Otra Visión sobre el McLane-Ocampo

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En atención a la polémica suscitada en este medio y en redes sociales respecto de mi artículo “AMLO, Juárez y el McLane-Ocampo”, publicado en El Semanario el pasado 3 de agosto, invité a algunos historiadores de prestigio que generosamente me mandaron sus críticas y comentarios, a ocupar el espacio de mis columnas de las próximas semanas, para compartir sus respectivas visiones con nuestros lectores, con el propósito de enriquecer el debate civilizado y respetuoso que usted lector merece. Ofrezco brindar al término de dichas publicaciones un comentario ponderado final.

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Por Rodrigo Ruiz Velasco Barba

Algunos ignorados «ignorantes»

Cuenta Nemesio García Naranjo en sus memorias que, a principios del siglo XX, el general liberal Francisco Naranjo le espetaba que Francisco Bulnes se había limitado a propalar en El verdadero Juárez la misma calumnia que los conservadores habían lanzado en su día contra el “Benemérito en ciernes”: la firma del tratado McLane-Ocampo de 1859 entre el gobierno estadounidense y el liberal mexicano. Nemesio recuerda que le respondió a su tío que el tratado fue real y que sólo por el rechazo del senado estadounidense no pasó de «delito frustrado». Para convencerle le obsequió una copia del documento. El viejo militar le respondió, visiblemente contrariado tras su lectura, que conoció bien a Juárez y «no pudo autorizar esa porquería». Con todo, el viejo héroe de la guerra de Reforma eventualmente cedió y hubo de reconocer «con profunda tristeza que no era un mito». Nemesio, por su parte, sacó en claro que durante esa época los soldados lucharon por la causa liberal sin siquiera sospechar los turbios tejemanejes de la política tras bastidores.

A 158 años el tema sigue desbordando pasiones. Los defensores de Juárez y sus consocios hoy ya no niegan la existencia del tratado, más bien mitigan su gravedad o recurren a más audaces y discutibles interpretaciones. Don Antonio M. Prida en El semanario del 3 de agosto de 2018, bajo el título de “AMLO, Juárez y el McLane-Ocampo”, presenta el acontecimiento como ejemplo de «negociación diplomática», como muestra inequívoca de «la sagacidad y visión del Presidente Juárez» que habría permitido «el surgimiento de la República Mexicana». Se interpreta el tratado, pues, inclusive como positivo y patriótico. En su reivindicación califica como «ignorantes» a quienes lo vilipendian. Cabe preguntar entonces, ¿quiénes son, o fueron, esos presuntos «ignorantes»?

Sin afán de ser exhaustivo comenzaré con Justo Sierra, para quien «el tratado o pseudo tratado McLane-Ocampo, no es defendible; todos cuantos lo han refutado, lo han refutado bien; casi siempre han tenido razón y formidablemente contra él. Estudiándolo hace la impresión de un pacto, no entre dos potencias iguales, sino entre una potencia dominante y otra sirviente; es la constitución de una servidumbre interminable». Don Justo se quebraba la cabeza buscando explicar a los políticos mexicanos que fraguaron el tratado, tan admirados por él. Recalcó que se trató de un «hecho pasmoso» y que nadie habría vacilado en catalogarlo como «crimen político» si la «alucinación» de los prohombres de la Reforma, motivada por la «fiebre política», no fuera un paliativo. Para Francisco I. Madero, equivalió a un «desgraciado incidente», lo atribuyó a un «momento de debilidad de Juárez» que se habría traducido en una «gran amenaza para nuestra integridad territorial». A José Vasconcelos, juarista en su juventud, el tratado le pareció «prueba irrefutable» de traición y sacrificio de la soberanía. Más severo, el fundador de la SEP censuró a quienes suavizaban su crítica del tratado y sus protagonistas, asegurando que no podrá haber patria mientras circulen juicios que escamoteen el franco repudio que merece. El historiador Carlos Pereyra equipara el McLane-Ocampo con «la ignominia de la entrega del país […] por un ruin precio» y, entre otras muchas reflexiones, deja ver cómo Juárez y los suyos, que habían tomado como bandera en la Revolución de Ayutla la protesta contra las concesiones que hiciera Santa Anna a Estados Unidos, contradictoriamente plantearon el tratado como «ampliación» del acuerdo de 1853. Frente a estos hechos, señala que muchos de los mismos liberales «se indignaron» y pensaron que ningún congreso mexicano lo habría aprobado. Sin embargo, el tratado fue firmado por un gobierno sin facultades legales para hacerlo según la Constitución de 1857. El historiador José Fuentes Mares, uno de los más grandes expertos en el estudio del período, dice que con el McLane-Ocampo Juárez cometió «suicidio histórico». De ratificarse «Juárez sería hoy la figura más negra de la historia de México». Los conservadores, con el Mon-Almonte y el tratado de Miramar «no se atrevieron a tanto».

Amerita un desarrollo mucho mayor, pero con lo aquí expuesto bastaría para cuestionar seriamente que las censuras al tratado se deban a la ignorancia. Es claro que fueron críticos del McLane-Ocampo personajes que se encuentran entre lo más granado en la historia del pensamiento, la política y la cultura mexicana. Deliberadamente mencioné a varios conspicuos liberales. Acaso todos ellos advirtieron bien que el tratado no representaba solo la inocua cesión de derechos de tránsito de personas y mercancías estadounidenses a perpetuidad por Tehuantepec y otras rutas, sino de tropas que podían ingresar y combatir en nuestro país incluso sin la venia del gobierno mexicano e intervenir en nuestras discordias civiles en favor de sus intereses. De esta guisa, México se convertiría en una especie de protectorado. Agradezco a don Antonio Prida su admirable caballerosidad al prestar su espacio para estas líneas a contracorriente de lo que él piensa. Es un noble gesto que invita a la respetuosa discusión en búsqueda de la verdad.

Semblanza del autor

Rodrigo Ruiz Velasco Barba

historiador

Licenciado en Historia y maestro en Historia de México, por la Universidad de Guadalajara. Doctor en Ciencias Sociales, con especialidad en Historia, por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. En 2011 fue premiado por la Cámara de Comercio de Guadalajara con el “Premio Presbítero Agustín Rivera” al primer lugar en la modalidad de tesis de posgrado y trabajos de investigación en Sociología e Historia. Es autor de Salvador Abascal: el mexicano que desafió a la Revolución, publicado en 2014 por Rosa María Porrúa Ediciones. Es colaborador de revistas en México y el extranjero, especializadas en investigación y divulgación histórica. Desde 2014 es profesor de la Universidad Panamericana.

 

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Jaime Cortés Rocha

Coincido con el autor y estoy con los “ignorantes”: García Naranjo, Sierra, Vasconcelos y Fuentes Mares: El proceso de negociación política fue vergonzoso, el texto es indigno e humillante y la conducta de Juarez en todo ello fue ignominiosa y rastrera, pero para su ventura (y la del país) pero contra sus deseos el Tratado no fue ratificado y fue borrado por completo de la historia oficial.

Juan Cortiñas

Coincido sin duda. Bulnes, Fuentes Mares son autoridades en la materia y la historia oficial, escrita por los vencedores liberales tratan el tema con eufemismo….. La historia favoreció a Juárez porque el y su gente la escribió….

Antonio Prida

La historia, querido Juan, la escribieron sus protagonistas y quedaron resguardados en los archivos de ambos países. Los ilustres historiadores que nos recuerda el Doctor Ruiz Velasco Barba desconocieron los expedientes de Robert Milligan McLane que hoy nos dan luz y no debemos ignorar nosotros. Estas revelaciones están publicadas en el libro de Patricia Galeana intitulado con el nombre del Tratado, con el subtítulo “La Comunicación Interocéanica y el Libre Comercio”. No se puede argumentar como en el XIX ignorando el material histórico que nos ofrece el XXI.

Rodrigo Ruiz Velasco Barba

Estimado don Antonio: Me parece que los actores no son quienes escriben la historia. La historia la escriben los historiadores, valga la redundancia. Frecuentemente se comete el error de confundir el pasado, los hechos, los acontecimientos -considerados en sí mismos- con la historia; pero la historia no es eso, sino el relato sobre lo que, presumiblemente, fue el pasado, de acuerdo a un método. Por otro lado, tiene razón en lo que comenta. Los escritores que yo mencioné -que por cierto no son del siglo XIX sino del XX, en un abanico que se extiende desde su comienzo hasta casi su final- no pudieron tener acceso a documentos que hoy son conocidos por los especialistas actuales. Sin embargo, cabe preguntarse si esa documentación es suficientemente importante como para dar un vuelco tan radical en la interpretación del tratado. Mi postura es que no alcanza para tanto. Su postura, al menos así la entiendo, parece indicar que los documentos considerados por Galeana y otros autores obligan a dar un vuelco radical en esa interpretación, al que deberían adecuarse el resto de los historiadores actuales. Sin embargo, basta leer a muchos reconocidos historiadores actuales, que por mera cronología no desconocen las aportaciones que usted refiere, para darse cuenta de que mantienen en lo esencial la postura de algunos de los autores que yo he citado. Habría podido yo escribir un artículo sobre “Los ignorados “ignorantes” del siglo XXI” sin ningún problema. Un saludo cordial, y enhorabuena por este intercambio de ideas.

enrique cantero rodriguez

La historia es una ciencia inexacta, porque nadie puede retroceder el tiempo y saber qué fue lo que sucedió exactamente, así que la historia se escribe de acuerdo al punto de vista y la ideología del historiador.
El historiador no es un periodista es un interpretador de los hechos por lo que terminan estando llenos de subjetividades
De hecho la subjetividad es un fenómeno muy complicado y que es imposible de obviar y del cual todos estamos empapados algo que está muy ligado también al criterio sobre la verdad. Cuál es la verdad si sobre un mismo hecho encontramos diferentes versiones. No es la misma apreciación que sobre una batalla ofrecen los vencidos que los ganadores, ni será la misma tampoco la de los jefes que la de sus súbditos. Por tanto la imparcialidad u objetivad histórica a la que están llamados los historiadores es muy difícil de lograr porque son hombres y mujeres con sentimientos encontrados. Creo que la rigurosidad científica y su prestigio dependen de los métodos que emplean y las fuentes que utilizan.
El fin justifica los medios.
México es hoy una república democrática, representativa y federal
Y su gente
“Orgullosos de ser mexicanos”

Rodrigo Fernández Diez

Sin ser especialista en la materia, y sin tener una biblioteca considerable (todos los autores que tengo ya han sido citados por otros), me atrevo sólo a traer a colación a don Toribio Esquivel Obregón (sus “Apuntes para la Historia del Derecho en México”), cuya perspectiva puede ser particularmente útil por haber reunido el doble carácter de historiador y jurista, y quien dedica al tema un brillante análisis.

Pareciera desde la perspectiva de don Antonio M. Prida que, en inferioridad de circunstancias, Juárez jugó astutamente la mano que le había tocado y sacó la mejor parte. En opinión de los norteamericanos, sin embargo, ocurrió justo lo contrario. Esquivel Obregón cita el número del 21 de diciembre 1859, del periódico de Nueva Orleáns “Daily Picayune”, en el cual se dice: “Tenemos ahora el derecho de tránsito por Tehuantepec, y un dominio tan amplio sobre otras dos vías, como pudiéramos tenerlo si hubiéramos comprado el territorio”. Opinión importante y que trae a nuestra atención a un peculiar fenómeno que don Antonio Prida ha de conocer perfectamente por su experiencia profesional: Que los tratados internacionales pueden tener efectos colaterales más amplios que los efectos jurídicos derivados de su expreso clausulado. Y que, sin que el tratado ML-O vendiera territorio nacional, “de facto” tenía los mismos efectos estratégicos que una venta. Y no se limita Esquivel Obregón a la prensa (sureña) estadounidense, pues acude al “Times” de Londres del 09 de agosto: “Si el tratado que se supone arreglado en Veracruz entre Juárez y el enviado de los Estados Unidos llega a ratificarse definitivamente, México, desde ese momento, pasará virtualmente al dominio norteamericano.” Añadiendo Esquivel Obregón de su propia cuchara: “Y que eso era lo que se buscaba por el partido esclavista de los Estados Unidos, no cabe duda. Después del fallido experimento de Arkansas, para hacer de él un estado esclavista, no tenía más camino para igualar la fuerza de los Estados libres en el senado, que buscar la expansión hacia el sur, a costa de México.” (t. II, p. 468). Como refuerzo de esto, señala Esquivel Obregón que “Don José María Mata [enviado de Juárez en Washington] sabía esto y que ello obedecía a un imperativo urgente del partido esclavista; que por lo mismo los derechos de vía eran sólo un medio de realizar aquellos propósitos; y si lo sabía es natural suponer que lo había comunicado al gobierno de Juárez, y que éste aceptaba todas esas consecuencias para obtener la suma de dos millones de pesos”. Fragmento que no sólo pondría en duda la astucia de Juárez, sino su lealtad.

De manera sumamente interesante, y mostrando una especial familiaridad con las fuentes norteamericanas, Esquivel Obregón sigue de muy cerca la actuación del presidente James Buchanan: “(…) la protección diplomática produciría en este caso el resultado apetecido. Los filibusteros que invadieran a México, aparecerían como pacíficos comerciantes que habían equivocado el lindero, y al ser aprehendidos o ejecutados, por las autoridades mexicanas, se podían presentar reclamaciones fabulosas que autorizarían los más extremos recursos. Ya Buchanan encontraba que México debía a los Estados Unidos por causas análogas la suma de diez millones de pesos. (…) Por eso Mr. Buchanan, en su mensaje anual al congreso, de 4 de diciembre de 1858 [fecha interesante, casi un año antes de la celebración del tratado], decía: ‘No veo otro remedio posible para estos males, ni modo alguno de restablecer el imperio de las leyes y del orden en nuestra frontera remota y desarreglada… [que] tomar posesión de una parte suficiente del territorio incultivado de México, que sería conservado hasta que nuestros perjuicios hayan sido pagados y nuestras justas demandas satisfechas”. Añadiendo luego Esquivel Obregón: “(…) el tratado McLane-Ocampo no era visto [por los norteamericanos] sino como una inevitable anexión de Chihuahua, Sonora, Baja California y parte al menos de Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas. La comisión de Relaciones Exteriores del senado pidió al Ejecutivo todos los documentos relativos al asunto; Buchanan los mandó; pero aún exigió el congreso copia de las instrucciones que se habían dado a McLane, mas éstas no se mandaron jamás…”.

A continuación, Esquivel Obregón analiza la ilegitimidad de la personería de Juárez, su carencia de facultades para suscribir el tratado. Pero no para satisfacer los tecnicismos propios de la profesión que el propio Esquivel Obregón ejercía (o ejerció un tiempo de su vida), sino para estudiar los efectos colaterales de carácter geopolítico del tratado. Juárez expuso al país a un problema funesto, sentando un precedente peligroso, consistente en que el “gobierno legítimo” sería en adelante el reconocido por los Estados Unidos, concluyendo Esquivel Obregón: “Según el carácter que ellos dieran a nuestros gobiernos, así eran las facultades que les concedían, sin que dependan para nada de nuestras leyes. Estas doctrinas de ese país son de mucho cuidado.”

Finalmente, Esquivel Obregón añade un comentario respecto a por qué no se ratificó el tratado, comentario que podría ser de especial interés para don Antonio M. Prida por su profesión, y que constituye un brillante análisis de los efectos colaterales de carácter económico de un tratado internacional (y que bien pudiera resultar relevante este mismo año): “Puesto a discusión el dictamen en el senado, se objetó por una parte que Juárez no tenía un poder indiscutible sobre toda la nación para obligarla, y por otra que el pago de cuatro millones era excesivo, y este último argumento hizo temer fundadamente que no se aprobara el tratado. Lo más grave fue que se hizo notar que éste cambiaría totalmente el sistema rentístico de los Estados Unidos, de proteccionista, a cuya sombra se formaba la grande industria del país, en libre cambista, que acabaría con ella; pues al aprobarse la libre introducción de determinadas mercancías de México, aunque esto fuera teórico, porque México no las producía, Inglaterra, Francia y los demás países de Europa, con los que se habían celebrado tratados de comercio con la cláusula de la nación más favorecida, la invocarían para la libre introducción de sus productos en los Estados Unidos. [Punto y aparte] Por lo que hacía a México, este argumento habría tenido grande importancia, porque también nosotros teníamos en nuestros tratados aquella cláusula y los otros países podían pedir la libertad de introducción de sus mercancías, y la de pasar de un océano a otro por rutas para ellos posibles o ventajosas, y quizá hasta la elección por sus legislaturas de los artículos que deberían quedar libres de derechos de importación. México se quedaría así sin facultades legislativas de ninguna especie en materia de comercio exterior, que era la fuente principal de nuestros ingresos, o bien esas mercancías entraban por los Estados Unidos, disfrazadas de industrias de ese país, acabando con el comercio de nuestros puertos del Golfo.” (t. II, p. 470).

Antonio Prida

Agradezco profundamente, estimado Rodrigo, el análisis de don Toribio Esquivel Obregón (sus “Apuntes para la Historia del Derecho en México”) que nos comparte y que ciertamente nos ilustra. Le sugiero leer el artículo del historiador José Manuel Villalpando que hoy se publica en mi columna y que explica la razón por la que el Congreso americano no aprobó el polémico Tratado, la cual coincide con la postura que usted amablemente nos presenta.

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