Más Maquiavelo

¿Se lo merecían?

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“Oficialmente ya no hay guerra”, decretó la semana pasada el presidente Andrés Manuel López Obrador al referirse a la funestamente célebre guerra contra el narco. Y remató: “buscamos la paz”. Hace doce años, el inicio de esa misma guerra posiblemente pudo decretarse desde el discurso. Sin embargo, la paz no se decreta, y al menos en la moral de muchos mexicanos, la guerra contra el narco no ha terminado. Después de la tragedia en Tlahuelilpan, llovieron comentarios en redes sociales justificando la muerte de las víctimas: “Yo si [sic] creo que las personas que estaban ordeñando el ducto se lo merecían, estaban robando, para mi [sic] no fue un accidente, fue una consecuencia”, sentenció un usuario de Twitter. La lógica aterra: roban gasolina con recipientes, entonces son criminales, entonces merecen morir, entonces su tragedia no es la mía.

En el caso de guerras no convencionales, donde el enemigo es tan difuso o ambiguo, las construcciones discursivas que las impulsan son determinantes. En el caso de la guerra contra el narco, por ejemplo, en la práctica el enemigo eran los propios ciudadanos mexicanos. Incluso, esa guerra se estimuló deshumanizando al enemigo desde el discurso: el propio Calderón llamó cucarachas, ratas y termitas a presuntos delincuentes mientras el sistema de justicia era incapaz de procesar una ola de casos de crimen y violencia. Si son peste, se les puede tratar como peste. Después de todo, la justicia de la peste no pasa por jueces y tribunales. Años después, el nivel de deshumanización ante la violencia sigue esparcido. Desde el poder político hasta el relato mediático, hemos recibido y reproducido constantes referencias a que las víctimas de la violencia de estas guerras no son “gente como uno”, como agudamente reflexionó Claudio Lomnitz.

seguridad nacional y PEMEX

Si la paz no se decreta, tampoco el humor social que conlleva. Cualquier posibilidad de paz se construye y requiere de menos decreto y más participación. Después de todo, los años de violencia no han sido en vano. En ese sentido, la estrategia contra el llamado huachicol enfrenta riesgos de convertirse en otra guerra que, aunque metafórica, tendría y ya tiene consecuencias reales, como se refería Susan Sontag a la violencia de la guerra contra el terrorismo. Observo al menos tres flancos desde los cuales está amenazada cualquier posibilidad de paz. En primer lugar está el mismo gobierno federal. Después de doce años “en guerra”, la lógica institucional de las dependencias que participan en la estrategia requiere (re)armonizar la relación de las fuerzas armadas con civiles. Además, aunque los funcionarios del gobierno federal han tratado de evitar la palabra “guerra”, lo cierto es que la estrategia tiene guiños de guerra metafórica: soldados y marinos como bastiones, así como el acompañamiento de un modelo de guardia nacional que avanza a marchas forzadas a pesar de las bien argumentadas críticas al modelo.

El segundo flanco que amenaza en convertir la medida en una guerra lo ocupan los medios de comunicación. La prensa mexicana desarrolló un lenguaje de “lo narco” en la última década que construyó horizontes de sentido para la guerra metafórica. Ciertamente el fenómeno delictivo del país es real y de máxima relevancia, por lo que requería y requiere reportarse. Sin embargo, para hacerlo el discurso mediático construyó una serie de nociones que confunden más de lo que explican, pero que contribuyeron a construir el sentido de la guerra contra las termitas y las ratas, esa guerra que no involucra a “gente como uno”. El repertorio es tan amplio que no se limita a aquellas palabras que incluyen el prefijo narco. En ese contexto, a pesar de la resistencia del nuevo gobierno a no caer en tentaciones discursivas, abundan referencias a la “guerra contra el huachicoleo” en la prensa mexicana. Una idea que a sus lectores les hace sentido.

Finalmente, el tercer flanco lo ocupa un nivel social difícil de delimitar, pero que se compone por un incontable número de conciencias para las cuales, las víctimas de Tlahuelilpan (por mencionar sólo un ejemplo), “merecían morir”. La reproducción de la deshumanización e insensibilidad es una dimensión tan relevante como poco explorada de las consecuencias reales que tienen las guerras metafóricas. En suma, si el país aspira a la paz, transitar de una guerra a otra es un riesgo que tiraría cualquier esfuerzo por la borda. El diagnóstico de que el origen del problema está en la corrupción de PEMEX es agudo, pero faltan pasos hacia una efectiva y eficiente procuración de justicia particularmente en los casos del llamado “huachicoleo desde arriba”. Oswaldo Zavala lo apuntó de forma aguda en un texto escrito para Proceso, al “insistir en una ‘guerra contra el huachicoleo’ reproducimos el más pernicioso discurso de seguridad nacional que victimiza al pobre y solapa al político y al empresario rico”. Porque sí, el problema de fondo también es la desigualdad.

¿Por qué madruga el presidente?

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Sin excepción, cada una de las ya famosas conferencias matutinas del presidente es nota en la prensa nacional. Desde el día en que asumió la presidencia, Andrés Manuel López Obrador se postra muy temprano frente a un micrófono y filas de periodistas. Todo antes de que se asome el primer rayo del alba. ¿Por qué? Es todo menos una necedad o un gusto malsano por madrugar. El presidente entiende –y entendió desde hace ya mucho tiempo– la importancia de incidir en la discusión pública, de marcar la agenda. No se trata sólo de quién habla, en la definición de lo público, es mucho más importante de qué se habla, en qué tono y en qué momento. La construcción del relato público se hace todos los días, y tiene más resonancia si se hace en ayunas.

El nuevo gobierno aún no cumple ni un mes y medio. Sin embargo, a través de esas conferencias se han tratado ya un sinfín de temas. Por ejemplo, la discusión del recorte a los salarios del poder judicial, ocurrido apenas el mes pasado, parece lejanísimo respecto a la del desabasto de gasolina del que López Obrador habla en las conferencias de estos días. Durante estos rituales mañaneros, el presidente permite y responde preguntas. Pero el ejercicio es mucho más profundo. Es, ante todo, un espacio en el cual el presidente participa como protagonista en la definición de la agenda, es decir, de qué hablaremos. Y cuando eso resulta problemático, porque la agenda es demasiado imponente por sí misma como para evadirla, entonces al menos le da al presidente oportunidad para incidir, primero que nadie, en la discusión.

De esa forma, la madrugada le juega a favor al presidente para ponernos a discutir a partir del ritmo y tono que su declaración sugiera. Él es el parámetro. Ciertamente, esta práctica ya la realizaba cuando era jefe de gobierno del entonces Distrito Federal. De hecho, durante la última campaña presidencial, el hoy presidente también entendió y ejecutó de manera magistral el ejercicio de la definición de la agenda. Fue él quien dictó de qué y en qué tono se hablaba. El resto de los candidatos se veía obligado a seguir esa conversación para no resultar marginado de la discusión y, por tanto, de las preferencias electorales. Sin duda, el presidente está convencido de la relevancia de continuar marcando el paso de la discusión pública.

democracia
Foto: Informativo Oax.

El contraste con la administración pasada, generalmente ausente de la definición de la discusión pública, es enorme. A finales de septiembre de 2014, después de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, el expresidente Enrique Peña Nieto comenzó un ayuno de declaraciones públicas y decidió desaparecer de la discusión pública en un momento clave en que la indignación crecía cada minuto. Además de indolencia, el expresidente evidenció un desdén por la relevancia política de la definición de la agenda. No se trataba de salir a hablar por hablar, pero sí a evidenciar un liderazgo rumbo a una solución, así como la empatía mínima con las víctimas. A poco más de un mes de gobierno, suena inviable una ausencia aletargada del nuevo presidente, como lo hubo apenas el sexenio pasado. Sin embargo, los riesgos son otros.

Hace unos días, López Obrador entró en discusión con el diario Reforma durante una de estas conferencias matutinas. La publicación había salido esa misma mañana con una nota que indicaba un repunte de 65 por ciento en los asesinatos ocurridos durante la nueva administración, respecto al último mes de la presidencia de Peña Nieto. Andrés Manuel utilizó su intervención madrugadora para descalificar al medio. Sin embargo, en las siguientes mañanas se vio orillado a argumentar más y descalificar menos. Así presentó y explicó sus propias cifras de homicidio que contrastaban con las de Reforma. El encontronazo derivó en un ejercicio fresco de democracia. En la medida en que otras investigaciones periodísticas oxigenen la discusión pública con información, el presidente estará siendo orillado a transformar las conferencias matutinas en diálogos y debates. El esfuerzo vale la pena, pues construiría una plataforma para discutir y dialogar con el funcionario público más alto del país.

El reto del pueblo uniformado

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A pocos días de haber tomado posesión, el nuevo gobierno mexicano se ha empeñado en trazar símbolos de cambio. No es el único ni el primero en hacerlo. Particularmente en las democracias en construcción, los nuevos gobiernos suelen intentar marcar un antes y un después con mayor o menor intensidad. En el caso de la administración de López Obrador, este rasgo adquiere una importancia mayúscula, pues la bandera indica un abrupto cambio y transformación. Sin embargo, curiosamente algunos de esos guiños de cambio coquetean con viejas fórmulas, piezas del rompecabezas del siglo XX. Por ejemplo, durante la llamativa reunión de López Obrador con las Fuerzas Armadas antes de tomar posesión, el ahora presidente dijo que el soldado es “el pueblo uniformado”.

Andrés Manuel ha sido consistente en este dicho, como ciertamente lo ha sido con la mayoría. Hace un par de meses, a días de conmemorar el 50 aniversario de la matanza del 2 de octubre, repitió y expandió la fórmula: Tenemos que tomar en cuenta que el Ejército es pueblo uniformado, [los mexicanos] no ven a los soldados como enemigos, yo recorro todo el país y sé de donde son los soldados, hijos de comerciantes, de campesinos. Incluso antes, estando en campaña, dijo que ese “pueblo en uniforme” es, en su mayoría, simpatizante de su movimiento por lo que votarían por el cambio. No es coincidencia que la fórmula del pueblo uniformado aparezca en contraposición a la idea de que “no son enemigo”. Después de todo, la guerra contra las drogas no pasó en vano, tampoco la sangría que dejó.

Ahora bien, ¿qué tan uniformado está el pueblo? Cualquier respuesta estará empantanada. Aunque “el pueblo en uniforme” es una idea más o menos vieja y asociada también a otros casos internacionales, en el caso de México tiene un sustento histórico interesante. A diferencia de la mayoría de los ejércitos en Sudamérica, las fuerzas armadas mexicanas no establecieron una dictadura militar a lo largo del siglo pasado y hasta la fecha. De hecho, su lealtad al régimen ha sido incondicional, desde etapas penosas como 1968 y toda la época de la guerra sucia, hasta demostrar una digna reacción institucional ante los cambios de régimen desde el año 2000. Además, las fuerzas armadas son hijas de la facción victoriosa de la Revolución mexicana, el mismo proceso que produjo buena parte del orden político contemporáneo.

ejército revolución mexicana
Fuerzas surianas de Emiliano Zapata (Foto: Dominio público).

A eso se suma que el reclutamiento en el ejército ha sido, durante décadas, una opción real de progreso material y profesional para muchos mexicanos que de otra forma no habrían conseguido esa posibilidad. La idea occidental del ejército supone exclusión y separación –aunque el modelo ciertamente ya es global‒. Se busca construir un estamento social distinto y distinguido del resto, altamente disciplinados y ordenados en la medida en que se trata de individuos armados. Por eso se uniforman y se encuartelan. En ese sentido, la fórmula del pueblo uniformado es un planteamiento tan interesante como problemático. Por un lado, se supone que el ejército es “distinto del resto”. Sin embargo, “el pueblo en uniforme” es una invitación a cerrar filas a partir de reconocer que civiles y militares comparten el mismo origen y, en una de ésas, el mismo destino.

Desde hace más de una década, la sociedad mexicana se embarcó en una guerra contra sí mismo. Es comprensible que las fuerzas armadas busquen no perder una imagen de respeto y confianza ante la opinión pública. Después de todo, es innegable ese respaldo como lo demuestran encuestas de opinión que colocan al ejército y a la marina como unas de las instituciones en que más confían los mexicanos. El general Luis Sandoval González, nuevo titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, dijo en un tweet que no defraudarán la confianza, pues Nuestra razón de ser es el #Pueblo, porque de él provenimos, a él servimos y a él defendemos. México ha experimentado un violento contexto de criminalización dirigido, eso sí, por el poder civil. Se entiende que “el pueblo uniformado” sugiera un símbolo de reconciliación. Para ello se requieren pasos intermedios. El reto consiste en que ese elemento simbólico se materialice en prácticas concretas de justicia.

Los visibles invisibles

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Por décadas, los migrantes centroamericanos hacia Estados Unidos, junto con su calvario, han sido invisibilizados. Hay más de una razón. Por un lado, representan un problema incómodo para gobiernos a lo largo de la región. Los costos políticos de dignificar la vida pública de buena parte de Centroamérica han sido apabullantemente mayores que los pasos dados en esa dirección. Sin embargo, por el otro lado, los propios migrantes han tenido que invisibilizarse como una estrategia de supervivencia a lo largo de su trayecto. Es una misión imposible en última instancia. El resultado es que el migrante se convierte en víctima de un sinfín de frentes: autoridades migratorias corruptas que los extorsionan; polleros indolentes que lucran con la ocasión; violentos grupos criminales, así como pandillas que les provocan todo tipo de vejaciones; y desprotección generalizada de parte de los gobiernos de sus países de origen y tránsito.

Organizaciones sociales dedicadas a proteger migrantes lo han señalado cientos de veces: a pesar de todo eso, para ellos el infierno de migrar en esta región del mundo suele ser una mejor opción al infierno que significaría no hacerlo. Migrar puede convertirse en tragedia. Quedarse ya lo es. Hay experiencias dramáticas que ya exhiben el tamaño del problema, como la de los setenta y dos migrantes que fueron impunemente asesinados en San Fernando, Tamaulipas. La desgracia es múltiple, pues junto con las agresiones, la desprotección también proviene de varios ángulos. Aunque la caravana de migrantes centroamericanos que recorre México es excepcional por varias razones, hay un rasgo que vale la pena resaltar: hace visibles a los que, hasta ahora y por mucho tiempo, han sido y estado invisibles.

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Caravana Migrante (Foto: Rompeviento TV).

“Si en lugar de migración decimos industria de tráfico de personas, entonces la caravana es una especie de huelga anti-polleros”, afirma agudamente la antropóloga Natalia Mendoza. Además, dentro de esa industria, hay muchos más sectores encadenados que han lucrado con la misma desgracia. El lado más salvaje del neoliberalismo a veces se expresa desde flancos ilegales. Sin embargo, esta vez los migrantes decidieron partir con aviso de antemano, en grupo, y más o menos organizados. Esto provocó la aparición de teorías de conspiración que sugieren que la organización, idea y ejecución de la caravana ha sido planeada y perfectamente pensada paso a paso. Según esta lógica, hay una o unas pocas mentes maestras que organizan y capitalizan políticamente con los migrantes, como si eso no pasara ya desde hace años y desde otras trincheras.

A través de sus presidentes, los gobiernos de Honduras y Guatemala han señalado la importancia de encontrar a los responsables de esa planeación. Probablemente los encuentren cuando se miren al espejo. En última instancia, esa cacería de brujas es irrelevante. La tragedia que motiva la migración permanece antes, durante y, seguramente, después de la caravana. Lo que sí es relevante es el digno reclamo de los invisibles por hacerse visibles, pues ahora ésa es la estrategia de supervivencia. Y a pesar de todo, los riesgos siguen tan presentes como latentes. De acuerdo con información de Huffington Post, el ombudsman de Oaxaca reportó que “unos cien miembros de la caravana migrante fueron secuestrados y entregados a un cártel”.

Mientras tanto, un miembro más de la caravana murió en la frontera entre México y Guatemala como producto de un enfrentamiento con la Policía Federal. A la fecha no se ha esclarecido su muerte, pues la policía niega haber usado en esa ocasión balas de goma, con la que supuestamente habría fallecido. Por si fuera poco, probablemente la mayor hostilidad sigue estando por delante. En medio del contexto electoral, Donald Trump desplegó cinco mil soldados –que podrían convertirse en quince mil– a lo largo de su frontera para contener una caravana llena de niños, mujeres y hombres desprotegidos y, por supuesto, desarmados. La hostilidad no sólo sigue llegando desde los mismos flancos, de hecho, podría haberse intensificado. En todo caso, ya son visibles, y ahí sigue estando la posibilidad de sobrevivir.

Antimonumentos y las mafias del poder

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Andrés Manuel López Obrador ha sido consistente en su diagnóstico: México ha estado gobernado por una mafia del poder. La hipótesis supone al menos dos premisas. Por un lado, que en el país existe una élite –poderosa, reducida y excluyente como suelen ser las élites– compuesta por políticos, profesionales, empresarios, líderes sindicales, entre otros, que acuerdan, definen y deciden por la mayoría. La segunda premisa, sin embargo, es determinante: esa élite actúa como una mafia. Ese componente supone que, para conservar su poder, utilizan prácticas mafiosas. Es decir, echan mano de comportamientos latentemente ilegales definidos por complicidad, lealtades, con códigos internos más o menos estrictos pero alternos a la ley oficial y potencialmente violentos. Además, no son anárquicas.

Las mafias tienen estructura y orden. Son redes jerárquicas de protección que se alimentan de generar certezas y privilegios a unos pocos por sobre el resto. El diagnóstico del próximo presidente parece acertado. Ahora bien, el dilema que enfrenta la próxima administración es de exactamente el mismo tamaño, ni más ni menos. O se desintegran las prácticas de poder mafiosas, o la (aparentemente) desplazada mafia del poder es sustituida por una nueva. Hasta ahora, los guiños han ido en ambos sentidos. Por un lado, existen nombramientos de personas con buen tamaño moral y profesional para hacerse cargo de puestos de enorme relevancia. Alejandro Encinas para ocupar la subsecretaría de Derechos Humanos de la SEGOB es un ejemplo.

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Alejandro Encinas (Foto: Quadratin).

Sin embargo, por el otro lado hay focos de alerta encendidos que apuntan hacia prácticas mafiosas: la alianza con el PES (Partido Encuentro Social) y más recientemente con el PVEM (Partido Verde Ecologista de México), la nominación a puestos públicos de actores, deportistas y, peor aún, nominación y protección para funcionarios y líderes sindicales con pasado cuestionable. En pleno Paseo de la Reforma, el próximo gobierno tiene fantásticos recordatorios de las consecuencias de gobernar como mafia del poder: los antimonumentos. Se trata de estructuras metálicas montadas a lo largo de esta emblemática avenida de la Ciudad de México que rememoran víctimas y desgracias ocurridas en años recientes. Cada una está llena de memoria y dolor dirigidos hacia recordar a víctimas de complicidades, corrupción, indiferencia, indolencia, negligencia y omisiones.

Apenas en febrero pasado, la organización Familia Pasta de Conchos instaló el tercer antimonumento. Un “65+” que conmemora el mismo número de mineros que quedaron atrapados en 2006, la mina Pasta de Conchos, en Coahuila, y a los demás mineros fallecidos o desaparecidos en condiciones similares. La estructura se encuentra exactamente en frente de la Bolsa Mexicana de Valores, donde cotizan las empresas mineras responsables de las pésimas condiciones de trabajo que detonaron este tipo de desgracias. El “65+” se suma a otros dos antimonumentos sobre la misma avenida. Uno es el “43+” frente a la Torre de Caballito conmemorando a las víctimas de Ayotzinapa y de la crisis de violencia en México. Otro más, “49ABC”, está dedicado a los niños de la guardería ABC, instalado frente al Instituto Mexicano del Seguro Social.

guardería abc
Antimonumento 49ABC, frente al IMSS (Foto: Mario Jasso/Cuartoscuro).

Otra función de los antimonumentos es la de deshonrar a los perpetradores: una mezcla de autoridades, empresarios, líderes sindicales, etcétera, todos tristemente difuminados por la impunidad. Sería catastrófico que el próximo gobierno les proteja de alguna manera. Hacerlo conduciría a que continúe la falta de justicia para las víctimas, y eventualmente a dinamitar la legitimidad que se ganó en las urnas. Si la nueva administración no quiere convertirse en la nueva mafia del poder, debe negarse a proteger a los perpetradores y desproteger a las víctimas. Mientras el país siga gobernándose con prácticas mafiosas, y la impunidad prevalezca a cambio de lealtad, la posibilidad de que aparezcan más antimonumentos es latente. De no hacerlo consciente, el riesgo de la cuarta transformación es el de caer en el error que tanto criticó el propio Andrés Manuel: perpetrar a una nueva mafia del poder.

Pasar a la historia

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A propósito de su último informe presidencial, Enrique Peña Nieto ha divulgado sus propios mea culpa. Se trata de breves mensajes difundidos, eso sí, en cadena nacional e Internet. En ellas, el aún presidente explica su visión respecto a condiciones generales del país. Sin embargo, son particularmente interesantes aquellas donde habla en torno a acciones, dichos y decisiones realizadas en momentos políticamente relevantes de su administración. Ayotzinapa, la casa blanca y los gasolinazos son ejemplos al respecto. El tono es relevante: se trata de un Peña Nieto confesado, justificándose a la menor provocación. Son, por decir lo menos, mensajes tardíos.

El contexto también es muy relevante en ese sentido: Peña Nieto adoptó estas narrativas en medio de una transición de gobierno por demás atípica. En su papel de presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, ha tomado las riendas del gobierno de manera práctica y simbólica, aunque todavía no legal. Mientras tanto, el aún presidente en funciones luce ausente, débil y sin perspectivas de incidir en la agenda ni en las decisiones. Por un lado, gobierno que no gobierna, o lo hace pasivamente. Por el otro, gobierno que pretende gobernar sin aval legal, pero con un respaldo político inusual. Es un escenario ciertamente nuevo que, con todo, se acentúa en estas condiciones.

discurso
Enrique Peña Nieto (Foto: Handout/Reuters).

“Pasar a la historia” es una frase que condensa una obsesión frecuente en mandatarios alrededor del mundo. Es como si esa Historia (así, con mayúscula) funcionara como una ambigua mezcla de disciplina y relato. Una extraña encarnación de la jueza final, la ineludible pero también la legítima. ¿De los arrepentidos será el reino de la Historia? Los mandatarios mexicanos no son la excepción en este sentido y parecen valorar el juicio histórico explícita o implícitamente, y en mayor o menor medida. Probablemente López Obrador encabeza a los explícitos contemporáneos: “Quiero pasar a la historia como un buen presidente”, dijo minutos después de ser declarado virtual ganador de la elección presidencial.

Además, el próximo presidente ha sido enfático en “no querer pasar a la historia” como Felipe Calderón o como Vicente Fox. Además, en su caso, ha dado señales de valorar símbolos históricos nacionales, de ahí sus guiños con Juárez, Madero y Lázaro Cárdenas, o también la ya famosa idea de la cuarta transformación. Sin embargo, aunque sus antecesores han sido más o menos explícitos al respecto, ciertamente no omisos a la preocupación del “juicio de la historia”. En un tono más bien implícito, Felipe Calderón estaba particularmente preocupado por no pasar a la historia como el presidente de la guerra contra las drogas y, más precisamente, como el responsable de las políticas que desencadenaron una de las etapas más violentas en la historia reciente del país.

presidente electo
Andrés Manuel López Obrador (Foto: https://amqueretaro.com).

Por su parte, Vicente Fox ha recibido incontables y merecidos reproches por haber derrochado el capital político de la transición de partido político político en el gobierno. Aunque usualmente reduccionista, ese juicio histórico suele traducirse en ejercicios prácticos memoria. En ese sentido, la memoria del gobierno de Peña Nieto está embalsamado por el sello de la corrupción, y eso que el juicio histórico aún no ha empezado. Jesús Robles Maloof, uno de los más aguerridos defensores de derechos humanos del país, lo sintetizó en un tweet; para él, Enrique Peña Nieto “pasará a la historia como el presidente más corrupto. Tres meses más para hacerse publicidad y el resto de su vida para afrontar la verdad”.

En última instancia, la obsesión de gobernantes por limpiar una imagen generalmente refleja lo sucia que llega al confesionario. Se dice que a disculpas no pedidas, acusación manifiesta (locución del latín Excusatio non petita, accusatio manifesta). En este caso, muchas disculpas y rectificaciones se exigieron, y la mayoría de las peticiones se hicieron en tiempo y forma. El silencio y la omisión que devolvieron la mayoría de los funcionarios se tradujeron en falta de justicia. Para muestra un botón. De acuerdo con el sexto informe del propio presidente, el 73.3 por ciento de los mexicanos se sentían inseguros en 2014, mientras que en 2017 la cifra no sólo no descendió, sino que aumentó un punto porcentual. En ese contexto, los mensajes difundidos son inoportunos, publicidad personal para intentar “pasar a la historia” de la mejor manera.

Los símbolos de la seguridad nacional

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Esta semana se empalmaron dos noticias sobre la seguridad nacional en México. Cada una, sin embargo, con una visión profundamente diferente respecto a la otra. Por un lado, el presidente electo Andrés Manuel López Obrador anunció que, como parte de su alejamiento del Estado Mayor Presidencial, será un grupo de veinte personas quienes se encargarán de su seguridad personal. Todas ellas, dice el presidente electo, son de toda su confianza. “Me cuida el pueblo”, y “Ustedes [periodistas] me van a estar cuidando” son frases que ha repetido AMLO una y otra vez en foros públicos. De fondo está el argumento de la austeridad republicana que repudia los excesos en gastos de funcionarios públicos en general. La medida ha sido seriamente criticada por expertos y en general por buena parte de la prensa nacional. El argumento central es que la seguridad del presidente electo supone un asunto de seguridad nacional. No se está cuidando a Andrés Manuel, sino al próximo Jefe de Estado mexicano.

Por otro lado, el gobierno del aún presidente Enrique Peña Nieto estaría por adquirir un paquete bélico compuesto, entre otras cosas, por ocho misiles con un valor aproximado de 41 millones de dólares. La noticia salió a la luz a raíz de un comunicado emitido por la Agencia de Defensa de Cooperación y Seguridad de Estados Unidos, país de compra del armamento. En el comunicado, dicha agencia asegura que la compra ayudará a modernizar las fuerzas armadas mexicanas a través de “expandir el apoyo naval y marítimo existente a los requerimientos de seguridad nacional”. Apenas en enero pasado el gobierno mexicano negoció otra compra de armamento con el Departamento de Estado estadounidense. En aquel mes, el paquete fue de 98.4 millones de dólares en misiles y torpedos. En ese momento, la comunicación de la autoridad estadounidense justificó la compra a través de recordar que México ha sido “un socio fuerte en el combate al crimen organizado y a las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas”.

compra de armamento
Foto: military.com

Por un lado, el gobierno saliente dota de armamento de guerra a las fuerzas armadas mexicanas con un argumento de seguridad nacional, mientras refuerza la relación militar con el vecino del norte. Por el otro, el gobierno entrante menosprecia el perfil de las amenazas y apela a un discurso de austeridad que empieza por la máxima figura individual de la administración pública, es decir, el presidente. Ernesto López Portillo, Secretario Técnico del Foro Mexicano para la Seguridad Democrática de la Universidad Iberoamericana, lo observó con claridad: “hay dos narrativas ambivalentes sobre un mismo problema”. Son, además, dos interpretaciones diferentes –aunque implícitas– de la seguridad nacional. Por un lado, armarse hasta las costas en función de un enemigo ambiguo y una estrategia fracasada. Del otro, bajar la guardia hasta en la cocina de la presidencia y confiar ciegamente en el “pueblo amigo”, figura ciertamente igual de ambigua. La crítica, aquí, es que la estrategia es ingenua.

No es que las dos visiones mientan deliberadamente, ni que una esté correcta a costa de la otra (o al menos no necesariamente). El tema es más complicado porque ambas narrativas tienen una poderosa función simbólica: ofrecen una explicación y una perspectiva, es decir, construyen discursos. En ese sentido, quizás no importe tanto que los misiles sean la compra más inteligente, o que la seguridad personal de AMLO sea la más eficiente en la historia del país. De lo que se trata es de transmitir un mensaje político a partir de símbolos. Ciertamente son visiones diametralmente opuestas. En todo caso, el ánimo mexicano está con relativa apertura para probar alternativas. No es para menos, la sangría ha sido inmensa en los últimos años. En todo caso, conviene que la ingenuidad del próximo presidente mexicano encuentre algo de razón.

Visita al presidente legítimo

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Antes era la casa de campaña, ahora ha sido rebautizada y readaptada como casa de transición. El inmueble ubicado en la calle Chihuahua de la colonia Roma, desde donde despacha el virtual presidente electo, es ahora un punto neurálgico de operación política en México y uno de los más concurridos también. Las visitas no se limitan al Secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo. Desde el dos de julio, horas después de que finalizaran las elecciones, cientos de personas han acudido a la casa de transición. Las filas las forman ancianos, niños, líderes políticos nacionales e internacionales, madres y padres de familia, damnificados, agraviados. Buscan ver al próximo presidente, darle un regalo, hablar con él, felicitarlo, pedirle ayuda. En un país como México no es difícil hacer filas de víctimas, ignorados y maltratados. Lo que sí es nuevo es el interés de esos agraviados por aproximarse a la clase política para solicitarle ayuda para resolver sus problemas, y que eso ocurra sin expectativas de corrupción.

Andrés Manuel López Obrador se ha convertido en un interlocutor válido. Millones de votos para él y su partido lo respaldan. Los visitantes de la casa de transición creen que es la persona que puede resolver su problema, o que al menos es suficientemente digno de confianza como para planteárselo y esperar una solución o, en el peor de los casos, al menos un diálogo. En otras palabras, después de doce años, Andrés Manuel ahora sí cuenta con una legitimidad indiscutible para la mayoría de los mexicanos. Esta vez el dilema es otro, y consiste en saber qué hará con esa legitimidad. En el 2000, Vicente Fox derrochó una legitimidad muy parecida a la que actualmente goza el próximo presidente. Fox fue incapaz de reconocerla y torpe para manejarla o ponerla al servicio de un proyecto político digno.

visita delegación de EU
Mike Pompeo, casa de transición de López Obrador (Foto: Octavio Gómez / Proceso).

Andrés Manuel no es Fox. Difícilmente derrochará esa legitimidad, pero su reto también es mayor: la presidencia de AMLO le exige transferir esa legitimidad a las instituciones, las mismas que hoy no son creíbles ni confiables para quienes hacen filas a las afueras de la casa de transición. Esos que hoy acuden a la colonia Roma para pedir justicia, difícilmente lo harían en el Ministerio Público, y la razón les asiste. Sin embargo, la aspiración se dirige a invertir esa ecuación. El reto no es sencillo porque, aún hoy, México es un país con tradición presidencial, incluso a pesar de que los gobernantes de las últimas décadas nos hallan dado excelentes razones para desconfiar de ellos.

Ante las largas filas, Andrés Manuel designó a una persona de su equipo, Leticia Ramírez, para atender a las personas que hacen filas en la banqueta. Para agilizarlo, se creó un formato que los peticionarios llenan explicando su saludo, felicitación, petición, necesidad, reclamo, etcétera. Carmen Jaimes, reportera de Televisa, realizó una excelente crónica de estos casos y detalló el testimonio de Génesis, de once años y nacida en Estados Unidos, pero de padres mexicanos, quien fue a pedirle un cambio positivo para México. O Margarita, anciana que viajó con su silla de ruedas desde Chiapas para regalarle una guayabera y pedirle ayuda para recuperar su casa. O Sandra, quien pide amnistía para su sobrino quien fue acusado de un delito que, dice, no cometió.

En el 2006, Andrés Manuel decidió encaminar la protesta hacia convertirse en lo que él llamó presidente legítimo. El problema de fondo no era quién es el presidente legítimo, sino quién da o quita la legitimidad. En aquel entonces, ni las instituciones ni los votos fueron capaces de resolverlo y el país se encaminó dividido. Ahora la historia es diferente. Si bien uno de cada dos votos no fue para AMLO, la contundencia de su victoria se consolida con el hecho de que hablamos del presidente más votado de la historia del país. Si AMLO aspira a pasar a la historia como un buen presidente, tal y como lo ha dicho él mismo, buena parte de ese legado residirá en trasladar efectiva y pacíficamente la legitimidad que hoy reside en su persona hacia instituciones concretas. El sexenio por venir debe ser aprovechado para deshacernos de la tradición del líder carismático, encarnado en un buen presidente, y comenzar a fincar legitimidad en instituciones de gobierno responsables, confiables y eficientes.