La misoginia, la falocracia, los privilegios que se obtienen sólo por haber nacido hombres, por fin son señalados como patologías sociales. Es un grito luminoso y auténtico a la necedad de deslegitimar al movimiento femenino y acusarlo de ser “en contra del gobierno”, sólo porque el gobierno se niega a evolucionar, a aceptar que la falocracia ya terminó. La responsabilidad de todas nosotras es no detenernos y continuar, denunciar que las diferencias existen y son en nuestra contra: ganamos menos en las empresas, en comparación con los hombres con puestos similares a los nuestros, recibimos menos oportunidades de crecimiento. Las labores del hogar y la familia continúan menospreciadas, aunque sean parte fundamental de la construcción social. Los servicios de salud y anticoncepción deben ser universales, gratuitos y desde la adolescencia. El aborto debe ser despenalizado en todo el país y en todas las circunstancias.
La violencia, el uso de la fuerza y los asesinatos de mujeres son la gran y definitiva manifestación de poder que ha mantenido esta sociedad durante siglos, el Estado lo niega y lo minimiza, por eso tenemos que seguir diciéndolo. La violencia busca el sometimiento, busca la reducción y debilidad de las mujeres, el miedo no es únicamente a morir, es en todos los terrenos, es a exigir un mejor sueldo, mejores prestaciones, y a merecer respeto. No vivimos un entorno igualitario, lo que se haga en política, el reparto de puestos y curules, no soluciona las deficiencias que seguimos padeciendo, ni nos convence y mucho menos con la sumisión oportunista y descarada de las beneficiadas del poder.
La huelga general de mujeres demostró qué grande es nuestra ausencia, y lo más grave es que denunció con ese vacío y ese silencio que los hombres son mayoría, en los periódicos los lugares vacíos eran menos de la cuarta parte de las columnas, y a pesar de que se paralizaron sucursales bancarias, la realidad es que no hay equidad. En el arte es evidente, son menos las mujeres que los hombres, y las mujeres de edad madura que llegan a la pintura las adjetivan de “señora que pinta”, como si “señora” fuera un insulto, quitarse esa etiqueta despectiva es muy difícil, y aún con mucho talento la tienen que soportar.
El cambio deberá continuar desde la sociedad, si el Estado se queda rezagado de esta evolución no tendrá la capacidad de detenerla, porque ya hemos llegado a un punto en que la omisión es violencia. Minimizar la violencia y hacerse las víctimas no les va a funcionar, el Estado ha cometido un error formidable, se ha negado a participar de una revolución social, anquilosado en su discurso se niega a entender los signos de los tiempos. La vanguardia es civil, es nuestra, de las mujeres que han levantado la voz, que lo han demostrado desde sus familias, trabajos y existencias, y de los hombres que lo han apoyado, a partir de nosotros vendrá el cambio. No hemos ganado, hemos comenzado, por fin, se abre espacio a la justicia.
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