Con la luna de plata

Reconciliar al país

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Nadie puede decir que la inseguridad no es asunto suyo, o la guerra contra el narco o los “caídos colaterales” en medio de la violencia desatada, cotidiana. El horror es cosa de todos los días en los medios noticiosos. Tres jóvenes jaliscienses fueron apenas asesinados por el narco, y muchos más han sido desaparecidos o muertos por estar en el lugar equivocado a la hora equivocada. Muy a nuestro pesar, todos somos Príamo, mesándonos los cabellos por el hijo muerto.

Príamo súplica
La súplica de Príamo a Aquiles (1824, óleo en lienzo), Alexander Ivanov.

Las cifras subrayan el fracaso de las políticas públicas en materia de seguridad. Nos rodea la agnosia. Ya no reconocemos a los que antes fueron los territorios de nuestros recuerdos familiares, los de nuestros juegos infantiles, los de las andanzas de juventud. Tan sólo durante el primer trimestre del 2018, según el Semáforo Delictivo, los homicidios dolosos se dispararon en Nayarit (386%), Quintana Roo (134%), Guanajuato (114%), Aguascalientes (91%) y Tamaulipas (76%), todos ellos, estados gobernados por Acción Nacional. A nivel nacional, el homicidio aumentó 15% en México, de enero a marzo de este año.

En las últimas semanas hemos visto a los candidatos de todos los partidos y los independientes, acusar que la amnistía que Andrés Manuel López Obrador propone es una patente de corso para sacar de la cárcel a los delincuentes, aún cuando se explique hasta el cansancio que amnistía no es impunidad. Se entiende que, en el fragor de las campañas electorales, se ocupe la descalificación fácil y sin sustento, pero lo que no puede entenderse es que ninguno de los que descalifican la idea esté dispuesto a conceder que un país que ha vivido, ya casi doce años, una guerra civil de facto, necesita urgentemente una reconciliación.

No se trata sólo de perdonar cristianamente. Para eso tendríamos que ser lotófagos, que consumieran flores para el olvido en tiempos revueltos. Reconciliar al país implica sanar las heridas en los pueblos y en las ciudades, en las plazas que el hampa ha secuestrado, en las y los jóvenes a quienes se les hipotecó el futuro por varias generaciones. Reconciliar al país supone atender las causas que motivan la violencia desde un enfoque preventivo, porque los últimos dos sexenios han demostrado la ineficacia puntual de las balas.

Reconciliar al país significa, además, tender puentes entre la sociedad y el gobierno, para que los primeros se asuman al servicio de la segunda y le den razones a ésta para volver a creer en la política como medio de resolución de conflictos. No habrá paz si antes no se reconcilia a los muchos Méxicos que somos y que hoy permanecen enfrentados. “Contra la reconciliación –ha dicho Javier Cercas– sólo están los que no conocen las guerras y los cobardes”.

Caronte Reino muertos
La barca de Caronte (1919, óleo sobre lienzo), José Benlliure.

Javier Cercas ha construido quizá la trilogía más reflexiva sobre la guerra civil española. Comenzó con Soldados de Salamina, en donde se preguntó qué es un héroe, para después elaborar en Anatomía de un instante un discurso sobre la ética de la traición. Allí, Cercas sostiene que la transición fue posible porque, quienes la construyeron, Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado, Santiago Carrillo, el Rey incluso, traicionaron aquello que postulaban sus ideologías políticas, en aras de un bien superior. Tenemos, dice Cercas, una ética de la lealtad, pero no tenemos una ética de la traición. Cierra la trilogía El monarca de las sombras, cuyo título nos recuerda al Aquiles de La Odisea, que en el reino de los muertos piensa que es preferible conocer la vejez siendo el siervo de un siervo, que no conocerla siendo el monarca de las sombras.

Toca a los candidatos preguntarse qué tipo de país quieren para su mandato. ¿Están dispuestos a ser siervos de un pueblo que anhela la paz, o preferirán seguir siendo monarcas en la tierra de los muertos?

Despedida para Sergio Pitol

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Sergio Pitol fue mi amigo. Estuvo allí a través de sus libros, como en un matrimonio mal avenido, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad. Leí Domar a la divina garza en momentos de felicidad gozosa, y El arte de la fuga me aferró a la vida en la cama de un hospital. Me hubiera gustado también que fuera mi maestro, pero como en el caso de la mayoría de los xalapeños, nuestra relación fue meramente circunstancial. Nos vimos en algunos encuentros literarios o algunas tardes, en la fugacidad de un paseo neblinoso, él, con Sacho primero, y luego sólo, Pitol, era parte de nuestro paisaje.

Llegué a sus libros en mis años universitarios. Para entonces, seguía siendo un desconocido para los lectores mexicanos, mientras se movía con soltura en los círculos de los grandes escritores europeos: Claudio Magris, Vila-Matas, Carlo Emilio Gadda. Quizá, incluso Xalapa, la culta Xalapa, sólo comenzó a reverenciarlo cuando ganó el Cervantes de Literatura en 2005. Con todo, no recuerdo ni un  homenaje local a la altura de su genio. Esta ciudad devora a sus hijos, como Saturno, me digo mientras pienso en las vejaciones al maestro, quien acabó bajo la tutela del DIF veracruzano durante la ignominiosa administración de Javier Duarte, sin que nadie haya logrado hacer aún el inventario de las expoliaciones a su casa, aprovechando su enfermedad y soledad. La literatura de Pitol lleva en su sino la dialéctica de la enfermedad, desde sus años de niño postrado en cama, mientras su abuela le lee a los grandes autores, en Potrero, muy cerca de Córdoba, la de los treinta caballeros.

Sergio Pitol leía en siete idiomas y traducía espléndidamente. Allí está como joya de la traducción Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski, a quien nadie conocía en lengua española, entre muchos otros autores eslavos cuyas traducciones son casi una estética de Pitol por sí solas. Carlos Monsiváis contó, en alguna ocasión, que debiendo entrevistarse con un autor inglés, Sergio le pidió que lo acompañara para traducir, porque a él, que había traducido a Conrad y a Henry James, le costaba mucho hablar los mismos idiomas que traducía. Por eso, para un hombre que leyó y escribió desde el frenesí de la enfermedad, que tradujo con notable maestría a ingleses e italianos, polacos o franceses, perder la memoria, la escritura y el habla, ser víctima de una ingrata afasia, debe ser casi una putada de los dioses. Pienso en Borges, logrando su sueño de ser director de la Biblioteca Nacional Argentina inmediatamente después de ser fustigado por la ceguera. Lo dice así en el Poema de los dones: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche.”

Sergio Pitol Xalapa

Vi a Pitol por última vez el 4 de agosto de 2016 en la Librería Hyperión de Xalapa. Desde la puerta un asistente lo vigilaba. Lo saludé y me sonrió como si me reconociera. Le pedí que nos hiciéramos una foto, como no se lo he pedido más que a los escritores que de verdad han significado algo en mi vida, y se cuentan con los dedos de una mano. Parecía entusiasmado, pero ya no alcanzaba a articular palabras, movía sus manos y apenas balbuceaba, y yo hubiera querido entenderle casi tanto como cuando mi hija menor intenta dialogar conmigo, sin lograr hacerse entender. Pienso ahora, al recordar la escena, la memorable introducción de Eduardo Galeano al disco Multiviral de Calle 13: “Entre dos aleteos transcurre el viaje”. Me sigue llamando poderosamente la atención que, a pesar de su enfermedad avanzada, nunca dejó de querer leer, o si no, ¿qué carajos hacía a mitad de una librería tan exquisita? Me sorprendió también la sonrisa y la familiaridad con la que me saludó esa tarde. Todos los que pudieron verlo en sus últimos meses aseguran que nunca dejó de sonreír. Yo creo que Sergio nunca dejó de ser ese niño que, en Potrero, Veracruz, firmaba como Sergio Pitol, niño ruso.

Luego vinieron los dimes y diretes entre la familia y la Universidad Veracruzana. Ninguna de estas posiciones estuvo a la altura del único catedrático de nuestra Casa de Estudios que ostenta un Premio Cervantes de Literatura. Quizá por esa pena, que yo sentí como aflicción propia, dejé de leer noticias sobre Sergio. Parecía como si todos quisieran colgarse de la tragedia, aunque ni siquiera lo hubiesen leído, aunque nunca hubiesen estado en su vida de escribidor solitario y errante. Quizá, por eso también, no ha sido sino hasta ahora, mientras me tomo un mezcal a su mala salud de hierro (Sabina dixit), que he decidido sentarme a escribir esta despedida y a llorar por él, como sólo puede uno llorar por los amigos, por quienes, como Sergio Pitol, supieron hacer de la amistad una comunión y un rito.

Buen viento y buena mar, Sergio. Sonríe siempre, niño ruso.

Elucubraciones sonoras

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Para regocijo de la humanidad, los primeros hombres inventaron la música. Si la verdad no se hallaba a menudo, más valía solazarse en la belleza, pensarían. Luego hubo quienes supieron encontrar verdad en la belleza y belleza en las verdades eternas. Orfeo pulsa la lira para matalotaje del alma –esta frase es del Garcilaso– y Pitágoras desvela a iniciados y profanos, la música de las esferas.

A finales del año pasado se publicó un libro de muy buena factura, aunque discreta aparición –es casi una edición para coleccionistas–, que lleva por título Elucubraciones sonoras. Encuentros y desencuentros en música y literatura (Roto Ediciones, 2017), ópera prima de Axel Juárez, intenso musicófilo, acucioso investigador de la historia y de las formas musicales, además de ensayista gozoso. Quise reseñarlo antes, pero ya se sabe que uno no es lo que quiere sino lo que puede ser.

A lo largo de diez ensayos ágiles, aunque no por ello menos profundos, Axel se mueve con soltura entre el son jarocho y la jam session, nos muestra los vasos comunicantes entre Brassens y Sabina, entre Leonard Cohen y Federico García Lorca. La suya es una revisitación a la poesía de lo cotidiano, a la música de las pequeñas cosas.

Cortázar gato

Bob Dylan y Shakespeare, por ejemplo, escribe Axel –notarán que no me refiero a él por su apellido, so pena de que se le confunda con el Benemérito, y porque en la amistad de muchos años, me suena raro y es probable que a él le parezca incluso risible–, no pensaban en escribir la gran literatura sino en los aspectos prácticos de su obra. ¿Habrá buen sonido en el concierto? Se preguntaría Dylan antes de convertir al rock en música para pensar. O ¿dónde voy a conseguir un cráneo humano? Sería una de las preocupaciones de Shakespeare al escribir Hamlet y disponerla para su representación.

Elucubraciones sonoras es también una incitación a la lectura. Lo mismo nos dan ganas de releer el Diván del Tamarit que a Calderón, Lope de Vega, Tirso de Molina, los grandes autores de los siglos de Oro, a quienes tanto debe la prosa musical de Javier Krahe, quien en clara sorna quevedesca nos dijo que todo tiempo pasado fue anterior.

Charlie Parker Jazz

Leer estos ensayos nos impele a escuchar música, mucha música, la gran música. De Stravinsky a Gerswhin, deteniéndose en la pureza sonora de Edgar Varèse, y su apuesta por un conjunto de sonidos organizados, pasando por la décima espinela y el son huasteco, hasta llegar a la jam session literaria como exploración del proceso de creación y al romance idílico entre Cortázar y el jazz. Allí queda como hito en la literatura latinoamericana el memorable cuento El perseguidor, en donde Cortázar no solo rindió homenaje a su ídolo Charlie Parker, sino que demostró que la literatura también puede tener swing.

Ojalá que Elucubraciones sonoras vuelva a reeditarse pronto, para que llegue a las mesas de todas las librerías y a los escritorios de lectores y melómanos irredentos como yo, que siempre encuentran en la música y en la literatura el balance perfecto entre la verdad y la belleza.

De jacarandas y almendros

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Era el mes de marzo y floreaban las jacarandas. A Regina le maravillaba el milagro del azul violáceo que de súbito un día parecía inundar las calles. Era como si los árboles alfombraran los tapancos de nuestro bajo cielo raso. De unos años para acá, las jacarandas se hacían más evidentes, porque todo mundo las posteaba en Facebook, y bastaban unos cuántos filtros para que en Instagram se antojaran más que las orquídeas y los crisantemos. Las cosas son así, están allí todo el tiempo; estamos habituados a su cotidianeidad, y por eso la belleza cada día pasa fugazmente a nuestro lado sin que nos inmutemos. Era duro y era triste.

Nadie sabía a ciencia cierta cómo habíamos llegado hasta aquí; nosotros y las jacarandas. De éstas, al menos, había señas de identidad. La historia más conocida señala que en la década de los treinta del siglo pasado, el efímero Presidente Pascual Ortiz Rubio (aunque otros apuntan a Álvaro Obregón y Miguel Ángel de Quevedo) pidió cerezos al gobierno de Japón, porque quería que la Ciudad de México se asemejara a Washington, que había recibido de los japoneses una dotación de cerezos para ambientarla. Es probable que su esposa le conminara a solicitarlos, pero el desencanto le sobrevino más rápido que el final de su Presidencia. Los cerezos no eran compatibles con el suelo ni con el clima de la ciudad;sin embargo, Ortiz Rubio no era hombre que claudicara, en cuestiones de jardinería, tan pronto como en las políticas, así que buscó una alternativa.

Un paisajista japonés, Tatsugoro Matsumoto, que había llegado durante la época porfiriana, cerca del final de la dictadura, comisionado por Díaz para embellecer los jardines de Chapultepec y otras residencias palaciegas. La alta sociedad porfiriana a menudo requería de sus servicios para hacer la jardinería versallesca de lo que entonces eran las grandes mansiones de la colonia Roma y los alrededores. Los porfiristas se habían ido, pero Matsumoto se quedó y fue, a la postre, el encargado de sembrar las jacarandas. Se cuenta que, antes de venir a México, invitado por Landero y Coss, Matsumoto viajó a Japón para decirles a su esposa e hijos que se iría a hacer fortuna y volvería por ellos. No volvió.

Es probable que las jacarandas que hoy nos alegran el espíritu, justo cuando deja de golpearnos el frío inclemente, hayan sido, sin saberlo, un vehemente acto de amor, un réquiem, una despedida, porque los amores son así, intempestivos, a medio camino entre el ardor de la primavera y el invierno gélido.

Pero Regina se ha ido ya, ahora que las jacarandas vuelven a poblar nuestras calles y avenidas y, sin ella, la ciudad nunca será la misma. Las mujeres condicionan las ciudades. Aprendemos a amoblarlas con sus ojos. La vieja ciudad del califato, un día gobernada por Al-Ándalus, construida hacia el 936 d. C. y de la que, como Babilonia, sólo quedan vestigios en un paraje cercano a la hoy Córdoba, en España, también lo testimonia.

Cuenta la leyenda que el califa Abderramán III desposó a Medina Azahara, quien, venida de tierras norteñas, lloraba a diario extrañando la nieve. Abderramán mandó entonces  a sembrar almendros, para que en medio de la canícula infernal, cuando su esposa asomara a la ventana, viera los campos de flores blancas, todo el valle blanco a sus pies, y pudiera sentir la nieve.

Almendros

Abderramán sabía que estamos hechos de nostalgias y sabía, también, como quizá supiera Ortiz Rubio, en la verdad íntima de las cosas, que amar es florecer…

En eso pensaba, mientras intentaba hacer soportable la ausencia de Regina.

 

*El presente texto forma parte de la novela El huésped de Montparnasse, que el autor escribe por estos días.

Mal rayo nos parta

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Primero se derrumbó la esperanza, esa que parecía invulnerable. Luego se derrumbó “la Esperanza”, escultura de Manuel Tolsá en la Catedral Metropolitana el 19 de septiembre de 2017, durante el sismo que nos sacudió hasta las entrañas, el cual recordó que los mexicanos somos solidarios, pero nuestra solidaridad es finita. Ese mismo día la torre oriente del campanario vio desprenderse de lo alto la cruz que la remataba. Al caer, la cruz derramó sus misterios sobre una imagen de Santa Catalina y horadó la Bóveda del Sagrario. Cayó la Esperanza y quedaron inestables la Fe y la Caridad. Ojalá que fuera sólo una figura poética. En noviembre, las esculturas alusivas a la Fe y la Caridad fueron retiradas para que no cayeran del frontispicio de la Catedral.

Esculturas de Tolsá
La Esperanza, La Fe y La Caridad, figuras de la Catedral Metropolitana (Manuel Tolsá).

Si en las alturas nos quedamos descobijados, abajo la esperanza, la fe y la caridad duraron más o menos lo mismo. El programa para la reconstrucción de la Ciudad de México tardó cuatro meses en ser presentado. En enero fue evidente el secuestro de los recursos destinados a la reconstrucción, por tres asambleístas que pretendieron decidir por encima de la Comisión, el destino de los 8 mil 772 millones de pesos destinados para el caso. Antes del plan de reconstrucción, el Gobierno de la Ciudad gastó 2 mil 47 millones en dos delegaciones perredistas: Álvaro Obregón e Iztapalapa. Para febrero habían renunciado los comisionados Ricardo Becerra, Mauricio Merino, Kathia D’Artigues, Fernando Tudela. En marzo renunció Loreta Castro.

En los demás estados afectados, las víctimas no han corrido con mejor suerte. Usadas como artimaña electoral, la Sedatu dice haber repartido más de 160 mil tarjetas a ciudadanos que perdieron parcial o totalmente sus viviendas. El monto de los tarjetazos asciende a 8 mil 234 millones 970 mil pesos. Mientras el gobierno anuncia la reconstrucción de viviendas en Oaxaca, Chiapas, Estado de México, Guerrero, Puebla, Morelos y la Ciudad de México, en el terreno los avances ni se ven ni se reportan. Los funcionarios encargados de las dependencias que debían atender la reconstrucción prefirieron irse a hacer campaña.

Ojalá allí, en las campañas, la cosa fuera mejor. El Instituto Nacional Electoral anunció en fechas recientes que sólo dará registro a una candidata independiente que hizo trampa, pero poquita. Del total de firmas recabadas por Margarita Zavala (1,578,774), 327 mil 456 presentan inconsistencias; es decir, 45% de sus apoyos son firmas no válidas (708,000). Más allá de los métodos cuestionables del INE, los números de Margarita, el Bronco (con 508,453 inconsistencias) y Ríos Piter (cuyo equipo habría simulado 811,969 firmas), indican que el primer proceso de candidatos independientes a la Presidencia de la República será recordado como la ronda de los tramposos.

De resultar ciertas las afirmaciones del órgano electoral, esos tres candidatos tendrían que estar en la cárcel, por la comisión de delitos electorales. Y tendría que estar en la boleta, y no en el olvido, Marichuy, la candidata indígena que no llegó al umbral utópico de firmas requeridas, pero cuya campaña se hizo sin dinero y con la honestidad que da saber que el 95% de sus firmas son de gente real, de carne y hueso, de esos que no aceptan que la Esperanza se haya caído y que la Fe y la Caridad nos hayan sido retiradas y estén en reparación.

El jueves 15 de marzo, durante una tormenta que tuvo a la Ciudad de México a son de agua, un rayo cayó en la misma torre oriente del campanario que perdió la cruz durante el sismo. La descarga eléctrica golpeó derrumbando esta vez un escudo y una guirnalda de la torre. La Catedral parece obstinarse en cumplir la profecía de la novela de Gonzalo Celorio, Y retiemble en sus centros la tierra, en donde el templo metropolitano acaba por derrumbarse, con sus más de cuatro siglos de Virgen definitiva.

El 16 de marzo, Juan Villoro escribió en Reforma que el país entero requiere de atención post traumática. Es cierto. No va a sernos fácil olvidar estos días de dolor y agravios, y es probable que el país requiera pensar ya en una Secretaría del Desencanto, al modo británico que decidió instaurar un Ministerio de la Soledad, porque se dio cuenta de que esta se había convertido en un problema de Estado. Las visiones apocalípticas nos persiguen. Hemos sido golpeados en lo más hondo de nuestro ser, varias veces en muy poco tiempo, pero quizá estas no sean señales que precederán al fin del mundo. Tal vez sólo sea que nuestra realidad diaria, de pundonor y resiliencia, es el mejor escenario para las más espléndidas y atroces ficciones.