cero. Mientras el griterío ensordecedor del estadio bajaba hasta los oídos de ellos. El 5 le completó.

Vini vidi vici es el mensaje que mandó Julio César en latín a Roma después de haber vencido en una de las batallas en tierra neutral. Quiere decir: Vine vi venci.

Y eso era lo que estaban haciendo los rivales con él, yendo, viendo y venciendo. Era un tipo demasiado inteligente para no darse cuenta de que iba a ser vencido en toda su extensión, y que su método, adaptado y con variantes, ya no iba a funcionar. Aun así, siguió probando.

A los 30 minutos del partido, en una esquina, contra el 8, probó la comprobadísima: “Te están llamando”. Señalándole a un costado de él, para buscar no ya un haiku sino una leve distracción que le permitiera pasarlo, pero el tipo ni se inmutó. Así fue cayendo en la calidad de sus métodos distractivos. A los 40 minutos probó la de atar los cordones para que todos pararan y él se fuera solo hacia el arco, método de campito que había dejado de funcionar, no por malo, sino por tanto usarse. Hacía de eso ya unos 50 años. Había tenido un leve éxito a los 42, el de honor, con un “dámela”, habiéndole gritado al 11 rival que sin mirar y pensando que era un compañero, le había pasado la pelota. Pero fue una tormenta de verano, se dio cuenta enseguida que ya no era su tiempo cuando el 10 le amagó para ir para un lado, se fue por el otro, y el agarrado del primer amague salió corriendo para el lado contrario en dirección contraria.

jugador
Imagen: Ahtapot.

“¿Vas al kiosco?”, le preguntó de pasado el 10. Y el colofón final de su debacle fue el final de esa misma jugada que terminó en penal, pero antes de tirarlo, como siempre se le acercó al pateador rival a distraerlo, cosa que hacía recurriendo a dichos de Lévi-Strauss, planteos de Freud, reformas de Gramsci. Él –y eso le encantaba– en ese momento del penal usaba portulanos de los pensadores reformistas de doctrinas para peguntar si estaban bien. Cosas como: ¿La revolución es cultural? ¿La economía decide las relaciones en la superestructura o la superestructura puede afectar a la base económica? O más simples para el pensamiento deportivo, pero no por eso no dotadas de una compleja profundidad: ¿Aristóteles o Platón? ¿Hobbes o Rousseau? Y algunos leves conocimientos del taoísmo, y palabras aisladas del chino mandarín.

Pero fue en ese penal en el que se dio cuenta de su decadencia, volvió a su más tierna infancia, a sus comienzos en las confusiones y las tretas de los campitos, a su esencia. Se le acercó y le dijo: “No vale fundir”. Le salió de adentro, eso significaba que había llegado hasta el fondo y no quedaba nada de todo lo otro que había ido descartando en el debacle, que se había ido despojando de todo lo aprendido, de todas sus ropas, de sí mismo, y que había llegado hasta volver a ser niño, a su más tierna infancia. Al engaño más dudoso y más llorón, pero más incomprendido de todos. Porque ése, no vale fundir, si bien escondía la mezquindad de que el delantero pateara despacio y errara el gol, también escondía el altruismo del cuidado de la humanidad del arquero rival, el gesto caballeresco del futbol. Y, hasta una enseñanza para el propio pateador; las cosas pueden ser más suaves, más simples. Cuando se escuchó decir eso, se le vino a la mente “No vale tomar carrera”, y que por suerte no lo había pronunciado, sobre todo porque la carrera que tomó el delantero fue exagerada para arriba. Se dio cuenta que había sido deconstruido totalmente, y que había sido, ya no lo era.

Él solo, sin mirar el penal, en silencio, pero tranquilo, se fue de la cancha, con el vaciamiento de lo que era empezó el lleno de lo nuevo. No se quedó a escuchar el penal, se fue pensando si, en la derrota, como le había escuchado decir a un técnico cierto día, era donde más aprendía uno.


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