En plena efervescencia de la producción de contenidos originales para plataformas streaming (Netflix, Prime video, Blim, Claro, etc.) y los cambios que se le exigen a la televisión tradicional, hoy surgen con más fuerza algunos cuestionamientos fundamentales como el del encabezado.
Independiente de formatos, ¿en qué se diferencian los contenidos del influencer más seguido de las redes sociales en México y el de una nueva serie, o incluso una telenovela producida hace más de veinte años y que vuelve al aire con alta sintonía?
En un punzante artículo de julio pasado para Vanity Fair, Juan Sanguino disparaba a propósito del estreno de la versión cinematográfica de Cats: “¿Por qué el cine comercial actual está más empeñado en impresionar que en emocionar?” Y que conste que lo hace un Hollywood que, aunque cambiante, no ha dejado atrás la bonanza y el liderazgo.
¿Impresionar antes que emocionar? Un replanteamiento para cada centro de producción mexicano que aún no han atinado con el rumbo de la nueva era de la ficción dramática serializada, que ha cambiado el tablero del juego mundial de la producción, ahora con actores de ubicaciones y culturas lejanas, que aprendieron y “tropicalizaron” formatos que otrora coronaron a México, como la telenovela.
En la industria mexicana se ha descuidado y desatendido la base fundamental de la pirámide: la calidad del relato. Permitimos deslumbrarnos con el artificio de la novedad ornamental y de renombrar formatos, de la pirotecnia tecnológica y la tendencia del instante; nos olvidamos de aprender del legado (con sus aciertos y sus errores) de quienes nos han antecedido para volver a las bases, y desde ahí, innovar.
Una historia bien contada no sólo puede surcar territorios insospechados como Rusia (Los ricos también lloran, 1979), sino que resiste el paso del tiempo, y queda en el corazón y la memoria emocional de las audiencias. Eso también es un valor agregado a la rentabilidad de un título y una marca. Todo lo demás es la “forma” que debe estar en función de este núcleo.
Cierto es que en la actualidad, el que un televidente promedio elija un título de otro (tan sólo considerando la oferta de una sola plataforma), depende en gran medida de la promoción, ubicación y énfasis que se le dé sobre de otros, que probablemente sean de mejor calidad.
El contenido requiere ineludiblemente de esa “forma”, pero si no está resuelto lo primero, que es el contenido de calidad, la estructura resulta inútil. Los videos de un influencer (por muy visto que sea), resultan por lo regular olvidables y pasajeros, y no necesariamente hacen industria porque carecen de una estructura (sistema de producción, promoción, distribución).
Por ejemplo, los números de audiencia ponen más que de manifiesto que la televisión mexicana, si bien debe diversificar su oferta de ficción, tiene que volver a confiar en su producto estrella: la telenovela. Naturalmente con un nuevo entendimiento del negocio, del proceso y la calidad de la producción y su distribución, pero siempre partiendo por la (re)ponderación del valor creativo.
Sí, el contenido es el rey, pero éste no puede operar el reino solo. En una industria esencialmente creativa, el orden de los factores, por supuesto que altera el producto.