“Oficialmente ya no hay guerra”, decretó la semana pasada el presidente Andrés Manuel López Obrador al referirse a la funestamente célebre guerra contra el narco. Y remató: “buscamos la paz”. Hace doce años, el inicio de esa misma guerra posiblemente pudo decretarse desde el discurso. Sin embargo, la paz no se decreta, y al menos en la moral de muchos mexicanos, la guerra contra el narco no ha terminado. Después de la tragedia en Tlahuelilpan, llovieron comentarios en redes sociales justificando la muerte de las víctimas: “Yo si [sic] creo que las personas que estaban ordeñando el ducto se lo merecían, estaban robando, para mi [sic] no fue un accidente, fue una consecuencia”, sentenció un usuario de Twitter. La lógica aterra: roban gasolina con recipientes, entonces son criminales, entonces merecen morir, entonces su tragedia no es la mía.
En el caso de guerras no convencionales, donde el enemigo es tan difuso o ambiguo, las construcciones discursivas que las impulsan son determinantes. En el caso de la guerra contra el narco, por ejemplo, en la práctica el enemigo eran los propios ciudadanos mexicanos. Incluso, esa guerra se estimuló deshumanizando al enemigo desde el discurso: el propio Calderón llamó cucarachas, ratas y termitas a presuntos delincuentes mientras el sistema de justicia era incapaz de procesar una ola de casos de crimen y violencia. Si son peste, se les puede tratar como peste. Después de todo, la justicia de la peste no pasa por jueces y tribunales. Años después, el nivel de deshumanización ante la violencia sigue esparcido. Desde el poder político hasta el relato mediático, hemos recibido y reproducido constantes referencias a que las víctimas de la violencia de estas guerras no son “gente como uno”, como agudamente reflexionó Claudio Lomnitz.
Si la paz no se decreta, tampoco el humor social que conlleva. Cualquier posibilidad de paz se construye y requiere de menos decreto y más participación. Después de todo, los años de violencia no han sido en vano. En ese sentido, la estrategia contra el llamado huachicol enfrenta riesgos de convertirse en otra guerra que, aunque metafórica, tendría y ya tiene consecuencias reales, como se refería Susan Sontag a la violencia de la guerra contra el terrorismo. Observo al menos tres flancos desde los cuales está amenazada cualquier posibilidad de paz. En primer lugar está el mismo gobierno federal. Después de doce años “en guerra”, la lógica institucional de las dependencias que participan en la estrategia requiere (re)armonizar la relación de las fuerzas armadas con civiles. Además, aunque los funcionarios del gobierno federal han tratado de evitar la palabra “guerra”, lo cierto es que la estrategia tiene guiños de guerra metafórica: soldados y marinos como bastiones, así como el acompañamiento de un modelo de guardia nacional que avanza a marchas forzadas a pesar de las bien argumentadas críticas al modelo.
El segundo flanco que amenaza en convertir la medida en una guerra lo ocupan los medios de comunicación. La prensa mexicana desarrolló un lenguaje de “lo narco” en la última década que construyó horizontes de sentido para la guerra metafórica. Ciertamente el fenómeno delictivo del país es real y de máxima relevancia, por lo que requería y requiere reportarse. Sin embargo, para hacerlo el discurso mediático construyó una serie de nociones que confunden más de lo que explican, pero que contribuyeron a construir el sentido de la guerra contra las termitas y las ratas, esa guerra que no involucra a “gente como uno”. El repertorio es tan amplio que no se limita a aquellas palabras que incluyen el prefijo narco. En ese contexto, a pesar de la resistencia del nuevo gobierno a no caer en tentaciones discursivas, abundan referencias a la “guerra contra el huachicoleo” en la prensa mexicana. Una idea que a sus lectores les hace sentido.
Finalmente, el tercer flanco lo ocupa un nivel social difícil de delimitar, pero que se compone por un incontable número de conciencias para las cuales, las víctimas de Tlahuelilpan (por mencionar sólo un ejemplo), “merecían morir”. La reproducción de la deshumanización e insensibilidad es una dimensión tan relevante como poco explorada de las consecuencias reales que tienen las guerras metafóricas. En suma, si el país aspira a la paz, transitar de una guerra a otra es un riesgo que tiraría cualquier esfuerzo por la borda. El diagnóstico de que el origen del problema está en la corrupción de PEMEX es agudo, pero faltan pasos hacia una efectiva y eficiente procuración de justicia particularmente en los casos del llamado “huachicoleo desde arriba”. Oswaldo Zavala lo apuntó de forma aguda en un texto escrito para Proceso, al “insistir en una ‘guerra contra el huachicoleo’ reproducimos el más pernicioso discurso de seguridad nacional que victimiza al pobre y solapa al político y al empresario rico”. Porque sí, el problema de fondo también es la desigualdad.