Innovación, Tecnología y Sociedad

Disrupción digital, ruptura e innovación para asumir el presente

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Transformación digital a la luz de la innovación disruptiva. Empresas tradicionales que han desaparecido, empleos que nadie imaginaba apenas hace unos años, formas del valor inimaginables, una década atrás, bienes y servicios, empresas que surgen y se multiplican casi de la nada.

En 1997, un profesor de la Escuela de Negocios de Harvard, publicaba un libro sin saber que detrás de esta publicación vendría su fama y el asentamiento de un concepto: innovación disruptiva.

Fallecido hace algunos días a los 67 de años, víctima del cáncer, Clayton Christensen deja tras de sí la “Teoría de la innovación disruptiva”, con la que se erigió como un referente indispensable para algunas de las figuras más exitosas de la transformación digital.

Años atrás, Christensen publicó: El dilema del innovador: cuando las nuevas tecnologías hacen caer a una empresa, libro que con el tiempo cimentaría sus teorías económicas sobre el papel de un tipo particular de la innovación: aquella que disloca lo anteriormente conocido.

Clayton Christensen
Clayton Christensen, académico de Harvard, padre de la innovación disruptiva.

A casi 25 años de la publicación de su libro insignia, las ideas de Christensen se han visto materializadas por la aparición y asentamiento de modelos de negocios como Netflix, Uber, Airbnb, Amazon o incluso Apple.

La clave, en todos los casos, es la aparición de bienes o servicios inimaginables para el ciclo anterior; la ruptura, tal como indica la raíz etimológica de disrupción, del sentido de continuidad, ampliación o perfeccionamiento de lo que un mercado es capaz de ofrecer a los consumidores.

Estrechamente vinculadas a la aparición y expansión de las tecnologías cibernéticas, las ideas de Christensen ponen la mirada sobre la capacidad de un modelo para construir una noción de valor diferente a lo establecido.

En esta dirección, forma parte ya del imaginario social de todo el mundo, por ejemplo, la historias sobre cómo los creadores de Netflix acercaron en un primer momento su propuesta al entonces propietario de Blockbuster y recibieron burlas y desprecio. 

Del mismo modo que en el origen de Airbnb estuvo la idea de sus fundadores para crear una empresa capaz de gestionar el espacio de sobra en las casas de particulares.

Hoy, Blockbuster ha desaparecido del planeta, y Netflix se prepara para competir con la plataforma tardía de Disney; mientras que en el caso de Airbnb, la empresa de hospedaje supera el valor de la cadena Marriot, sin poseer un solo cuarto de hotel.

innovacion disruptiva
Imagen: Informa Yucatán.

Y si bien Christensen no deja de insistir en que la aceptación de estos modelos disruptivos es basarse en tecnologías que ofrecen productos más sencillos, más baratos y, en general, más cómodos para el consumidor; está claro que hay algo más que la valoración material en este éxito.

Ese algo más entra en el terreno de la historia de las mentalidades. Es decir, la manera cómo cada época construye el sentido de valor de la interrelación entre objetos, ideas y prácticas sociales.

No se equivoca, pues, Nathan Blecharczyk, cofundador de Airbnb, cuando hace algunos años aseguraba al diario El País, que “el éxito de la empresa se sustenta en la confianza”.

Un mundo como éste, el nuestro, así es, en el que las personas, particularmente los jóvenes, desconfían profundamente de las instituciones públicas más relevantes, pero son capaces de llegar a dormir a un sofá-cama de un desconocido en París, Nueva York o Nueva Delhi.

El éxito del concepto de innovación disruptiva que tanta fama le atrajo a Christensen, es imposible de explicar, por lo tanto, sin tomar en cuenta las transformaciones de comportamientos y valoración de los protagonistas de una época con relación a otra.

La confianza en las interacciones cibernéticas, la relación casi personal con las plataformas, se encuentran profundamente vinculadas con el proceso de desgaste de las formas establecidas y de los referentes conocidos que determinan de quién y de qué se puede fiar una persona.

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Imagen: Sobre Blogs.

En tal medida, si para el siglo XX la continuidad significó un valor per se, está más que claro que para este siglo, el que vivimos, las formas de la ruptura, atinó Christensen, han de predominar sobre la persistencia.

Christensen se centró, ciertamente, en la economía y, en particular, en la innovación como la capacidad para conferir valor a un bien o servicio de un modo que nadie lo había visto antes.

Las ideas del “padre de la innovación disruptiva” no deberían pasar por alto, empero, al mundo de las relaciones sociales o aun de las instituciones políticas.

Así, no debería extrañar que una de las explicaciones que se encuentran detrás de los vuelcos que muchas naciones han sufrido, se refiere a la dificultad de los actores políticos para comprender el rol de la disrupción, como fractura de los sistemas democráticos.

Si a la continuidad se le confirió durante todo el siglo XX un lugar prominente, hoy el reto resulta mayúsculo, pues queda claro, tanto a nivel de las organizaciones como de los sistemas democráticos, que habrá de sobrevivir una nueva disrupción.

¿Hacia dónde? Ésa es la cuestión; especialmente en el ámbito de las democracias. De todas las democracias; pero en particular de las más débiles e imperfectas.

De éstas, especialmente.


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Innovación y gestión del conocimiento, los costos de la inacción

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Vivimos la Revolución del conocimiento. Tal es el signo de nuestro tiempo. El resorte fundamental para construir condiciones en las que la aplicación de ese conocimiento se convierta en el insumo básico de sociedades basadas en la innovación.

El llamado de la época actual ha dejado de radicar en el acceso a la información, por la información misma.

Hoy, la dinámica mundial pone en primer plano el desafío que supone crear condiciones para que esta información se torne en pensamiento crítico, con capacidad para resolver problemas y creatividad hacia la innovación.

La base de su capacidad innovadora descansa por ello en una sociedad capaz de crear, retener, impulsar y utilizar con valor social las competencias complejas que formen en sus propios ciudadanos.

Transitar de la información al conocimiento, sin embargo, no es un movimiento natural al que los cuerpos sociales tiendan, sino más bien resultado de una noción de gestión del conocimiento como política de Estado.

Si el conocimiento no se constituye en el motor de este desplazamiento, de poco habrá servido dotar a los ciudadanos de formas cada vez más amplias y rápidas de acceder a la información.

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Ilustración: Conditio Humana.

Ya en el lejano 1973, el sociólogo norteamericano Daniel Bell, al publicar El advenimiento de la sociedad post-industrial, habría de utilizar el concepto “sociedad de la información”.

Más tarde, en los años noventa, como se sabe, Manuel Castells, el sociólogo español, dejó marcado aquel tiempo que se abría por el título de su libro ya clásico: La era de la información: economía, sociedad y cultura, publicado en 1996.

Así fuera desde la mirada de un mundo pre-expansión de las computadoras y sin imaginar Internet siquiera, Bell atina en colocar al conocimiento como el engrane central del mundo que viene. Noción que luego va a ser corroborada por Castells.

La clave, dirá el español, está en propiciar e identificar las posibilidades de generar círculos de retroalimentación que, de manera acumulativa, establezcan una relación de mutuo estímulo entre la innovación y sus usos.

El tiempo tecnológico que nos ha tocado vivir cuenta como una de sus señales de identidad más clara el modo en que los usuarios se apropian de la tecnología y la redefinen.

En esa medida, y aquí radica quizá su poder mayor, estas tecnologías, dice Castells, “no son sólo herramientas que aplicas, sino procesos que desarrollar”.

De ahí que sea esencial incentivar el protagonismo que las sociedades puedan tener, antes que en aplicar las herramientas, en diseñar y desarrollar nuevos procesos de inclusión y transformación social.

Se trata de comprender, entonces, a la mente humana, y su capacidad innovadora, ya no únicamente como parte del sistema de producción, sino como un componente productivo e innovador directo.

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Ilustración: Alexander Lavin.

En palabras de Castells, estamos frente a una era en la que “por primera vez en la historia, la mente humana es una fuerza productiva directa, no sólo un elemento decisivo del sistema de producción”.

El paso, pues, entre información y conocimiento habrá de centrarse en las posibilidades reales que los individuos tengan para contar con competencias superiores.

Acceder al conocimiento, para compartirlo dentro de una organización o entorno social, se volverá tan trascendente, de este modo, como la competencia para valorarlo y asimilarlo.

Se trata, ya se ve, no solamente de que la ciudadanía cuente con información, sino que ésta pueda devenir en conocimiento.

Es decir, en la capacidad-posibilidad de generar procesos de comprensión compleja que transformen los sistemas y produzcan innovaciones con pertinencia y valor social.

Información sin espacios y condiciones para el desarrollo y aplicación del conocimiento, imposibilita multiplicar su acceso, ser compartida y usada por grupos sociales cada vez más amplios.

Ciertamente, ha sido en este contexto el mundo de las organizaciones productivas donde se ha asentado durante los últimos años la noción de “Gestión de conocimiento”.

Se ha entendido por ella el control de los procesos que aseguran que una empresa sea capaz de aprovechar el desarrollo y la aplicación del conocimiento en sus procesos productivos.

innovacion e ia
Imagen: MuyPymes.

La definición, empero, no inhabilita la oportunidad de asirse a ella para ampliarla hacia los ámbitos que determinan la manera en que las sociedades se organizan.

Del mismo modo que una deficiente gestión del conocimiento desemboca en que los procesos de una organización productiva se vuelvan anacrónicos, disloquen o, de plano, colapsen, de tal hipótesis la sociedades mismas no son ajenas.

La innovación es un proceso continuo, de eso no hay duda. Como tampoco de que se trata de un estadio que se propicia y al que se accede.

Una sociedad llega a ser innovadora, no es innovadora per se. Y ese llegar a ser está marcado por su éxito en estimular la formación en competencias complejas.

Que el Estado se desentienda de la gestión del conocimiento es grave y será cada vez más costoso con el tiempo.

¿Que el conocimiento puede expandirse? Sí, sin duda. Que el desconocimiento también, sí, trágica y raudamente.  

Porque el desconocimiento no es sólo el contrario del conocimiento; es el signo de la ineptitud para resolver, de la incomprensión respecto del mundo y de la impericia frente a la vida.

Nada menos.

Ética para robots

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¿Podrán algún día pensar por sí mismos los robots? ¿Lo hacen ya? Sin duda. Si por pensar entendemos, claro, la capacidad para tomar decisiones.

Desde los primeros aparatos capaces de imitar lo que se llama la “neurona cero”, aquella que opta entre dos opciones, abrir-cerrar, por ejemplo, hasta nuestros días, las máquinas piensan.

Y no sólo eso, podríamos decir que, de muchas maneras, y de modo cada vez más complejo, los dispositivos, encarnados en eso que llamamos genéricamente robots, piensan cada vez de mejor y más compleja forma.

El tema no es nuevo. La fascinación-terror respecto al grado de autonomía que una máquina pudiera tener frente a quien la creó, enlaza al Frankenstein de Mary Shelley con las memorables partidas de ajedrez de Beep Blue, la computadora creada por IBM, contra Gary Kasparov.

Nunca antes, eso también es cierto, lo humano ha estado más cerca de ver cumplir ese sueño-pesadilla, una máquina capaz de pensar a tal grado que sea capaz no sólo de decidir sino de crear una máquina aún más inteligente que su creadora.

Vivimos un tiempo, pues, en el que con la precisión de un relojero suizo, los grandes productores de tecnología alimentan un imaginario dispuesto a colocar sobre los dispositivos toda clase de representaciones de estatus, productividad, liberación de tareas rutinarias, comodidad, y un largo etcétera.

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Imagen: The Daily Beast.

Los grandes productores de aparatos estimulan, con toda intención y éxito, así, un ánimo social de frenesí por lo tecnológico, entendido esto como el consumo desenfrenado de aparatos.

Se trata de un universo fantasioso al que, con toda lucidez crítica, el gran escritor inglés Ian McEwan ha caracterizado en su más reciente novela como el (inducido) “sueño de virtud robótica redentora”.

Multipremiado y con una capacidad de trabajo que le permita publicar una novela al año, McEwan entregó a sus lectores en 2019 Máquinas como yo, distopia que tiene como centro una sociedad en la que personas conviven con androides con forma humana.

En pleno fervor por el camino que se abre la Cuarta Revolución Industrial, lista prácticamente la nueva generación tecnológica del Internet, la 5G, McEwan lanza en forma de novela un certero alegato ético.

La cuestión, parece querer advertir McEwan, no es preguntarse si las máquinas piensan o si con el tiempo los humanos serán capaces de hacer que piensen de forma cada vez más asertiva y compleja, la pregunta es qué lugar ocupa lo esencialmente humano en todo esto.

El sueño de la redención robótica llega pues a su punto de inflexión, cuando en Máquinas como yo, se lee: “dicho de forma abreviada, diseñaríamos una máquina un poco más inteligente que nosotros y dejaríamos que esa máquina inventara otra que escaparía de nuestra comprensión”.

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Ilustración: Roberto Parada.

Porque si tal cosa pasara, se pregunta la novela, y a la vez cuestionándoselo al lector, “¿qué necesidad habría de nosotros, entonces?”.

En abril de 1991, hace casi 30 años ya, el hoy muy conocido filósofo español, Fernando Savater, vio publicado un pequeño ensayo: Ética para Amador.

En esos años, Savater enseñaba ética en la Universidad Complutense de Madrid, y su hijo, un adolescente llamado justamente Amador, a quien está dedicado el volumen, tenía 15 años.

Dirigido a lectores de la edad de su hijo, el libro, sin embargo, se abrió paso entre lectores de todas las edades, y le significó a su autor una enorme fama.

El problema central de la vida, “del arte del saber vivir”, planteará Savater, descansa en una condición tan única como esencial que acompaña a los seres humanos y nos diferencia de los animales: la libertad.

“La libertad, asegura Fernando Savater, no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: sí o no”.

Esto es, la libertad se halla lejos de la voluntad absoluta, manifestación de la omnipotencia, y cerca de la circunstancia enteramente humana de decidir.

No somos libres de elegir lo que nos sucede, sostendrá con lucidez el filósofo, pero sí lo somos respecto a la manera cómo respondemos a eso que nos sucede.

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Ilustración: The Synapses.

Nuestra racionalidad, luego entonces, ha de brillar en tanto se encuentre al servicio de averiguar cómo vivir mejor; a ese intento racional es a lo que llamamos ética, explica a su hijo adolescente el filósofo español.

Bajo esa óptica, y sin que se lo hubiese propuesto explícitamente, el célebre novelista Ian McEwan, tiende un puente de humanidad entre su más reciente novela y el casi legendario manual del profesor Savater.

La información no es, en sí misma, conocimiento. Mucho menos, autoconocimiento.

En ello descansa la cuestión central. El linde respecto de lo humano. No es si las máquinas pueden decidir, ni siquiera si pueden llegar a ser capaces de aprender.

La cuestión verdaderamente humana que une, de este modo, a Savater y McEwan, es la misma: decidir no es optar solamente, sino hacerlo en libertad y conciencia.

El sueño redentor no es, entonces, el de transformar desaforadamente las máquinas y sustituirlas en un carrusel sin fin.

El verdadero sueño redentor es transformar lo humano. Sigue siendo, el arte de la vida.

Eso.

Tecnología e imaginación: el genio más allá del milagro

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Aunque haya quien siga llamando a nuestra época la Era de la tecnología, ésta, la tecnología, es consustancial a la historia humana. Sin ella, viviríamos aún en cuevas.

A cada época le corresponde su propia revolución tecnológica.

Sin el telescopio de Galileo en el siglo XVII, y sin la combinación de lentes que ideó Kepler, tal vez, como el propio Kepler, tendríamos que conformarnos en indagar sobre el cielo a partir de su reflejo en el agua.

Para ambos, y muchos inventores más que para el siglo XVIII habían abierto ya la puerta a un tipo de conocimiento más amplio, debemos en buena medida, que el primer novohispano que le dio la vuelta al mundo lo hubiese hecho sin haber salido nunca de su suelo natal. Se llamaba, Carlos de Sigüenza y Góngora.

En este camino se atribuye a Carl Sagan, el gran divulgador norteamericano de la ciencia, la aseveración de que la “imaginación nos lleva a mundos en los que no estuvimos nunca”.

Cabalmente cierto en más de un sentido. Imaginar es una facultad radicalmente humana. Sólo los seres humanos somos capaces de llevarla a cabo.

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Ilustración: H. Rodríguez.

Y con ello, nos ha sido dado, no solamente a recrear lugares no conocidos, sino también idear nuevos objetos y posibilidades para el mundo existente.

Una definición un tanto acartonada, y cada vez más anacrónica, de la tecnología suele describirla como un mero resultado del avance científico.

La tecnología, empero, y lo que representa excede con mucho esa definición que la sitúa cual arista de la ciencia.

Una epistemología de lo tecnológico abre, así, un sendero en el que lo tecnológico, se muestra capaz de desarrollar nuevo conocimiento.

Indiscutible es, pues, el papel que la tecnología juega para alentar la imaginación y, con ello, suscitar a la vida misma de un impulso que rebasa la pura sobrevivencia.

Encarnada en la herramientas, los objetos, que es capaz de producir, la tecnología no es menos la forma visible de lo que alguna vez alguien imagino como algo posible.

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Imagen: Pinterest.

La capacidad misma de soñar con algo, es una forma ya posible de lo imposible.

Todo cuanto existe como producto de lo humano fue, en algún momento, el sueño de alguien, más vale no olvidarlo.

Así, la figura del inventor ha estado ligada de forma históricamente íntima a la del genio. Nadie, quizá, en esa ruta tan fascinante como Leonardo da Vinci, cuyo gigantismo lo hizo además artista.

En el horizonte de lo nacional, o de lo que con el tiempo lo sería, se reconoce en Carlos de Sigüenza y Góngora al primer genio del trasiego que nos llevó de lo novohispano a la construcción de un nuevo país que luego se llamó México.

Historiador, lexicógrafo, “cosmógrafo y catedrático de matemáticas del Rey nuestro Señor en la Academia Mexicana”, como se le reconociese en la sociedad novohispana, Sigüenza y Góngora crea, reflexiona, descubre, discute entre los aportes tecnológicos de su época.

Tan es así que para 1690 es capaz de presentar el libro en el que describe una vuelta al mundo, sin haber salido él, el propio Sigüenza, nunca de la Nueva España.

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Ilustración: Eugene Ivanov.

Bajo el largo título de Infortunios que Alonso Ramírez natural de la ciudad de San Juan de Puerto Rico padeció, así en poder de Ingleses Piratas que lo apresaron en las Islas Filipinas como navegando por sí solo, y sin derrota, hasta varar en la Costa de Yucatán: Consiguiendo por este medio dar vuelta al Mundo. Descríbelos Don Carlos de Sigüenza y Góngora Cosmógrafo, y Catedrático de Matemáticas, del Rey Nuestro Señor en la Academia Mexicana, el gran sabio y genio se vale de la tecnología para contar un prodigio por partida doble.

En el que quizá es el libro con el mayor número de lecturas entre toda su obra, asido de no más que de aquello que la tecnología al servicio de los navegantes y cartógrafos había aportado para finales del siglo XVII, Sigüenza emprende el viaje imaginario que su personaje sufre alrededor de todo el mundo.

Cual motores de la imaginación y las realizaciones humanas, deseo, memoria y necesidad, en un orden que va alterándose sin parar a lo largo de toda la historia de lo humano, dirá Carlos Fuentes, muchos siglos después a Sigüenza.

Llamativo resulta así el que en su origen, Los infortunios de Alonso Ramírez, el nombre corto con el que se conoce el libro de Sigüenza, el volumen estuviese relacionado con las loas que a la aparición de la Virgen de Guadalupe dedicaron los criollos novohispanos.

Un asunto de fe, pues. Un asunto de deseo, memoria y necesidad también.

portada

Pero no menos, un asunto de apropiación de las herramientas tecnológicas disponibles. Una prueba, una más, del modo en que lo tecnológico no solo proporciona un hacer de época, sino también, y por sobre todo, un saber, un imaginar, un desear.

En Sigüenza, el cuerpo y el alma de una nación que, bajo el designio de una aparición milagrosa, el de la Virgen de Guadalupe, patrona del futuro país, comenzaba a asomar.

Un avistamiento de lo que sería nuestra nación.

Nada menos.  

Tecnología y moral: Conectividades solidarias

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Las redes sociales y los dispositivos portátiles son usados a favor de las protestas feministas como armas contra la injusticia.

A mis estudiantes mujeres, llamadas a ser las grandes
protagonistas de la transformación social más importante por venir.
Con cariño y admiración.

En efecto. No es la causa única. Por supuesto. Pero está claro que un motor fundamental de los cambios de visión que, entre una época sobre un hecho, la tecnología es clave.

 La aparición de ciertos objetos, como resultado de la aplicación que sobre ellos se hace del avance en el conocimiento, modifica patrones de conducta, no sólo procesos de producción.

Esos nuevos patrones en las formas ligadas a la economía, como producción, consumo o uso, disparan a su vez maneras de valorar (aceptar o modificar) lo que existe y de relacionarse con ello.

El surgimiento del teléfono en la muy burguesa París de finales del siglo XIX hubo de estar en un principio ligada al deseo de los señores de que sus esposas oyeran la ópera desde sus casas.

Mas, subraya Michel Serres cuando recoge este episodio y reflexiona sobre él, quién iba a decir que más pronto que tarde esas propias víctimas del encierro encontrarían en la idea de colocar esos novedosos aparatos en sus recámaras, la oportunidad para hablar en privado con sus amantes.

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Ilustración: Luis Dano.

Los objetos se inventan para una cosa, pero una vez inventados, la cantidad y hondura de los cambios sociales que pueden producir escapa por completo de su razón primera.

En el muy brillante ensayo que José Morales, de la Universidad Autónoma de Barcelona, dedica a ese texto seminal que en 1922 fue Naturaleza humana y conducta, de John Dewey, el summum de la cuestión queda claramente plasmado en la afirmación: “la moral es social”.

El bien, alumbra Morales citando a Dewey, nunca es dos veces igual. Con lo que el académico busca colocar la historicidad de la moral como centro de una concepción que la comprenda como un proceso social en permanente construcción.

La moralidad no es fija, tal es el precepto central de la revisión que Morales hace sobre Dewey. La moralidad no está hecha, sino que se hace en cada momento (la sociedad se renueva constantemente), no le pertenece al individuo, pero tampoco a las instituciones, alerta.

Concepciones, que son ideas, valoraciones, que son formas de ordenar el mundo, acciones, que son formas de transformar la naturaleza, convergen sobre la presencia (y el uso, claro) de los objetos existentes y aquellos que irrumpen como novedades.

Imposible, en estos términos, pensar en el cuestionamiento a la moralidad (la validez socialmente construida) de mantener la esclavitud en Estados Unidos de a mediados del siglo XIX, sin la aparición de la industrialización y su irrefrenable despliegue tecnológico.

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Ilustración: Pinterest.

Imposible concebir el vuelco que las ideas sobre el ejercicio coital de la sexualidad como decisión individual experimentan, a partir de que los descubrimientos sobre la concepción dan como resultado una pequeña pastilla que evita el embarazo, y que puede producirse (y venderse) a un costo relativamente bajo.

Con estos dos ejemplos en la bolsa, planteé a mis estudiantes de la Universidad, mayoritariamente mujeres en todos mis grupos, si encontraban alguna relación entre el acelerado cambio tecnológico de esta época y la ebullición social que ha significado que millones de mujeres salgan a la calle a decirle basta a la violencia machista-patriarcal.

La respuesta fue apabullante, lúcida y esperanzadora al mismo tiempo. Hemos dejado de sentir que estábamos solas, me dijo alguna, condensando con ello un sentimiento que se expresó de distintas maneras una y otra vez.

Las redes sociales, y los dispositivos portátiles con los que están esencialmente asociadas, se tornaron en el centro de la reflexión de mis estudiantes. Tres elementos, que bien podrían ser dos, sobresalen aquí: visibilización, y construcción de comunidad.

Por una parte, es bien sabido que un elemento presente en los casos de violencia es la manera en que la víctima siente (asume) que propició (de algún modo) el hecho. Por la otra, el sentimiento de vergüenza, soledad e impotencia que el acto de violencia es capaz de suscitar.

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Ilustración: Statics.

Cuenta una de mis estudiantes un caso que conoce. Cuando una chica disparó un caso de abuso físico, otra se sumó y luego otra, y luego otra, y así.

Cada una, que para entonces ya vivían en distintas ciudades, encontró no sólo que no había sido la “única”, sino que en ello se confirmaba en el agresor una conducta tan repetitiva como criminal.

La visibilidad de la conducta del agresor no como “hecho aislado”, que a su vez hace dudar a la víctima respecto a si fue ella la que “lo incitó”, ha encontrado en las tecnologías de la información una caja de resonancia como no había tenido nunca antes.

Al mismo tiempo, ese “black mirror” que de acuerdo a la distopía que la serie ideada por la BBC pudiera representar la tecnología, se torna, efectivamente, en un espejo que teje una red, una colectividad capaz de transitar a la acción.

Creciente y solidaria, visibilizada y amalgamada por la conectividad, se extiende por todo el planeta una (nueva) moralidad inflexible (qué bueno) frente a la violencia contra las mujeres.

Colectiva y conectiva, implacable y solidaria a más no poder.

Sonia Abadi, Pensar en Red

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Se trata de una nueva manera de procesar el pensamiento. De un nuevo modo de tejer aquello que damos por bueno, positivo o con valor.

Un cambio de época es mucho más que un cambio meramente generacional. Las verdades sobre las que se construyó un mundo son desplazadas.

En medio de ello, de este desplazamiento incesante de las verdades conocidas y la forma tradicional de construir los referentes, emerge una nueva figura del mundo y sus significados.

Hace un par de semanas, respondiendo positivamente a una invitación que le hiciera AlfabetizaDigital, Sonia Abadi, la connotada conferencista argentina, compartió con un grupo en México parte de sus ideas sobre esta era.

Médico, psicoanalista, autora de un gran número de artículos, profesora universitaria, Sonia Abadi se ha convertido en un referente central cuando se trata de pensar la era que vivimos desde un mirador distinto.

A no dudarlo, en Abadi aflora una formación tan sólida como amplia. Tanto en lo formal como en lo que ella misma llama esa historia personal, sin la que, dice, es imposible comprender el camino que ha seguido para llegar a las ideas que expresa sobre la realidad que nos ha tocado vivir.

Sonia Abadi.
Sonia Abadi, conferencista internacional, Investigadora en modelos de pensamiento, creadora de Pensamiento en Red.

Sin el amor al teatro, a la música, al baile, sin la disciplina y el conocimiento que la medicina entraña y ese ámbito luminosamente fronterizo que es el psicoanálisis, difícilmente hubiese arribado a la divisa central que expresa su mirada del mundo: pensar en red.

El Pensamiento en Red, que es la expresión que da título al libro seminal de Abadi sobre este tiempo que nos ha tocado vivir, no es algo que surja de pronto. Está ahí, dice la autora, existe en múltiples expresiones de la cotidianidad; el reto es estimularlo.

El desplazamiento clave, pues, está en entender que es el pensamiento lineal, jerarquizado a cual más, repleto de taxonomías y rutas preestablecidas, es uno de los pilares que van cediendo su espacio a nuevos caminos para construir los nuevos paradigmas.

Escribe Sonia Abadi: En ocasiones, cuando nos liberamos de la lógica y dejamos operar a la intuición, percibimos y procesamos con impactante claridad, pero al volver al ámbito del trabajo regresamos al funcionamiento lineal y perdemos lo ganado en esos instantes especiales.

En una suerte de invitación a superar justamente la lógica de los contrarios insalvables. En lugar de eso, lo que se traza es una línea de continuidad en la que el Pensamiento en Red implique incorporar a nuestro modo de percibir y procesar ese otro nivel de comprensión que complementa al pensamiento lineal.

Es claro que Abadi se dirige, y nosotros con ella al escucharla o leerla, hacia los terrenos de lo que ella misma nombra una nueva ingeniería del pensamiento. La capacidad para comprender e incorporar nuevos patrones en la generación de (nuevas) ideas.

Estos patrones cuyo dibujo mental es la red, desde luego, tienen en el concepto de conectividad su eje articulador. Su concepto base.

Quizá la fortaleza mayor del camino que propone Abadi sea, exactamente, la capacidad que ha tenido para plantear un horizonte en el que lo digital pasa de los aparatos, cables, antenas, a los procesos humanos.

Así, cuando Abadi retoma el término conectividad, ella misma ejerce la capacidad para reterritorializar, a favor de lo humano, un concepto que proviene del universo meramente técnico o tecnológico.

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Ilusrtación: Pinterest.

La conectividad, en el plano en el que Abadi nos coloca no se refiere a la capacidad técnica para llevar las conexiones de Internet a territorios cada vez más vastos.

Lo que la pensadora argentina pondrá sobre la mesa es la manera cómo las personas trasladan a su vida, real, afectiva, simbólica, laboral, familiar, a su vida entera, pues, la noción de vivir en conectividad.

Señala, por tanto, que lo notable es que cuando la conectividad está activa en todos los niveles –personal, interpersonal y hacia el mundo–, todo lo nuevo que se incorpora (información, conocimientos) no se dirige sólo al archivo de contenidos, sino que modificará las estructuras mentales procesadoras de las ideas”.

Original y esclarecedor, el universo de pensamiento que propone Abadi es capaz, al mismo tiempo, de advertir que Pensar en Red, supone el reconocimiento de estructuras que existían ya, y existen, en la compleja trama de lo biológico.

En plena era del engreimiento tecnológico, escuchar a Sonia Abadi subrayar cómo desde la ciencia hoy prevalece la idea de que estamos frente a “revelaciones” antes que  “revoluciones”, parece un llamado a la humildad con tintes de imprescindible relativización del ego humano.

La red ya era para el mundo, antes de que la Red modificara para siempre nuestra manera de verlo y habitarlo.

En el exhorto a dejarse habitar por las redes, a ser en ellas y a través por ellas, Sonia Abadi, reclama para este tiempo: creatividad, innovación, manejo de la intuición, humor, empatía. Inteligencias conectivas. Sentido de la vida. Diseminación de lo vital.

Ser capaces de construir un pensamiento “complejo, integrador y original”. El privilegio de aprender a Pensar en Red.

Exhorto monumental, pero en palabras de una mente en red, posible.

A todas luces que sí.


El título de este artículo alude al nombre del libro de Sonia Abadi, Pensar en Red, mismo que se halla disponible para su descarga en el sitio de la autora: www.soniaabadi.com.ar

Un mundo abierto e interconectado

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De la mano de un cambio tecnológico vertiginoso, en apenas dos décadas, el siglo XXI ha transformado la manera en que nos relacionamos unos con otros, y las expectativas de futuro.

Vivimos en y a través de un mundo abierto e interconectado, regido por una globalización; realidad palpable e irreversible, seña de identidad básica del siglo XXI.

En el tránsito de un siglo a otro, de una época a otra, habrá quien siempre asuma la aldea, y la visión aldeana de la realidad, como un refugio.

Como todo parteaguas, la Primera Guerra Mundial ha de ser vista como un acontecimiento entremundos.

Es decir, que en sí mismo significa como la frontera entre un tiempo y otro. Última guerra del siglo XIX, y primera del siglo que ella misma inauguraba.

El desarrollo de la máquina de vapor, el telégrafo, el foco, el automóvil, la pasteurización, la expansión de los ferrocarriles, la sustitución del fiero por el acero, el desarrollo de los explosivos, entre muchos otros avances, marcarán el preámbulo del siglo XX.

Llamada también la primera globalización, la 2ª Revolución Industrial tiene su apogeo justamente entre 1860 y 1914, los años que preceden a la guerra.

Hace tan sólo unos días, el mundo, una parte de él, cuando menos, celebró el año 101 del cese al fuego en la primera gran guerra. 

El conflicto, desarrollado entre 1914 a 1919, y que pudiera haber cobrado la vida de hasta 30 millones de seres humanos, significa en sí, a la par de su sangriento saldo, por haber sido el primer escenario en donde a gran escala la tecnología prueba su condición no neutral.

Conectividad global.
Imagen: Market competition.

De modo premeditado o no, determinar eso no es lo central ahora, el hecho concreto es que la Primera Guerra Mundial se torna en un gigantesco y macabro laboratorio y espacio de prueba para parte del desarrollo tecnológico de la época.

El uso de la tecnología para fines de la humanidad es tan remoto, o más que la propia aparición de la idea, y la posterior concreción, del monumental Caballo de Troya.

Lo singular, sin embargo, en el caso de la Primera Guerra Mundial son dos cosas. La escala, que es tan grande como nunca lo había sido, por un lado.  Y, por el otro, el hondo abismo en el que derivó el vasto optimismo con que los avances tecnológicos registrados entre 1860 y 1913 invistieron la visión de futuro.

La tecnología, se ha dicho una y otra vez, a la sombra de una definición que corresponde a Manuel Castells, no es buena ni mala; pero tampoco neutral.

Hace un año, el 11 de noviembre de 2018, en París, 50 líderes mundiales se reunieron para dar testimonio de la trascendencia del armisticio de Compiègne.

En ese tiempo, el año que transcurrió entre el centenario del Armisticio y la más reciente celebración ocurrida días atrás, más de 400 millones de personas más se conectaron a Internet.

 De acuerdo con lo que se conoce como The Global State of Digital, en 2018 había un poco más de cuatro mil millones de personas conectadas, este número registró un crecimiento superior al 10%.

En el lapso de un año, entre octubre de 2018 y octubre de 2019, el número de usuarios únicos de líneas móviles telefónicas creció en más de 120 millones.

Mientras la población total del planeta creció en apenas 1%, resulta más que notable el incremento superior al 15% que tuvo el uso de redes sociales, a través de celulares, al sumar a casi 480 millones de personas a este tipo de interacción.

Este crecimiento, sin embargo, presenta la misma problemática que muchos otros tipos de bienes y servicios a nivel planetario: la asimetría, la inequidad.

La calidad y costo del servicio sigue colocando a una buena parte del planeta como mero espectador de la Era digital.

Kenia.
Fotografía: El País.

Baste sólo mencionar que en África meridional (Burindi, Gabón, Kenia, entre otros) la cobertura alcanza cuando mucho a un 12% de la población.

Por su parte, en África del Este (Somalia, Yibuti, Uganda, entre otras naciones) la penetración a duras penas llega al 32%.

La paradoja es clara. Ahí donde más se necesitan las telecomunicaciones y el acceso a los bienes y servicios asociados a la Era digital, es donde se encuentran más escasos, de peor calidad y mayor precio.

Sólo puede haber algo peor que quedar anclado en el atraso; el aislamiento. Entrelazadas, ambas condiciones son, sin duda, el anuncio de que el rezago se perpetuará.

En su momento, el Armisticio dio lugar a la idea de que podría sobrevenir un tiempo de paz y progreso.

Entre los Tratados de Versalles y la furia del nazismo, el mundo volvió a la guerra 20 años después.

Las posibilidades del mundo actual residen hoy en el mundo entero. En la capacidad de éste para verse así mismo de ese modo: abierto e interconectado.

El aislamiento es ya de por sí una condena como para que haya quien, desde una visión provinciana, suponga que a estas alturas es una posibilidad para alguna nación.

De tal pretensión, el costo será altísimo; ya se verá.

Cuando la educación se mueve, pero hacia atrás

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Hasta hace por lo menos dos décadas, obligar a un estudiante “mal portado” a quedarse inmóvil, era un castigo común en no pocas escuelas.

Se le mandaba a un rincón y, viendo hacia la pared, se le confinaba a ese doble castigo: la segregación y la inmovilidad.

Mas el castigo, que con el tiempo ha ido desapareciendo casi hasta extinguirse, ha sobrevivido sin problema alguno en su versión de sinónimo de disciplina militar.

Legendarios, por parecer estatuas de marfil intocable, han sido por centurias los guardias reales del Palacio de Buckingham, capaces, se dice, incluso, de no pestañar.

La movilidad es el signo de este siglo. De eso no hay duda. No sería la primera vez, sin embargo, que moverse hiciera a lo conocido transformarse radicalmente.

Cual si no hubiese libertad mayor que la de moverse, se sabe de sobra ya lo que el ir de un lado a otro de los comerciantes que acampaban en las afueras de cada feudo, trajo para la historia.

Aquellos lejanos habitantes de los burgos, las afueras de los feudos, sabemos ahora, constituían en realidad una suerte de protoburgueses, que sin saberlo encarnaron el sentido de movilidad del que siglos más tarde se preciaría el capitalismo.

Movilidad artificial.
Imagen: Depositphotos.

 La movilidad física pasó a ser construida en el imaginario como movilidad social, como posibilidad de romper las cadenas de lo que se ha sido, ser por uno mismo, transitar libremente por las rutas de la escala social.

La movilidad es el signo de este siglo, retomemos. El celular es el elemento consustancial de este fenómeno expansivo.

Llevar con uno el celular a donde se vaya, significa portar, trasladar en el bolsillo, de modo literal, la información del mundo, de muchos modos, el mundo mismo.

En el mundo, según algunos reportes, hay actualmente alrededor de 5 mil millones de celulares, repartidos entre siete mil millones de habitantes.

Tales cifras no alcanzan, como se nota de inmediato, a pensar que estamos siquiera cerca de alcanzar el número mágico de un celular por habitante.

Pero el número no deja de ser trascendente. Tanto porque en el recuento de la población se incluye a menores de 10 años, como porque hay países en los que hay más celulares que personas.

Nueva Zelanda, Australia y España tienen más líneas de celulares que habitantes. En América Latina, en Brasil, hace 5 años, había una población de 200 millones de personas, frente a casi 285 millones de teléfonos celulares.

México no ha llegado a cifra parecida, pero destaca el hecho de que de los más de 80 millones de celulares que se reportan, 3 de 4 sean smartphones o teléfonos inteligentes.

La movilidad no es pues sólo moverse en un sentido literal, sino también el sentido, y velocidad, con la que se mueve el entorno, con la que se pasa de un estado de cosas a otro.

Imagen: LearnUpon.

Así, por ejemplo, la multiplicación de los teléfonos celulares, aunado a las crecientes capacidades de éstos, ha terminado por abrirle una posibilidad inédita a la educación no presencial: el mobile learning.

Nada menor resulta, en este contexto, el desprendimiento del mobile learning, aprendizaje en movimiento, de lo que hasta hace poco tenía en el e-learning, aprendizaje a través de plataformas digitales, la mayor expresión de la educación en línea.

Sofía García Bullé, del Observatorio de Innovación Educativa del Tecnológico de Monterrey, llamaba hace apenas unos meses a reconocer en el m-learning características y desafíos propios en relación con otro tipo de experiencias no presenciales.

Escribe García Bullé: “Un enfoque que aprovecha la tecnología móvil para aprender, viene a poner nuevos retos en materia de educación”, para luego centrar en la combinación entre contenidos, tiempo y dispositivos, las condiciones propias de este aprender moviéndose.

Los contenidos del m-learning suelen incentivar el aprendizaje no formal para obtener habilidades, como inteligencia emocional o resolución de problemas… “su práctica de buscar la flexibilidad en el aprendizaje… de forma que los estudiantes puedan cubrir estas secciones cuándo, cómo y donde quieran”, señala la investigadora del TEC.