Cuando la anormalidad se vuelve cotidiana no sólo se comienza a perder la capacidad de asombro, sino que, también, aparece una suerte de zona de confort en la que, a pesar de los malestares y dolores experimentados, surge un conformismo funcional al temor de que nuestras expectativas nuevamente se vean truncadas. Entonces la creatividad entra en receso, aparece el callamiento y el silencio se apodera de los sueños. La inercia de la autocomplacencia o la resignación se instala, convenientemente, en nuestras cabezas, manteniéndonos en cómoda pasividad, mientras la historia se sigue sucediendo, llevándose, como en un tsunami, todo lo que tiene por delante.
Se trata de una posición de comodidad psíquica, a través de la cual evitamos enfrentarnos al espejo de nuestra memoria. No es que no queramos saber de nuestro pasado, lo que no queremos es hacernos responsables de éste. Del mismo modo, intentamos no comprometernos mayormente con el futuro, ya que hacerlo implica, una vez más, asumir la responsabilidad de fallarnos.
La pérdida del sentido de comunidad asociado a las utopías que nos acompañaron durante buena parte del siglo XX nos ha ido dejado en una posición de orfandad, no tenemos un padre ni una madre ideológicos que nos den seguridad. Ya no tenemos al socialismo, ni al humanismo cristiano, ni al colectivismo. La socialdemocracia y el libre mercado hace tiempo que nos desilusionaron.
A nivel mundial hay un recrudecimiento de la intolerancia, el fundamentalismo, el nacionalismo y el matonaje en nombre de la misma democracia que tanto se desdeña. El presentismo, la inmediatez tecnológica, hacen que muchos hayan comenzado a volver a creer que saltarse los procesos democráticos resulta más efectivo que someterse a la reflexión, a pensarnos individual y socialmente, a planificar. En la era de la inmediatez, la premura, es una moneda de cambio.
El presentismo hace perder la capacidad de análisis. Se pone en el mismo plano una emoción, un hecho relatado por decenas, cientos y hasta miles de ecos en redes sociales, que una teoría construida con fundamentos. Se confunde correlación, con causalidad; se pretende transformar una opinión en una tesis.
Entonces, ¿qué nos queda por hacer cuando la anormalidad se hace cotidiana dejándonos suspendidos, atónitos y desorientados? Elegir.
Siempre podemos optar entre la queja, la anestesia y la resignación; la rabia, la envidia por la supuesta “normalidad” de la vida de los otros y la pulsión destructiva y refundacional. Pero así también, podemos buscar nuevos horizontes, desconocidos e inseguros, pero que pueden darle un nuevo impulso a nuestras vidas. Que pueden iluminar, con nuevas ideas y soluciones, la monumental transformación de lo que entendíamos por normalidad y que estamos experimentando.
La fuerza de voluntad y la valentía son el combustible que nos permitirá salir de la planicie psíquica y de la tristeza angustiosa que subyace en estos tiempos tan difíciles de entender.
Ya lo dijo Churchill: “Soy optimista. No parece muy útil ser otra cosa”.
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