Patria, pobre, mía.
Famélicos y lánguidos talentos
pretenden todos usurpar tu esencia
en cada tramo de tu lejanía.
A cada paso te miro más distante
amada patria mía.
Gerardo René Herrera Huízar.
No debiera sorprendernos el rumbo que van tomando las cosas en esta pretendida ruta de transformación radical de la vida pública de México. Si bien se reflexiona, otras muchas transformaciones han tenido momentos cruciales en cada administración, según la óptica del gobernante en turno y la circunstancia del momento.
Porfirio Díaz transformó el México bronco del siglo XIX.
Madero quiso también transformar México y, cándidamente, se puso en manos de los mismos actores que protagonizaron el pasado que deseaba cambiar. Trágico desenlace.
Carranza, primer jefe máximo de la transformación violenta, que fue parte del régimen anterior, se alió al cambio. Iniciado éste, tuvo que huir para alcanzar su propia muerte a manos de, también, transformadores caudillos.
Obregón, buscando la transformación y reivindicando, con su afán reeleccionista el pasado porfiriano, fue ultimado, según se rumoró, por la conspiración de “Calles-e la boca” (cuando preguntaban “¿Quién mató a Obregón?”, se respondía “Cállese”, en alusión a él).
Calles quiso también transformar al país mediante la purga del caudillismo revolucionario y transitar a la institucionalidad, pero perpetuándose a través de sus tres incondicionales sucesores, adoptando la humilde designación de jefe máximo y no la de presidente vitalicio o dictador, pero ejerciendo el poder de facto.
Su pupilo y protegido, Lázaro Cárdenas, una vez en el poder, defenestró y exilió a su antiguo jefe para no seguir con la tradición, dando inicio a un transformador sistema corporativo para el ejercicio político, fortaleciendo la concentración del poder, al estilo de don Porfirio, en un aparato monolítico hereditario, mediante relevos aparentemente democráticos, bajo la bandera nacionalista de justicia revolucionaria, campesina, obrera y popular, para dar al pueblo la satisfacción a sus demandas históricas que, hasta hoy, siguen pendientes.
Sacudido el Maximato, renació la República mediante la reivindicación de su soberanía. La negra sangre de nuestro suelo inundó las venas del pueblo y el espíritu patrio, volcándose a la salvación nacional con pollos y marranos.
Tras la gran guerra, una nueva transformación nos alcanzó, esta vez de la mano del civilismo, acotando la participación castrense en política y específicamente en la primera magistratura. Los cachorros de la revolución reclamaron su espacio.
Tras un breve periodo de bonanza, el desarrollo estabilizador, la retórica oficial fue sucumbiendo, dando paso a la explosividad social, a la estridencia de la trágica ruptura del 68 y de la guerra sucia de los años 70. El pueblo reclamaba transformación.
Una década después (1988), los nuevos herederos se enfrentaron en violenta pugna: los puros de linaje revolucionario contra la tecnocracia emergente, también en busca de la transformación.
Catalizados los ánimos por la arrogancia y la ambición, desavenidos ahora a causa de la jugosa herencia, rompieron lanzas y tomaron, si bien con un mismo objetivo, caminos divergentes que produjeron, hasta nuestros días, nuevas transformaciones, como marca la tradición sexenalmente repetida y recurrentemente desmontada.
Con cada cambio “empezar de cero porque antes todo se hizo mal y siempre se recibe un cochinero”.
No debiera sorprendernos el discurso de la transformación, de la retórica nihilista y flamígera, ni la promesa de un indudable futuro mejor basado en la corrupción del pasado.
No es cosa nueva ni en el gobierno ni en la administración. Toda elocuencia de un nuevo jefe, por ignorante que sea, en el nivel que sea, raya en el señalamiento superfluo de lo mal que recibe y la promesa de lo bien que se va a entregar. (Administración de la abundancia, complot internacional, error de diciembre, tepocatas, víboras prietas, guerras inocuas, pactos por México, corrupción, incapacidad, desconocimiento, ocurrencia, frivolidad o ambición). Todo en la misma bolsa, en el sempiterno discurso.
Enfatizar los errores del pasado es cosa fácil y redituable para vender las promesas del futuro.
Lo difícil, a veces imposible, es ofrecer prueba tangible de la promesa cumplida. Trascender con la confianza ciudadana o con la sanción histórica, por resultados logrados y no por engaños manifiestos.
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Excelente articulo, felicidades don Gerardo.