Hace algunos meses, salió a la luz un fenómeno que durante mucho tiempo navegó como un secreto a voces: los abusos sexuales dentro de las compañías televisivas y cinematográficas. Actrices y actores de todas partes del mundo han salido a levantar la voz contando su propia experiencia que por seguridad y miedo callaron por varios años.
Este acto de valentía inusitada que pretendía destapar la cloaca mediática de un sistema regido por favores sexuales no consensuados, parecía ser un paso en el avance de búsqueda e impartición de justicia, pero no ha resultado como se esperaba. No del todo.
En 2011 el juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Raúl Zaffaroni, uno de los criminólogos más eminentes de Latinoamérica, se vio envuelto en un escándalo de tinte amarillista por parte de los medios de comunicación masiva. La situación: unos departamentos que arrendaba eran, al parecer, ocupados para el ejercicio de la prostitución. Pero contrario a lo que se podría pensar de una figura política, no renunció y salió a dar una única y magistral explicación (cuasi conferencia) sobre la victimización que llevan a cabo los llamados mass media.
Lo anterior marcó un hito en el estudio de la victimología criminal, porque hasta ese momento sólo dos niveles de victimización eran los más utilizados: la victimización por experiencia propia (victimización primera) y la victimización de parte de los sistemas de impartición de justicia (victimización secundaria). Pero el premio Estocolmo de Criminología le dio auge a un tercer escalón de victimización: la victimización mediática.
La victimización mediática utiliza a la víctima como medio para aumentar el rating de un programa (generalmente noticiero), y sin importar el dolor o el sufrimiento del agraviado lo explotaban a más no poder, haciéndole entrevistas donde las preguntas no eran informativas, sino sensacionalista y con una motivación más parecida a una especie de “sadismo mediático”, enfocada a revivir el doloroso recuerdo del hecho.
Pero Zaffaroni nos dice que no cualquier víctima es explotable: “la comunicación masiva sólo proyecta como víctimas a algunas de ellas, en tanto que otras carecen de imagen y de voz, directamente se ignoran y no son consideradas como tales por la opinión corriente”. Él habla de la relación víctima-héroe, es decir, de aquellos afectados que pueden ser fácilmente convertidos en héroes atractivos para el público receptor.
En el mismo tenor, el ahora académico de la universidad de La Plata, nos dice sobre los medios masivos de comunicación que:
El principal instrumento de lapidación es la prensa amarilla, que es una patología de la comunicación que por regla general tiene un público cautivo cercano al de la clientela de la pornografía.
Esta empresa no conoce ningún límite ético. Si bien en la ética periodística existen muchas zonas grises, la empresa amarilla no reconoce ni siquiera los principios elementalísimos de la ética, los viola todos. Si no hiciese esto carecería de capacidad de lesión al proyectar su propia inmoralidad sobre el lapidado.
Con lo anterior, nuestro autor nos habla de los mass media no como un instrumento informativo, más bien como un sujeto que posee el poder de construir o de lapidar sin el más mínimo criterio de la ética. Y esto supone un riesgo para todos, porque implica que todos podemos ser víctimas o victimarios según los intereses de la hegemonía mediática.
Pero para brindarnos una idea de la relatividad del tiempo en el que nos desenvolvemos ahora, brincamos al 2021, donde las redes sociales o digitales han alcanzado un poder que, si bien no es absoluto, les ha ganado grandes terrenos a los medios convencionales. Y desgraciadamente podemos afirmar que no todo ha sido para bien.
Es cierto que las redes digitales han sido creadas con la finalidad de fortalecer las comunidades sociales del mundo. Como he dicho en anteriores escritos: las redes sociales han unido a la humanidad, pero han separado al hombre. Como toda creación tecnológica (o casi toda) tiene sus componentes peligrosos y favorables, en este caso uno de los componentes riesgosos es la capacidad que tenemos para publicar o compartir contenido.
Prácticamente todo aquel que cuente con acceso a Internet y con un dispositivo receptor de tal beneficio, puede publicar y compartir lo que le plazca. Esta condición democrática de las redes sociales es precisamente un arma de doble filo, porque hay quienes la utilizan con responsabilidad, pero existen otros que no poseen el más mínimo criterio o ética para utilizarlas. Estos últimos se pueden dividir en varios tipos, desde los que comparten noticias falsas o fake news sin comprobar o autenticar de su fuente, hasta los que construyen su propia realidad (generalmente con intención de afectar a un individuo, una comunidad o un país, como fue el caso de la interferencia rusa en las elecciones de Estados Unidos).
Pero hay otra vertiente en este entramado que provoca igual o peor daño, lo que he decidido llamar: jueces digitales. Estas personas que creen que tienen la autoridad jurídica y moral para poder juzgar o criticar la acción de “x” individuo sin saber de antemano el contexto en el que se presento el suceso. Y es aquí donde llegamos a nuestro eje de reflexión.
La reciente ola de denuncias por parte de diversas actrices y actores han destapado, no sólo una severa problemática arraigada en el interior de los sistemas mediáticos de comunicación, en especial la televisión, también la indolencia del ser humano ante esta pandemia sexual. Este conflicto en el que las relaciones de poder cobran factura y reafirman una vez más el peligro de ostentarlo, ha tenido efectos de todo tipo, afortunadamente han surgido reacciones benéficas, pero de igual manera han existido respuestas que no eran las esperadas.
Este tipo de respuestas las podemos ver en lo que he decidido llamar “el santísimo tribunal digital” donde la moral parece ser un concepto (o idea) de lo más ambiguo y fluctuante. Mientras se condenan acciones antisociales (y ¿“anti-moral”?) de lo más aberrantes, estas denuncias públicas parecen no tener el mismo efecto por el hecho de ser “públicas”. Al parecer la gente asocia lo público con el hecho de ganar fama y dinero, pero no ven la contraparte: si bien los mass media son una herramienta de manipulación, no todo su contenido está dedicado a tal función. Hay programas que también fungen como espacios educativos y culturales.
En el caso de estas personas que se atrevieron a denunciar el acoso y los abusos de parte de gente que gozaba de alguna posición de poder (productores, directores o actores), su caso debía funcionar como un elemento motivacional para invitar a más víctimas a denunciar dichos abusos. Pero no fue completamente así.
El “santísimo tribunal de la inquisición digital” enseguida lucubró una artimaña, “buscar fama” de parte de los denunciantes, argumentando que las denuncias se hacen en los ministerios, tribunales o fiscalías y no en la televisión. Todo desde el desconocimiento de los hechos y de la situación de la víctima. Un asunto por demás grave porque se lanzan juicios a priori sin reflexionar sobre el contexto.
Ser una víctima de acoso o abuso sexual es más que una simple tragedia jurídica y más que una cifra. El agraviado se puede ver hundido en un abismo de desconocimiento y por consecuencia de miedo. Lo efectos psicológicos son diversos, pero ninguno es grato, podemos desplazarnos desde la depresión, la despersonalización, hasta el suicidio. Carecer de la falta de contexto del porqué una víctima no denunció su abuso puede resultar en opiniones y publicaciones sesgadas que sólo arrojan la falta de empatía latente en la humanidad.
Si una víctima de algún tipo de acoso o abuso sexual lo denuncia en público, de manera casi instantánea recibe comentarios de odio acérrimo, denostación y culpabilización por el hecho ocurrido, entonces: ¿Creen que una víctima actual, que permanece callada, va a querer denunciar? Sabemos que en esta época somos una sociedad que se maneja y se guía por las redes sociales y lo menos que queremos es ser expuestos en ellas, por eso, el resultado es que esa víctima permanecerá callada por miedo, temor, ignorancia, etcétera, pues no le van a quedar ganas de denunciar por el miedo (segundo) a ser señalada como una oportunista, aunque no ostente ninguna posición de fama.
Nadie conoce la situación o el contexto en que una víctima vivió su situación, tampoco somos dioses o jueces morales para lanzar tan a la ligera opiniones o argumentos tan flojos de sustento. Las redes sociales no se hicieron para fungir como tribunales o juzgados. Evitemos comentarios que puedan reprimir futuras denuncias y colaboremos para que las redes digitales sean un espacio de apertura y libertad de expresión.
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