De Economía Varia

Del Homo Economicus al Wishful Thinking

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¿De la teoría a la realidad?

Dados los eventos financieros recientes adversos, se ha buscado una explicación económica “científica”, que dé luz sobre las causas que originaron las dificultades y las quiebras de un sin número de instituciones financieras y que, de igual forma, sumieron al mundo capitalista en una gran contracción económica. Tal explicación no parece realmente emerger, en virtud de que la teoría dominante ha sido cuestionada en sus fundamentos, y la llamada inteligencia convencional no parece estar plenamente satisfecha sobre la materia.

Así, desde una buena parte de las esferas de académicos, especialistas y profesionales de los menesteres financieros, se considera que la teoría que ha dominado el pensamiento económico no corresponde válidamente a la realidad.  Al tiempo que la realidad misma prueba chocar con la perspectiva del pensamiento deseado o la ilusión económica (Wishful Thinking) que apelan a ciertos grupos de interés de la sociedad.

Sin duda, la crisis financiera, iniciada en 2008, desenmascaró una visión teórica sobre la economía, que ha resultado insuficiente para explicar cómo opera ésta y por qué produce los resultados que genera. De igual manera, la crisis ha puesto en evidencia la ilusión frecuente que se ha tenido sobre cómo funcionan los mercados y  sobrecómo se comporta realmente el Homo Sapiens en materia económica, bautizado Homo Economicus, desde el siglo antepasado.

El concepto Homo Economicus es una conjetura filosófica que se esgrimió por primera vez en el siglo XIX, esencialmente por John Stuart Mill, para explicar el comportamiento económico del ser humano dentro de la sociedad (economipedia.com/definiciones/homo-economicus.html). La conjura partió del principio de que el hombre económico era una persona racional que pretendía maximizar su utilidad personal en sus decisiones y acciones, al buscar los mayores beneficios posibles para sí con un esfuerzo mínimo.

Tal artilugio permitió, desde la configuración social del liberalismo, explicar el comportamiento individual, que agregadamente, es decir, de la suma conductual de todos los individuos, dio paso a la explicación de una supuesta conducta social racional que permitía entender cómo y por qué la economía operaba como operaba.  De esta manera, per sæcula sæculorum urbi et orbi, por siempre y para siempre en todo el mundo, el Homo Economicus, sin más restricción que su racionalidad e interés, definiría la realidad económica de la sociedad en beneficio último de cada uno de sus miembros. Significando que lo que es en beneficio de uno es en beneficio de todos.

Tal conjetura o artilugio conceptual para explicar al hombre en su acción individual e interacción en sociedad ha sido fuertemente cuestionada desde hace más de medio siglo, tanto desde la perspectiva de la información misma que permitiera tomar decisiones al Homo Economicus, como de su comportamiento a partir de su psicología. De esta manera, relevantemente se cuestionó la limitación instrumental y de capacidad del Homo Sapiens para hacer cálculos, casi permanentemente, de una amplia información, que le permitieran maximizar su utilidad; aún en su integración a las grandes organizaciones, tal como argumentó, Herbert A. Simon, Nobel de economía en 1978.

Con posterioridad, se señaló la existencia de información incompleta o asimétrica, que podría generar mercados imperfectos, es decir, no competitivos, o llevar a decisiones económicamente equivocadas.  Sorprendentemente, tales eventos podrían acontecer, se argumentó, porque algunos individuos e instituciones, al buscar satisfacer sus intereses, tenían acceso a información que no deseaban compartir o poner a disposición de otros. Tales teorías, más pertinentes a la realidad, dieron pie a que George A. Akerlof, A. Michael Spence y Joseph E. Stiglitz obtuvieran en 2001 el premio Nobel en economía.

Más recientemente, el Homo Economicus fue analizado psicológicamente, en lo concerniente a sus juicios, dentro de la ciencia económica, con lo que Daniel Kahneman fue laureado con el Nobel de Economía en 2002. Sin duda, con los estudios de Kahneman se definió, en mucho, la actual corriente de Behavioral Economics (economía conductual), que integra la psicología con la economía para investigar la conducta de individuos e instituciones. Por sus trabajos dentro de esta corriente, en 2017, Richard Thaler ganó el premio Nobel en Ciencias económicas.

La conjunción de psicología y economía ha servido para explicar el comportamiento de las decisiones financieras del Homo Sapiens, pero también ha permitido entender que el entorno social e institucional importa para explicar el comportamiento individual. Así, la racionalidad del Homo Economicus ha terminado por ponerse en su contexto real, siendo científicamente más pertinente la explicación de su conducta y desempeño.

La sociedad importa en la configuración de la conducta económica de sus miembros, no sólo por sus valores, sino también por las restricciones y holguras que le impone en su toma de decisiones y en la prioridad y protección de los intereses en juego. Por ello, las instituciones importan e importan mucho, fundamentalmente en sus fines y gobernanza.

Tal contexto puede resultar contrastante con el Wishful Thinking económico que conlleva a privilegiar el interés particular sobre el general, el interés privado sobre el público; ilusión que lleva a creer que el hombre y el ciudadano actúan en automático para su beneficio, sin considerar el perjuicio de otros, sin tomar en cuenta el interés del conjunto de la sociedad.

Tal ingenua visión, sin la menor duda, terminó por rasgar el tejido social en buena parte de nuestros países y socavar a las instituciones que surgieron con la democracia y el desarrollo económico. El dilema simple es reconstruir a las instituciones, pensando en un pasado que nunca existió o en aquel que sí ocurrió.  En cualquiera de los casos, el reto es imaginarnos y construir valederamente el futuro a partir del presente.

Inteligencia económica: ¿Ausente o de baja calidad?

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A raíz de la crisis financiera internacional iniciada en 2007, durante un informe de académicos en la London School of Economics sobre el desorden de los mercados internacionales, la Reina de Inglaterra preguntó: “¿Porque nadie lo advirtió?” (The Telegraph, 5 de noviembre 2008). Independientemente de la pérdida económica que la crisis internacional significó para las finanzas de la Reina, tal pregunta debió sorprender a propios y extraños.

Sin embargo, la pregunta resultó totalmente adecuada al haber sido formulada ante una concurrencia plena de expertos en los menesteres de la economía.  Expertos que no dejaron de preguntarse por mucho tiempo cómo fue posible no haber previsto la crisis que había sido fraguada durante tantos años, ante la complacencia no únicamente de expertos, sino también de los llamados mercados, autoridades, reguladores, inversionistas, entre otros más.

Pasado lo más álgido de la crisis financiera, se hizo evidente para los expertos que la información económica disponible, desde años antes a 2007, hacía prever mayores riesgos futuros a los habituales y que la conducta de los agentes económicos, especialmente de los bancos centrales, agudizaban tal entorno. Así, ¿información económica disponible no analizada y conducta complaciente podrían haber sido las razones básicas de la crisis? Es decir, ¿la falta de análisis y la ignorancia de los agentes económicos podrían ser una conjetura para explicar la causa de la crisis financiera?

En los últimos años ha resurgido la importancia y trascendencia de la denominada Inteligencia Económica (IE).  Con múltiples definiciones, la mayoría centradas en la información y su análisis, la IE puede ser definida como el proceso de recolección de información y análisis económico del entorno y de las previsiones del mismo.  En el pasado, la IE fue centrada en asuntos de los negocios, en las llamadas oportunidades de inversión privada y hasta en lo concerniente a las razones económicas de las guerras imperialistas. De esta manera, desde hace muchos años, países como Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, entre otros, han establecido Sistemas de IE (SIE) en beneficio de sus intereses económicos; aunque estos sistemas no necesariamente han resultados exitosos.

Hoy, ante los acontecimientos generados por la crisis y ante la globalización de los mercados, especialmente financieros, la IE se ha vuelto tópico de los gobiernos y hasta de la seguridad nacional. Obviamente, en la nueva ola de creación de SIEs las ideas económicas también resultan nuevas o al menos bastante diferentes a las que predominaron hasta bien entrada la crisis, como lo atestigua la posición del Fondo Monetario Internacional (FMI) en el análisis de la misma.

En este trend de cambio y preocupación, el Gobierno de Mariano Rajoy presentó hace unos años un proyecto de Sistema de Inteligencia Económica (SIE) de coordinación público-privado para compartir y analizar información clave para la competitividad y seguridad, especialmente de las empresas (EL PAÍS, 24 de octubre 2014). Iniciativa que debería ser considerada por el futuro gobierno federal mexicano, después de treinta años de una política económica unidimensional y unidireccional, la cual ha generado cuestionables resultados.

Tal necesidad se hace más urgente a la luz del enorme desperdicio de recursos públicos que significó el pasado boom petrolero que experimentó México y a la par conllevó a una creciente deuda pública nacional, de más de 10 billones de pesos.  Ello, además, dentro de la reiteración del socorrido slogan público de que la élite hacendaria nacional ha asumido una política fiscal responsable y de que el país ha crecido sostenidamente gracias a sus buenos fundamentos macroeconómicos.

Al respecto, con la más elemental de las inteligencias, uno se preguntaría si la información económica de México y sus análisis no anulan la absurda complacencia oficial, o al menos si la necia realidad resulta harto diferente a la gubernamental.

De encuestas y estadísticas

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Las encuestas políticas han estado de moda de manera creciente en México desde aquella primera hecha en la campaña de Carlos Salinas. Hoy casi no pasa un día que un medio nacional no presente una encuesta. Se dice muchas veces que los resultados de las encuestas presentadas son a modo de quien las pagan, por interés de buenos resultados de ciertos personajes o pretensos candidatos. De igual forma, el resultado presentado de las encuestas se dice puede inducir a la preferencia política y al voto, en un efecto de horda o manada, por aquello de que se sigue al líder. Aun no siendo así, los resultados presentados de las encuestas en México son sumamente elementales para poder proporcionar información estratégica o inferencial valida. En el mejor de los casos, dan pie a sus recolectores a sacar medias, como medida de centralización estadística simple, cuya representatividad en un universo dado es débil.

Así, la media de estatura de una persona de dos metros y uno de un metro, es un metro y medio. Si decidimos comprar ropa para una persona de metro y medio, sería un craso error. Qué tan representativa es una media así estimada, de un universo más amplio, ello dependerá de la desviación estándar, que nos diría que tan cerca o representativa es la media simple en relación a los datos observados.

Una encuesta es un medio para hacer análisis estadísticos, descriptivos, pero también inferenciales para saber interpretar tendencias, causas y posibles escenarios futuros. Las inferencias nos dicen qué relaciones hay entre un universo y ciertas o características del universo muestral. Por ejemplo, el grado de educación y la potencial preferencia electoral, la región del votante y su selección de candidato, ello sólo a guisa de ejemplo. Aspectos que no parecen ser cubiertos en México con la simple presentación de datos agregados y porcentuales. Sin duda, en este deporte y afición de moda en México, que parecen ser la política y las elecciones, esperemos algún día nuestros “comentólogos” y “opinólogos” tengan presente la ciencia de las elecciones, denominada en inglés psephology. Mientras hay que seguir entreteniendo al respetable, aún en las llamadas redes sociales. Pero también es necesario pagar sus costos.

¿El objetivo de la gobernanza?

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Del interés privado al interés general

Recientemente, el término gobernanza (governance) ha sido usado en diversos ámbitos de la vida económica, social y política en buen número de países, especialmente de habla hispana, siendo un concepto relativamente desconocido en países como México.

En tanto la gobernabilidad (governability) está referida al ámbito político, la gobernanza se refiere al modo, forma o procedimientos bajos los cuales se gobierna la “rex publica” (cosa pública). Así, la gobernabilidad está referida a los arreglos políticos y de sus actores para mantener la estabilidad del estado y de sus instituciones y la gobernanza puede ser conceptualizada como el modo, forma o procedimientos bajos los cuales se gobierna adecuadamente, de acuerdo a diversos intereses y fuerzas sociales e institucionales.

El origen de la expresión governance, aunque de raíces latinas, es inglés, remontándose al siglo XVI. Desde mediados de los 80 del siglo pasado, adquirió importancia en el Reino Unido por la preocupación pública sobre la manera y forma en que son gobernadas las corporaciones (corporate governance).  El impacto internacional seminal del reporte en la materia, dirigido por Adrian Cadbury, generó un nuevo campo de análisis sobre el gobierno de las empresas, según su board (consejo), Chairman (presidente) y el Chief Executive Officer (director o gerente general), y su relación con el sistema de financiamiento, sistema legal, rol de los sindicatos, entre otros varios aspectos.

El corporate governance –llamado en México “gobierno corporativo (sic)”– adquirió relevancia mundial a principios del milenio, por los escándalos financieros de Enron, WorldCom, sólo por señalar dos empresas financieramente problematizadas de gran tamaño, entonces, de Estados Unidos. Lo que comenzó siendo netamente un asunto interno y esencialmente privado de las corporaciones (corporate governance), en el que se identificaron dos intereses contrapuestos, el de los gerentes (agent) y los dueños (principal), evolucionó involucrando a los stakeholders (otros interesados), para terminar en una cuestión de interés público y cómo éste debe ser tutelado por el estado.

En este devenir, el concepto de gobernanza ha sido promovido por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, entre otros organismos internacionales, a partir de definiciones prescriptivas o de orientación de la acción gubernamental y de las políticas públicas en consideración a los intereses generales y no sólo a los intereses privados. El Banco Mundial define la gobernanza como el ejercicio de la autoridad política en el uso de los recursos institucionales para manejar o administrar los problemas y asuntos de la sociedad.  En tanto el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) establece la gobernanza como la manera en que el poder es ejercido en la administración de los recursos sociales y económicos para el desarrollo. La gobernanza es definida por la Comisión de la Unión Europea (UE) como un conjunto de normas, procedimientos y prácticas relativos a la manera en que la UE utiliza los poderes que le otorgan sus ciudadanos, para la formulación y aplicación de políticas públicas más eficientes y coherentes, que permitan establecer vínculos entre las organizaciones de la sociedad civil y las instituciones europeas y hacer más eficaces las políticas, para acercar las instituciones a los ciudadanos.

De acuerdo a lo anterior, la gobernanza es indiscutible que involucra de manera directa la acción del gobierno, tanto en materia de sus políticas, como de la propia administración pública. De igual forma, que comprende los intereses de la sociedad y concierne a la democracia, aspectos que cada día son más reclamados por los ciudadanos, frente a la indignación social que avasalla a buen número de países, entre ellos a México.

En virtud que los intereses privados y generales están involucrados intrínseca y explícitamente con diversa intensidad según de las actividades económicas y sociales de que se trate, la gobernanza puede tener una profundidad diferente en cada caso específico. En el mismo sentido, que es altamente posible que las decisiones políticas puedan establecer un sistema de gobernanza que no corresponda razonablemente a los intereses generales en juego y a garantizar la gobernabilidad.

Así, un gobierno puede desregular ampliamente actividades con alto riesgo para el interés general, como serían los bancos. En contraste, es posible que al mismo tiempo mantenga una regulación que garantice una estructura de mercado relativamente oligopolizada, como serían los servicios de televisión o comunicación telefónica.  El dilema de si se gobierna de acuerdo al interés general o si se considera de mayor relevancia el interés privado, de grupo, gremial, o de poderes facticos es un asunto de la gobernanza, pero también de la participación de la sociedad.

Para elucidar qué, cómo y para quién opera un determinado sistema de gobernanza es necesario contar transparente y oportunamente con la información que permita conocer a la ciudadanía en bien de quién se gobierna, o dicho de otra manera a favor de quién no se gobierna. Sólo con la información adecuada la sociedad puede exigir la rendición de cuentas (accountability) y hacer que el sistema de gobernanza provea lo que prescriptivamente se esperaría.

No hay necesariamente una gobernanza buena o mala, sino una gobernanza que cumple o no con los objetivos y fines que constitutiva y enunciativamente le dan origen y vida. Es posible que perversamente se ofrezca la persecución de un fin y se busque realmente otro, o se prometa un resultado y se logre otro totalmente opuesto. En cualquier caso, una gobernanza sostenible debe ser coherente, eficiente e incluyente.  La coherencia sería relativa a la correspondencia entre medios y fines.  La eficiencia manifestaría la relación de recursos y resultados.  La inclusión sería una condición no sólo en términos de la participación ciudadana, sino también de garantía de que ésta se identifique y participe en el ejercicio del poder gubernamental para atender a los diferentes intereses de manera consistente, es decir en tiempo y en intensidad.

Hoy, pareciera que el gobierno (agent) se resiste a servir y atender el bien de la ciudadanía (principal), bajo el pretexto velado de que el bien privado debe ser privilegiado. La sociedad casi globalmente reclama un nuevo pacto social, un new deal, para que el estado retome el tutelaje de los intereses de la sociedad, así como de la garantía fiduciaria que para sus bienes y posesiones debe brindar.

En México al menos sucede lo que bien decía el viejo maestro de economía de Cambridge: “[ ] los principios del laissez-faire (dejar hacer, dejar pasar) han tenido otros aliados, además de los manuales de economía”.

La utopía ciudadana: ¿irrupción política?

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A partir de la crisis financiera y económica iniciada a fines de 2008 por las hipotecas chatarra en Estados Unidos (subprime), que pronto se esparció a nivel internacional, surgieron demandas ciudadanas para paliar sus efectos sociales adversos sobre una gran mayoría de la población. Tales demandas, inicialmente orientadas a proteger el derecho de los ciudadanos a la vivienda frente a las instituciones financieras, rápidamente migraron a temas relativos a la igualdad, la justicia y, finalmente, al controvertible desempeño de las instituciones políticas y jurídicas.

De la necesidad de la protección inicial de los derechos sociales, los reclamos se decantaron a gran velocidad hacia las acciones políticas destinadas a proteger a los ciudadanos. Así surgieron emblemáticamente movimientos ciudadanos como “occupy” en Estados Unidos, “Podemos” en España y otros más con claros matices militantes, como Syriza en Grecia. Los movimientos terminaron en varios casos desafiando al poder político instituido, como única vía para lograr que el Estado asumiera sus obligaciones constitutivas con los ciudadanos.

Hoy tal reclamo de la ciudadanía al Estado y al gobierno se ha hecho evidente en los países en desarrollo, especialmente en América Latina, como resultado de una ancestral violencia, corrupción e impunidad, sin dejar de lado las demandas de oportunidades de empleo e ingreso en la región. Por lo que es claro que los ciudadanos en estos países hubieron emprendido abiertamente una lucha contra la actuación de sus gobiernos antes que los desatados por la crisis internacional en los países desarrollados.

En una perspectiva histórica inmediata, los ciudadanos de Estados Unidos, Reino Unido y algunos países de Europa, irrumpieron activamente en la vida pública para reclamar derechos más allá de los elementales, para que el Estado cumpliera sus obligaciones sociales. En tanto en países como México las demandas ciudadanas han sido por la garantía de la vida, la seguridad e igualdad frente a la ley, la protección del patrimonio y el goce y usufructo del producto del trabajo. En esta perspectiva y dinámica es dable inscribir movimientos ciudadanos en otros lares por la búsqueda de la democracia representativa y la lucha por los derechos humanos básicos.

En tanto en los países pobres el ciudadano demanda al estado garantías elementales, como los derechos humanos de primer orden, en los países ricos se reclaman derechos humanos de orden superior, como la salud, la vivienda, el derecho a la recreación y el desarrollo. Así, hoy es posible decir que, en su devenir social y político, el mundo es recorrido por la “utopía ciudadana”, que exige el cumplimiento de obligaciones del “soberano” que fueron pactadas, explícita e implícita, para la constitución del Estado mismo, con la entrega inicial de los ciudadanos de parte de sus derechos individuales. Tales obligaciones se fueron ampliando con el desarrollo del estado moderno, a la par de la entrega de más derechos por parte de la ciudadanía y sus colectividades, relevantemente derechos familiares, comunitarios y económicos.

Mucha agua ha corrido desde la justificación original del Estado al servicio de los ciudadanos y del convenio de ambas partes, desde la desaparición de la figura “divina” del rey, el control de la justicia, el combate al carácter autoritario del poder, hasta la lucha por el pleno desarrollo de la sociedad y el ciudadano. Tiempo ha pasado desde Hobbes, con el Leviatán, cuando el hombre en su Estado natural colectivamente decide entregar parte de sus derechos para crear una instancia que le garantice la vida; pasando por Locke, con la coacción judicial del gobierno civil para garantizar derechos; a Rousseau en su Contrato Social, como realidad política de los ciudadanos; hasta llegar recientemente al Estado Moderno del bienestar, antes de que emergiera la lucha presente por una nueva utopía; la utopía ciudadana.

Con esta utopía, ante los hechos y el malestar social urbi et orbi, la sociedad occidental reclama hoy que el Estado establezca un nuevo pacto social para que vuelva a servir al ciudadano. La utopía parece simple, pero lleva al riesgo de que termine siendo enajenada por los partidos políticos para conducir a los ciudadanos hacia posiciones radicales ciegas y cómodas en el corto plazo, pero desastrosas y hasta sangrientas en el mediano y largo plazos.

Así fue en Europa en las primeras décadas del siglo pasado, así amenaza poder ser de nuevo en parte del viejo continente y aún en Estados Unidos. La utopía ciudadana convulsiona a las instituciones políticas y a las organizaciones democráticas que les dan sustento, después de haber privilegiado el interés particular frente al interés general de la sociedad.

Son los partidos políticos, constituidos o por constituirse, no alienados de los ciudadanos y dispuestos a servirles, quienes están llamados a ser los protagonistas del cambio social del siglo XXI. Cambio que toca las puertas del sistema capitalista actual, reclama la ciudadanización de instituciones políticas y gubernamentales, afecta a países pobres y ricos, en los ciudadanos están activamente presentes. Así como el hombre y el ciudadano crearon a sus instituciones políticas y sociales para su seguridad y bienestar, así les es dable cambiarlas si los hacen infelices y terminan sirviéndose de ellos.

La reconstrucción de la vivienda: ¿Del desorden a la miopía?

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Los sismos experimentados en el mes de septiembre causaron estragos en edificaciones públicas y privadas en la Ciudad de México y en diversos estados del Sur-Sureste del país, incluidos Puebla y Morelos.  Sus efectos destructivos se han hecho mayormente evidentes por las viviendas afectadas y por sus consecuencias directas sobre la vida de miles de familias, así como en el entramado social cotidiano de zonas urbanas y rurales.

Más allá de las acciones públicas inmediatas emprendidas para atender emergentemente a la población afectada, es evidente que ha prevalecido un desorden institucional entre los tres órdenes de gobierno, federal, estatales y municipales, para emprender la “reconstrucción” de las viviendas afectadas.  Esto hace considerar un posible desperdicio de los escasos recursos públicos anunciados, de apoyo una falta de tipificación de las viviendas afectadas y de su localización geográfica, así como un claro desconocimiento de las consecuencias económicas adversas del efecto destructivo experimentado. Por lo que las políticas y acciones de reconstrucción podrían llevar a resultados perversos y no esperados, en un ambiente de crispación social que persiste en el país desde hace años.

La falta de coordinación entre los tres órdenes de gobierno queda en evidencia con el simple repaso de las acciones enunciadas en Chiapas, Oaxaca, Morelos, sólo por listar los estados más representativos.  Tales acciones no parecen tener una unicidad de dirección y contrastan claramente con las medidas dadas a conocer para la Ciudad de México.  De esta manera, para los afectados en la Ciudad de México se ofrecieron apoyos hasta por dos millones de pesos, en tanto que en Chiapas se dio a conocer un monto de ciento veinte mil pesos en ministraciones para los beneficiarios a lo largo de los próximos meses. Más grave aún, en el caso de la Ciudad de México se ofreció que los beneficiaros únicamente pagarían intereses anuales de 9%, durante un periodo de hasta 20 años, del capital total que proporcionado a los afectados.  Este tratamiento económico y financiero resulta a todas luces discriminatorio contra la población de las zonas más pobres del país.

Sin duda, la mayor afectación física de viviendas ocurrió fuera de la Ciudad de México, especialmente en los estados de Chiapas, Oaxaca y Morelos. De igual manera, es de esperarse que el mayor número de viviendas afectadas haya sido aquellas que fueron edificadas bajo el sistema de autoconstrucción. Estos hechos, de ser ciertos, deberían llevar a procesos de reconstrucción técnicamente diferenciados, de acuerdo a tradiciones, costumbres y condiciones geográficas.  Lo que no necesariamente es base para la discriminación en materia del capital a ser resarcido.  Principio de subsidiariedad general que debería ser honrado por el gobierno federal, por el bien de los afectados y en justicia de la atención particularmente del Sur-Sureste del país.

Desde el punto de vista económico, la “reconstrucción” de la vivienda, como se ha denominado la atención de la “morada” de los particulares, es una inversión.  Esta inversión, según el caso, se debería destinar a la reposición, cuando la afectación extrema de la vivienda la hace inhabitable; la reparación, cuando pueda ser recuperada la vivienda original; y finalmente el mantenimiento y la conservación, para la atención menor de la vivienda en su adecuado uso y servicio.  Un concepto más de inversión sería la relativa a la ampliación de las viviendas; lo cual pareciera ser un caso remoto para lo que hoy se vive en México.

Bajo esta identificación del posible gasto directo de la “reconstrucción” de la vivienda, habría que agregar otros gastos para la provisión de servicios públicos, de ser el caso, como agua, pavimentación, energía eléctrica, entre otros. En general, ambos tipos de gastos son netamente de capital o de inversión, por lo que deberían ser amortizados o depreciados a lo largo de un amplio periodo de tiempo y asociados a su esperado efecto multiplicador, en empleo y producción, sobre el conjunto de la economía.  Hecho, este último, que difícilmente se visualiza en el “matra” de la burocracia política federal.

Así, la “economía convencional de la vivienda y la investigación económica virtualmente ignora las interacciones con la macroeconomía” (Leung, 2004).  En contraste, convencionalmente, la construcción ha sido considerada por los economistas, como una “actividad motriz” (Schultze, 1965), dado que encadena una demanda de insumos y servicios de otras actividades productivas (Viernes 21 de junio de 2013, El ciclo económico de la vivienda y la crisis financiera, El Semanario). De la misma manera, la vivienda tiene un comportamiento asociado al ciclo económico general, con una expansión y contracción que pueden durar hasta treinta años, influidos, además, por los cambios en población, disponibilidad de créditos y viviendas vacantes. Así, es reconocido que la vivienda constituye una parte significativa tanto de la riqueza como del gasto de las familias.

En el caso de Estados Unidos (USA), hace una década la cuenta del PIB en vivienda (housing GDP accounts) representaba 16.3% (Based on National Income and Product Accounts, 1/27/06, USA), del total de todos los bienes y servicios producidos en un año nacionalmente.  Tal porcentaje del PIB explicaría por qué para fines de los años ochenta se estimaba que la vivienda constituía 50% del capital del país (Buckley, 1989).  Dicho de otra manera, la mitad de la riqueza del vecino país se acumulaba en la vivienda.

En el caso de México, la vivienda ha sido estudiada mayormente desde el punto de vista social, considerándosele para fines del PIB como un componente más de la construcción, con una clara subestimación de su importancia económica. En México no existían mediciones adecuadas de la importancia macroeconómica de la vivienda hasta la realización, en 2006, de un estudio del INFONAVIT que evidenció que el gasto (consumo e inversión) de las familias en vivienda en 2000 fue 11.9% del PIB, en tanto representó 11.3% y 10.8% en el 2002 y 2004, respectivamente.

Más recientemente y a raíz del estudio del INFONAVIT, el INEGI dio a conocer que en 2012 la vivienda, como actividad económica medida en una cuenta satélite que permite captar entrecruzamientos económicos sectoriales, equivalía a 14.1% del PIB, imputando el pago de alquiler, e involucraba, por lo tanto, más 3 millones de empleos generados. Estas cifras evidencian la importancia económica nacional y regional que es de esperarse genere la “reconstrucción” de la vivienda, tanto por la demanda directa de insumos, como por la generación de empleo.

Ante la importancia social y económica de la vivienda, muchos desearíamos que nuestros funcionarios vean más allá de la emergencia y la “reconstrucción” física y tengan una visión estratégica, integral y equitativa para atender a nuestros compatriotas en estas horas bajas que vive México y que se ya prolongan por varios lustros. Siempre reconstruir, dice la sabiduría popular, es más difícil que construir; ojalá y no sea el caso para este país.

Del interés general al interés particular: ¿La crispación social?

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Históricamente, desde el punto de vista de la filosofía política, el interés general y el interés particular se consideraban relativamente irreconciliables. Ello, aun cuando la razón del Estado, desde la visión de Hobbes en el Leviatán, imponía que los ciudadanos entregaran ciertos derechos al soberano para que les garantizara individualmente derechos relativamente elementales, como el derecho a la vida. Así, en un signo de “contrato social”, el interés particular debería relativamente subordinarse al interés general.

Es hasta Adam Smith, el Adam y el Smith de la economía, que se argumentó trascendentemente que persiguiendo el interés individual era posible lograr el interés colectivo, gracias a una mano invisible operando a través del mercado. Es así como los economistas y filósofos de aquel tiempo encontraron una conjetura para pregonar la relevancia del mercado, sin mayor interferencia del soberano, como la “Deus ex machina” que permitía reconciliar el interés general de los ciudadanos con el interés particular de los individuos, el interés público frente al interés individual.

De esta forma, la conjetura de la trascendencia del mercado, “enajenado” de la sociedad, terminó gobernando a la colectividad misma y a los individuos que le dan origen, para hacer posible que el bien colectivo fuese alcanzado por la vía de la persecución del propio bien particular. El mercado, así concebido, no sólo implicó teóricamente un asunto mercantil y económico, sino también un valor esencialmente moral, que el estado debería respetar.

El mercado, producto esencialmente de la interacción económica entre los propios individuos, se presumió como la máquina divina que socialmente permitía reconciliar los intereses que hasta entonces se estimaban contrapuestos. Además, se supuso que cualquier distorsión de la operación del mercado y de su implícita mano invisible podría ser corregida per se, por lo que no requería mayor intervención externa o ajena al mercado mismo, so pena de afectar negativamente el principio moral del interés particular y, consecuentemente, del interés general.

Tal visión existencial de la máquina divina del mercado permeó filosóficamente hasta convertirse en la esencia de la agenda y acción política que sustentaría la expansión capitalista del siglo XIX, lograda sin freno ni cortapisas. Bajo este principio la ciencia economía se desarrolló hasta bien entrado el siglo XX, independientemente del daño económico y existencial que generó a la mayoría de los individuos de las economía capitalistas en beneficio de una minoría capitalista y a pesar de crisis recurrentes que pusieron en tela de juicio la pertinencia social de la filosofía del laissez faire, laissez passer, es decir, del “dejar hacer, dejar pasar”.

Keynes presentó su “Fin del Laissez Faire” (1926) posteriormente al fragor de una Europa que se había desangrado en una lucha armada estimada ingenuamente irrepetible. Lo hizo en un decadente ambiente imperialista, cuya escala mundial había hecho que el comercio mundial de principios del siglo XX, tuviera un volumen equiparable al de un siglo más tarde, en plena globalización moderna. Ambiente especulativo y sin freno financiero que en muy pocos años generaría la Gran Depresión económica global, que afectaría en empleo y miseria a millones de ciudadanos, para convertirse en el preámbulo de la Alemania hitleriana.

Keynes vislumbró la necesidad de un cambio en la teoría económica a partir de nuevas ideas que dieron pie a la acción del Estado y el gobierno sobre el mercado, para privilegiar el interés general sobre el interés particular. Keynes hizo el magno aporte con su obra The General Theory of Employment, Interest and Money (1936), con una lucidez digna de un hombre erudito y sabio, forjado en la más pura tradición científica británica. Tal cambio, finalmente filosófico y político, ayudó a instrumentar medidas gubernamentales que pudieron atemperar la intermitencia de las crisis económicas y posibilitó instaurar, después de la segunda Guerra Mundial, la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM).

Como resultado de las ideas de Keynes surgió un nuevo capitalismo por el que el mundo vivió una larga etapa de prosperidad nunca antes vista, al poner la acción pública, como garante del interés general, en el centro de la agenda política y económica. Después, en una suerte de regreso de los tiempos, a partir de la década de 1980, el dogma del laissez faire, laissez passer se fue imponiendo con mayor ímpetu que en el pasado para dar preminencia al interés particular sobre el interés general. El regreso del pasado fue asociado discursivamente con el Nuevo Liberalismo.

El retorno del paradigma del libre mercado fue engendrado desde la máquina de la educación, especialmente de las escuelas de economía, avasallando adversamente la condición social de los países desarrollados, no sin antes haber hecho más frágiles y miserables a los ya de por sí empobrecidos países como México. La improcedencia del llamado libre mercado para compaginar el interés general con el interés particular se puso una vez más de manifiesto con la crisis económica, a escala mundial, iniciada a fines de 2008.

Desde entonces, el empleo y, consecuentemente, las condiciones de vida se han visto demeritados en la mayoría de los países desarrollados y en buena parte de los países emergentes. En tanto, las medidas financieras y monetarias aplicadas para atender la crisis han agudizado la precarización de los salarios, acrecentado la mala distribución del ingreso y la crispación social. Hechos que han llevado a buscar vanamente las causas de las crisis en moradas más allá del mercado y en prevalencia actual del interés particular sobre interés general. En tal promoción, los intereses del capital oligopolístico y financiero, así como el de los gobernantes en turno no han estado ausentes.

En el contexto de la crisis económica mundial y local, que pretende ser paliada financieramente, bien vale la pena recordar lo dicho entonces por el maestro de Cambridge. “No hay ningún partido en el mundo, en el momento actual, que me parezca estar persiguiendo objetivos correctos por medio de métodos correctos. La pobreza material proporciona el incentivo para cambiar precisamente en situaciones en las que hay muy poco margen para la experimentación. […] Necesitamos una nueva serie de convicciones que broten naturalmente de un sincero examen de nuestros propios sentimientos íntimos en relación con los hechos exteriores.”

¿Cuánto más habremos política y socialmente de pagar los ciudadanos por continuar con un dogma que cada vez se aleja más de toda razón moral y económica? ¿Hasta cuándo la máquina de generar pobreza y miseria dejará de ser retroalimentada por las acciones públicas, validadas con la ceguera política de los ciudadanos? ¿Cuánta más pobreza y crispación social habrá de ser generada, antes de atender los derechos básicos y sociales de los ciudadanos?

Más allá de estas preguntas, no hay duda que está en ciernes un nuevo final para el viejo laissez faire, laissez passer, aunque los doctores de la fe se atrevan aún a negarlo y luchen políticamente por mantenerlo. Esperemos que, más que temprano que tarde, los ciudadanos se lo hagan entender a los gobernantes, aunque ello sea producto de una emergencia.

Los tiempos de hoy y los dogmas del ayer

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La crisis financiera y económica en curso ha engendrado un mundo diferente.  Al menos diferente al que conocimos hasta principios del siglo XXI.  Las ideas económicas, las doctrinas políticas, el quehacer gubernamental y las acciones públicas están en debate, en una clara contradicción con la realidad y las aspiraciones de grandes núcleos de la sociedad. Para constatar esta situación bastaba, desde 2008, leer los encabezados de los medios de comunicación internacionales. En algunos casos se enfatizaban los problemas económicos imperantes y su afectación negativa sobre los servicios sociales básicos. En contraste, en otros medios ponderaban inicialmente la consolidación y expansión económica y social de países emergentes, así como el riesgo de su afectación por la crisis internacional. Hoy sorprende para muchos la emergencia del nacionalismo en los países desarrollados, el rechazo a los migrantes y francamente el racismo imperante.  De igual forma, asombra que la relativa regresión económica y social en marcha en los países emergentes, especialmente de América Latina, sea acompañada con la disputa política entre las izquierdas y derechas criollas.

El presente histórico se quiso explicar primariamente desde la perspectiva de eventos más cercanos a la microhistoria –como podría identificarse a la caída del Muro de Berlín‒ y a las acciones políticas voluntaristas –tal como se asignarían los excesos de la política fiscal (gasto e impuestos) de Bush, los ofrecimientos bondadosos y gratuitos de Obama y más recientemente al shock del Brexit y la histeria de acción política de Trump‒.  Obviamente tales explicaciones oscurecen la mera explicación sustantiva de la realidad, que debería quedar en el reino de las ideas y las acciones por ellas desatadas, desenmascarando, así, consecuencias de impulsos individuales y colectivos. Únicamente una visión agregada y relativamente simple en su lógica puede ayudar a entender lo que ha pasado y lo que es previsible que pase. De otra forma, seguiremos perdidos en nuestras elucubraciones, recorriendo incansablemente el pequeño islote en el que deambulamos con nuestros pesares.

En 1926, el ensayo El Final del Laissez-Faire (“dejar hacer”) de John Maynard Keynes fue publicado como opúsculo, basado en su conferencia pronunciada en Oxford, en noviembre de 1924, y en una conferencia dictada por él en la Universidad de Berlín, en junio de 1926.  Dijo Keynes, al principio del opúsculo que: La disposición hacia los asuntos públicos, que de modo apropiado sintetizamos como individualismo y laissez-faire, tomó su alimento de muchas y diversas corrientes de pensamiento e impulsos sentimentales.  Durante más de cien años nuestros filósofos nos gobernaron porque, por un milagro, casi todos ellos estuvieron de acuerdo o parecieron estarlo en esta única cosa.  A continuación, agregó: se percibe un cambio en el ambiente. Sin embargo, oímos confusamente las que antaño fueron las más claras y distintas voces que siempre han inspirado al hombre político.

A partir de tales premisas implantadas filosóficamente después de la Primera Guerra Mundial y antes de la Gran Depresión del 29, Keynes desgranó visionariamente el devenir de una etapa del sistema capitalista que estaba agotado en sus ideales, marcha y resultados generales. Etapa que había sido conformada en sus ideas desde finales del siglo XVIII, hecha realidad por la instrucción académica, los políticos y la sociedad, y en la que se puso al individuo en el centro del contrato social establecido.  Mucho habría que recorrerse, según el discernimiento de Keynes, para que desde la discusión de las ideas se llegara del principio individual hasta el principio de la igualdad colectiva. Ése sería el tránsito final de Hobbes, con su aserción establecida en el Leviatán de que “el hombre es el lobo del hombre”; del Contrato Social de Locke, referente al disfrute y seguridad de la propiedad del individuo; pasando por Hume, hasta llegar a Rousseau en su Voluntad General.  Así se arribó finalmente a la aceptación del principio de la felicidad individual dentro del ámbito de la felicidad colectiva.

Sin embargo, en la realidad y en la vida práctica tal principio supuesto de armonía entre el yo y los demás, llevaría a una tensión permanente entre el interés individual y el interés colectivo, específicamente en el goce del bien individual y el bien colectivo. ¿Cómo hacer compatible y armónico lo que desde la naturaleza del hombre conlleva indefectiblemente al enfrentamiento con sus semejantes, hasta el riesgo de su propia vida? Tal dilema resuelto por Hobbes en la instancia del propio hombre, con la unción del soberano al asumir derechos que le concederían los propios hombres, con la premisa de la garantía de su vida; ofrecimiento y obligación pública que Locke extendería a la seguridad y goce de la propiedad del individuo. Pero en ambos casos y en los siguientes establecidos hasta Rousseau, la salvaguarda del bien general seguiría sometido al interés finalmente individual al menos del soberano o al de un conjunto de individuos, aun cuando hayan sido electos democráticamente.

Tal contradicción quedó aparente y finalmente resuelta en la propia instancia del individuo sin ser necesaria la participación del soberano, al proclamarse desde el terreno de los economistas que, como señala Keynes: ¡Supone que por la acción de las leyes naturales los individuos que persiguen sus propios intereses con conocimiento de causa, en condiciones de libertad, tienden siempre a promover al propio tiempo el interés general! Asimismo: a la doctrina filosófica de que el gobierno no tiene derecho a interferir, y a la doctrina divina de que no tiene necesidad de interferir, se añade una prueba científica de que su interferencia es inconveniente.

Es a partir de esta concepción del individuo y la sociedad emergió el mercado per se, sin interferencia del soberano, como la deux machine, resolviendo la contradicción entre el interés individual y el general.  De esta manera, El principio del laissez-faire había llegado a armonizar individualismo y socialismo […].  Tal supuesto, después complementado con el de laissez passer (dejar pasar), habría de consolidarse públicamente ante la corrupción e ineficiencia de los gobiernos del siglo XVIII, en un ambiente de auge y riquezas que hacían reiterar que el progreso y la bonanza serían mayores sin la interferencia del gobierno.  Era, entonces, el momento de probar y pugnar por un cambio que permitiera el “dejar hacer” a los individuos, distintivamente el de aquellos más hábiles y sagaces para buscar su bien individual que ayudaría a lograr un mayor bien colectivo.  Dijo Keynes: Los filósofos y economistas nos dijeron que por diversas y profundas razones la empresa privada sin trabas había promovido el mayor bien para todos. ¿Qué otra cosa hubiera podido agradar más al hombre de negocios?

Tales conjeturas fueron más allá de lo inimaginable, al asociarlas a los más aptos, a los más capaces, por lo que en una prosaica visión darwiniana la mayor búsqueda eficiente del interés individual llevaría a un mejor bien colectivo o general.  Sin embargo, tales conjeturas explícitamente nunca estuvieron asociadas al razonamiento científico, estrictamente hablando. Los economistas y especialmente Adam Smith brindaron sólo un pretexto para una “agenda” política deseada por los hombres de negocios y los representantes políticos de sus intereses; agenda que moralmente fue permeando en amplios sectores de la sociedad.

Por ello afirmó Keynes que: La frase laissez-faire no se encuentra en las obras de Adam Smith, Ricardo o Malthus. El laissez faire fue apelado desde fines del siglo XVIII contradictoriamente por los fisiócratas franceses, en su visión de la igualdad individual y colectiva. El término fue permeando, a partir de su arribo a Inglaterra, subrepticiamente en los manuales de economía, sin presentársele explícitamente como supuesto que permitía simplificar las teorías económicas, para fines de exposición y de elegancia expositiva.  Sarcásticamente, apuntó: En pocas palabras, el dogma se había apropiado de la máquina educativa; había llegado a ser una máxima para ser copiada. La filosofía política, que los siglos XVII y XVIII habían forjado para derribar a reyes y prelados, se había convertido en leche para bebes y había entrado literalmente en el cuarto de los niños.

Finalmente ello habría de desembocar en apetencias desmedidas de riqueza y dinero fácil y en una Gran Guerra Mundial al inicio del siglo XX, cuyos costos y consecuencias posteriormente habrían dado pie a los nacionalismos económicos y al racismo. Tal devenir parece no ajeno a las realidades de hoy, aunque pretendamos la anécdota del caso, más que la explicación racional y agregada. Al fin que normalmente pueblos claman por soluciones fáciles y culpables obvios.